Friday, October 22, 2010

Cap. 25 / Las juderías



25. El pecado de Rachel y la deuda de Andrés


«... reposará espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor a Jehová... y acontecerá que la raíz de Isaí, la cual estará puesta por pendón a los pueblos, será buscada por las gentes»: Isaías. 11: 2-3

En la tarde, la cocinera preparó unos mokoli y shuhá de cordero porque Abram vino echando de menos la carne, como se prepara en Cuba. Para no dar idea de cuánto discutieron, a horas de su llegada, por los dichosos recortes de Sara, su mujer, y el «amor a deshoras», ella bajó a comer, y la vieron hacer una miguitas de una especie de albóndiga, pero menos comía que picaba. Malka sabía que Sara estaba enojada; pero Abram estaba satisfecho con el relleno. Tuvo sexo y comió, con sabor criollo, con el antojo de su shutá y las bourekas que mojaba en el caldo de ternera.

Aunque se dio aviso a Andrés de que almolzara o cenara con ellos (a fin de que se discutiera durante el día, tarde o noche, si quedaría instalado en La Bodega), ese día no se le halló en la casita que alguna vez compró en el barrio de los zapateros. Tenía una casita en Jesús del Monte, cercana a Luyanó, y allí se recogió con Rosa Belén por unos años.

A más enamoradiza e involucrada con hombres (puta que resultó la Rosa Belén), él dejó la casa, le pidió que pagara renta, que ella nunca pagó, y se mudó al barrio Colón, cerca de Trocadero y Monserrate. Mas ha sido, en Jesús del Monte, donde a Andrés le place quedarse, especialmente, por los andurriales de la Calzada de la Víbora.

Este lugar le trae muchos recuerdos. En especial, la zona donde estuvo El Cacahual, porque Benavito lo llevó, siendo niñito, a recoger de las aguas ciertas cantidades en botellas para después llevarlas a su laboratorio en Ceiba Mocha y hacer análisis de las muestras. Aguas supuestamente medicinales del barrio Arroyo Naranjo de La Habana. Ahí, por igual, están las canteras de piedra de San Miguel y, a 12 kilómetros del Capitolio Nacional en la carretera de La Habana a Santiago de las Vegas, el paradero de las berlinas y autobuses que hacían el servicio entre estas dos ciudades.

Sin embargo, si algo puso contento a su regreso, devolviéndole la jovialidad de la niñez a Andrés, siendo que también lo tentó irse a Europa, en tiempo de guerra, fue la construcción del trenecito callejero; pero, no el que se hizo en tiempos de España, el ferrocarril de La Habana a Güines. El que lo entusiasma es otro. El trenecito que parece de juguete, con sus vagones colorados. Este se construyó cuando anduvo ausente, en 1937. Y un tramo de su ruta va de La Habana a Bejucal, y otro de Bejucal a Güines. O de La Habana a Güines.

Y él, en ese año, que su sobrino se fue a Baltimore, se tomó el atrevimiento de invitar a las dos damitas de La Bodega, a que deambulen con él y vean el cielo y el paisaje urbano.

«Vamos de La Habana a Güines», les dijo y sabía que pasaría por Bejucal, donde tiene amigos charangueros, gente muy distinta a la del Vedado y los barrios elegantes. Lo verían con las suecas y, si algunos entre su amiguerío no se convencieron todavía de.que no se le trata como bastardo, lo verían si ellas acceden. Lo verían con la familia... Andrés tiene poder moral para congraciarse con Malka y la nueva judía, que adorna el bloque de La Bodega. Y Sara sí, ésta de veras es gregaria y andariega, muchacha de exponerse al mundo, sin miedo a la gente y, sobre todo, accesible a la mulatería. Ella ha conocido gitanos, turcos, griegos e hindúes, y se ha despaseado entre sefardíes que hablan el ladino, aunque su español lo aprendió, como su hoy esposo Abram, el hebreo, en estudios talmúdicos en la Sinagoga.

