Tuesday, April 01, 2008

Presunción y cosecha


Tú eres la hembra que amé.
Juvenil eras, doncellez
perpetuada sobre roca radiante.


Tú, con desnudez tentadora,
entregaste la mañana a mi padre
con un vaso de oro y tu voz clara.

Bendijíste mi parto, lunar me hicíste.
Me llevaste a la noche, me díste luna