Bien que Sara lo recuerda. A El Cotorro lo conoció en este viaje del tren cuando, junto a su nuera y Andrés, bajó en la parada que hicieron en Bejucal. Este quedó impresionado al verlas, paseándose en tren, con Andrés, sin ningún rumbo fijo, sólo ver a la gente real, no sólo a judíos de los templos, ni la gente selecta que entra a sus casas. A esta gente que observará casi nunca se le puede ver fotografiada en El Diario de La Marina, o en Bohemia, o en aquella revista a la que el Ing. Leopoldo Matías se aficionó a leer, San Antonio.

«¡Abre que voy!», gritó el Cotorro. No se había dado cuenta que Malka tenía un rostro angelical y que la diferencia de edad con Benavito, fenecido, debió ser significativa. Es que Malka fue como un tesoro oculto, siempre con «talit», cubriéndose el rostro y ahora, cree que no se falta el respeto a nadie, muerto ya su esposo, si admira a la viuda ante un amigo y la compara con la belleza de la chiquilla que les acompaña. Mas no es una chiquilla, se le corrigió.

«Es la esposa de mi hijo», oyó a Doña Malka que le dijo, al tiempo que la joven aludida extendió la mano a El Cotorro.

El hasta sintió hasta deseos de llorar. Era la primera vez que una mujer con tal belleza, «a leguas venida de otros charcos», de Países Bajos, donde los cielos azules se perpetúan en los ojos, le extendía la mano, saludándole, manos desenguantada, por lo que él podía deleitarse con su temperatura y suavidad. Y Andrés sabía que el «abre que voy» que gritó El Cotorro era una de esas frases tan pícaras que se estilan cuando una mujer tan atractiva nos sorprende y hay que comérsela con la mirada, deteniéndose a curiosear sus curvas femíneas, abriéndose paso entre obstáculos que no la deja ver. No es perdonoble que se pierda un instante de complacencia.

Ya tendrían oportunidad, El Cotorro y él, para conversar sobre el impacto anímico que le causó su compañía. Sara, que era la jovencita, en particular.

«¡Coño! Como chismoso te graduaste», Andrés le dijo y El Cotorro desentendiéndose. «¡Demonio, cállate ya!»

Sara sólo se reía y Doña Malka animaba: «Que nos diga lo que sabe, Andrés, que no me enojo por nada».
Lo primero es lo primero. Sin duda que Benavito enseñó a Abram a elegir entre las mujeres bellas. Andrés ya había oído lo que se decía en las esquinas de la Vieja Habana, frente a la antigua Casa Basallo, no sólo sobre su madre, Rachel, sino sobre Sara, la primera vez que se le vieran en público. Sara ha sido descrita como una kifer, a good piece of skirt, a good khyfer. Y eran gringos y judíos polacos o rusos, a quienes oyó los comentarios. Los mulatos ni podían describirla, por relamerse, ante aquella chica que salió a la calle en pantalones vaqueros. De hecho, parece más joven de lo que es.

«Son damas de su casa», le dijo Andrés a El Cotorro para que no pensara que eran unas prostitutas, del estilo de Rosa Belén y turistas con que él a veces se daba compañía. Le subrayó que ellas sólo compran libros y artículos para pintar, carboncillos, pinceles o lienzos. Nunca sexo.

El Cotorro les presumió que ha leído a casi todos los románticos franceses, de Hugo a Dumas y aún a Walter Scott y Wordsworth en traducciones. «Sólo que yo leo para los tabaqueros».

Sara le sonrió como si tratara de un nuevo camarada. «¡Ay, pero están de madre», se calló El Cotorro, desarnado por aquella sonrisa y mano extendida que sostuvo en la suya más de lo que se espera de un saludo tan casual. «Suéltale la manica ya, negro», ordenó André.

«A sus pies», les dijo. «Yo soy uno de tantos que dejó Cárdenas, tierra de La Bandera, y me vine a Bejucal. Es que allá hay mucha miseria. No hay trabajo, como consecuencia de la guerra... Don Simón se lo pudo haber dicho. Mi padre y yo vivíamos por Ceiba Mocha, de donde era él, que en paz descanse. Si él no hubiese muerto, yo me habría quedado en mi terruño».

Y, como muy conversador y peguiche que fuera, se quedó haciendo cola a la caminata de la suecada, sirviendo de guía, porque dizque conocía el barrio y las calles de Bejucal mejor que Andrés. Son de la misma edad y afinidades, «mas yo, fuera de La Habana y Cárdenas, no he visto otro mundo».

En fin que, entre cuento y cuento, hizo rememoranzas en torno a cuando conoció a Benavito, cuya muerte en Cárdenas tuvo repercusiones. «Andrés no me dejará que mienta». Ahí tira otro cuento. Es que, para ellas, contó hasta la misma historia de Rachel, amores y miserias y del hermano de Benavito, que se llamaba Antonio, la percepción que se tuvo de ellos y de las cepas de Simón ben Abram. El negro introdujo al recuerdo de Doña Malka la vida y amores de Alicia, que fue con la edad de 19 años, veedora sobre Rachel. «Y esa mentira de que Doña Alicia fue hija de Antonio, no se la tragó ninguno, por San Cristóbal se lo digo. «No me dejarás tú que mientas, Andrés. Ella no pudo ser hija del boticario, porque él tenía secos los testículos».

Alicia fue la muchacha que cuidó al Dr. Moritz y de ti, cuando Rachel andaba de culo caliente. «Mucho le debes tú a ella y aquel que te dio la idea de las gayaberas». Se refiere a Moritz.

«¡Te graduaste! De chismoso te graduaste», intentó Andrés en vano de callar a El Cotorro. «¡Demonio, cállate ya! ¿Qué le importan los detalles a historias que ellas se saben?»

Y, acaso por si la conversación sobre estos expedientes familiares molestara a Andrés, Sara de Riga, hoy señora de Abram, pidió que se le explicara qué es una guayabera, porque no lo sabía y tal vez al explicarlo se quitara intimidad a los cuentos de El Cotorro. Se le cambiaría el tono y el tema.

«Ese invento de la guayabera no es una bobería, mamita», se entusiasmó El Cotorro que tenía cuerda para todo tema. Y hasta dijo que él único que sabía que la guayabera nació en las márgenes del río Yayabo en la región central de Sancti Spíritus, por el año de 1709, era el Dr. Moritz. «Aquellos camisones de telas de lino con grandes bolsillos es cosa de los andaluces, quienes los cosían para el trabajo y el clima tropical. Y toda la gente de campo y los muchachos, los solteros de esa región del río Yayabo, utizaban las yayaberas, después de su día de trabajo, y se llenaban los bolsillos de sus cotones de guayabas para obsequiarlas a las novias. Lavana el camisón de sus sofocones y tenía uno limpiecito para la noche porque seguro que lo sudarían al comezar otra vez la faena del campo».
«Tiene mucho sentido la historia», asiente Malka..

«El Dr. Moritz las vestía y se iba a guateques campesinos, a bautizos o fiestas de Tu B'Shevat, en la primavera con su yayabera; a Benavito le gustó cargar guayabas en bolsillos de la suya; me lo dijo Moritz», agregó Andrés.

«A eso iba, precisamente. Recuerdo cuando se lo dijíste a Eugenio, tu socio, en la sastrería. La idea es de tu gente y tú dijíste: Para hacerla un diseño o camisa para la ciudad, hay que coserla con tela menos pesada y gruesa que las yayaberas del campo y crear el mito de que son para vestir en bautizos, o llevar en los bolsillos caramelos para las enamoradas, ¿eh?»

«Sí, sí... yo le dije eso a Eugenio, el libanés», asintió Andrés.

«Y tú... no me dejarás que mienta... Cuando don Simón en vida se fue a Europa y dejó embarazada a Rachel, cuando no se sabía si fue Antonio o tu padre, él vestía de guayabera... Esto me lo contó mi padrecito, que en paz descanse, y él no mentía. Regalando guayabitas a las muchachas de Ceiba Mocha, con su guayaberín bien planchadico y el sombrero de yarey, era el Don Juan que encandiló a todas la hembras de la comarca, ¿o no?»

«¡Coño, yo te digo que mejor no mortifiques a Doña Malka, que es la reina, con esos cuentos de bellaquerías!»

«¡Eso sí, señora! Usted lllegó a la vida de él para ser la reina de reinas».

El amigo contó lo suficiente para que él se mortificara. Andrés lo disimuló muy bien. Sabía que para Doña Malka lo escuchado no sería tan nuevo. Ella misma pintaba a todas las mujeres de la familia, según las conoció y pintarlas era una manera de comprenderlas y perdonarlas. El no tenía esos recursos, o talentos, para tratar creativamente sus mortificaciones, o sus desprecios. Mas quiso a Rachel, porque era su madre, aunque no siempre fue el ejemplo que él quiso, cuando la tuvo viva. A su madre Rachel la sabía hija de una deshonra, la maldad de Antonio, el hermano repudiado por su padre Simón ben Abraham. ¡Y cuán grande debía ser el odio de éste por Antonio, que hasta renunció a su apellido paterno, como símbolo! «Ruy López, tu abuelo, era un gran hombre», se lo dijo Benavito en su lecho de muerto. «Tuvíste un abuelo muy digno, Andrés, bene mío, pero yo me quité el apellido». Nombre nuevo, cepa nueva.

Supo que retiró el apellido de sí como su homenaje simbólico a la cepa de Moritz, siendo que Antonio, su hermano, le deshonró la hija para ofender sus creencias, más que a la hija Rachel. La pérdida de su virginidad no la tomó ella como razón para vergüenza, según fue costumbre de las mujeres, sino que vio premiado el rijo de su cuerpo y el estímulo para precipitar el pedido que hizo a su padre.

«Cásame con Benavito».

«No con mi bendición», dijo Moritz, callándola.

Este aún no decidía sobre tal solicitud, mas ella se atrevió a faltar al honor de su casa, ahitada de pretextos, como gallaruza de los bajos fondos, y se entregaba a herr Simón, buscándole a deshoras. Creyó que tendría simiente de Antonio, el casdeo. Y como sucede a las mujeres que se pasan de listas, a las que urden fainadas y sólo piensan en cingar porque en nada útil se consuelan, su padre la juzgó bribona y lo mismo hizo Benavito, que no le cumplió sus promesas, excepto no pedir a Alicia por esposa. Puso distancia y tiempo. Era jovencito también y no muy interesado en casarse.
Sentía que no podía querer a ninguna de las dos, por más hermosas que fueran. «No te cases con ninguna de ellas», fue el consejo de Moritz. «Véte al extranjero y estudia y acuérdate que del embarazo de Rachel se jactó tu hermano primero. El hijo de tu mocedad no es fruto maduro de ningún amor. Rachel te atrapará con su putería. Antonio lo reclama para ofender el recuerdo de su legítima esposa (Francisca María) y pintarse con fértiles gandumbas... pero, siendo tu hijo, no es de él y tú a nadie engañas. Antonio ha ofrecido este hijo a la perdición y Rachel, al cálculo, me pide que anticipe una herencia, que ofrezca dote como si fuese virgen».

«Pero si él, mi hijo, ninguna culpa tiene, ¿debo rechazarlo?», protestó Benavito

«Hereda la Marca de Caín. Mejor es que no lo tengas contigo».

«No entiendo, Dr. Moritz».

«Has de ser el Rabino cuando Ruy y yo faltemos. Y el Sacerdocio que representamos no es otro que la Salud y no permitiré que la marca de Caín pase, como maldición, al sacerdocio, ni te encariñes con hijo de perdición».

«¿Cuál es la marca de Caín?»

Entonces, cuando ya Moritz no podía hablar, le dibujó dos testículos y gesticuló de un modo que Benavito entendió que era un desafío y menosprecio a las gallinerías del boticario de Cárdenas. Cinco años antes, Antonio deshonró a Rachel y era un hombre casado. Hizo correr maldicencia con su jactancia. La corrompió y por eso ella se entregaba a ti, queriendo marido y un hijo.

«Educamos a nuestra comunidad en cierto racionalismo moderado, como el aprendido del Séfer ha-Emunoth (Libro de las creencias) de Isaac Shem-Tob ben Shem-Tob, y del Iggereth Musar (Epístola sobre la moralidad) de Solomo Alami, y fracasamos. Antonio es el ejemplo... Hemos dependido de textos de las tertulias intelectuales de la Aljama de Huesca, y judíos que amaron mucho sus bienes materiales y nos hablaron, muy poco y falseadamente sobre la Revelación. Moses ha-Sefardí, más tarde bautizado como Pedro Alfonso de Huesca, otro oscense, fracasó como nosotros y se hizo católico y Abraham bar Hiyya (alias de ha-Bargeloni) nos legó su libro Megil-lat ha-megal-lé, que es libro de vanidades suyas como falaz revelador, y en su meditación sobre el alma, hegyon ha-néfes, ¡ay, Ha-Shem! también muy poco nos dio para iluminar nuestros corazones!... ¡Simón, véte y déjanos con nuestros pecadores, adoradores de fortuna y placeres terrestres! Necesitamos otro séfer ha-Ikkarim. ¿Quién quedará, que tenga tu inteligencia, entre nosotros? ¿Quién que haya aprendido el hebreo, lenguaje santo del Alfabet? ¿Quién que saque luz de la Torah y salud de los lombricientos de los campos? ¿Quién que alimente a los guajiros que sufren, sin preguntar eres o no judío, siendo que todas las criaturas de Dios comen y necesitan un techo y vestidos?... ¡Cómo hemos fracasado! No lo imaginas... Astruc ha-Leví nos habló sobre las tres leyes que rigen la vida humana: la natural, la convencional o positiva y la divina, o revelada, que sólo la Revelación salva, pero nos quedamos sin revelación... Hemos perdido la «vara del tronco de Isaí», la raíz de la Vara de Isaí de la que debe retoñar el «vástago sublime», ¿y quién ha de ser?... Que sea uno de tus hijos, no el pobre Antonio, tu hermano, hijo de Ruy, ni simiento que haya encarnado con el mal cascarón, marcado de desobediencia...»

En tal ocasión de la caminata de la Suecada por Bejucal, El Cotorro narró los recuerdos de su padre, quien sirvió a Simón ben Abram y a Ruy López, padre de Antonio y Simón. «Y vecinos, judíos y no judíos, recordaron que Ruy emplazó a los que pecaban con fornicación ante todos. Y les pidió que suplicaran el perdón» porque era fecha próxima al Yom Kippur y pidió ayunos mayores a 24 horas para que la carne estuviese contrita como el alma. Mas, en vez de humillarse, Antonio y su mujer, Francisca María (Paquira), declararon la guerra contra Mercedes Sbarbí, Ruy el Rabino y la gente que amaba a los Moritz. Y un día, en 1900, una vez qie hubo fruto en el vientre de Rachel, se encendió la ira del Dr. Moritz Abram contra Antonio por todas las blasfemias y ruindades que éste cometía, tras la muerte del rabino Ruy López.

Muerto Ruy, hallándose em la invalidez y tendido en cama, el Dr. Moritz designó a Benavito el nuevo juez, sucesor suyo, como lo fue de Gregorio y cohen de Ruy en la orientación de los asuntos morales y espituales de su comunidad judaica. Y, así como uno de sus últimos actos, divorció a Paquira de Antonio, con carta de separación que él redactó, en puño y letra, y no despreció al niño Andrés que nació, ilegítimamente, de Rachel, su hija. E hizo mucho más porque Simón se iría a Europa. En fervor de protección, se llevó a Rachel, para que pariera su hijo, en la casa que tenía en Santiago de Cuba, y anunció la promesa de que nunca más volverían a Cárdenas en su vidas ni él ni los que estaban bajo su amparo. Antonio se quedó expulsado en Cárdenas y guardándose secretos de marrajería. Mas él no puede engendrar. Y Ruy y Moritz sabía que tenía la marca de Caín.

Moritz no tardó en darse cuenta de que, entre las mujeres que vivieron en su casa, ni Paqura ni Rachel, ni Alicia ni otras, fue «virtuosa», einer tugenhafte Frau. Carmen sí ganó la distinción de serlo y Rachel, con enojo, la burlaba como La Quedada, que no se casará nunca.

«¿Por qué son tan casquivanas las niñas de Moritz?», se preguntaba Carmen y se debatía, entre el desaliento por no hallar marido, y el remordimiento y la atracción, que sentía por hombres que no eran del clan.

«Tú no tienes ninguna deuda con Antonio, si no fue tu padre y ninguna deuda con Rachel, porque la amaste. Posiblemente, la amaste más que Benavito», le dijo El Cotorro y, en decir ésto ya había un consuelo de amigo, con testigos, pues allí estaban Doña Malka y Doña Sara. «Y, como sufres por ésto, te lo conté a riesgo de que me llames chismoso».

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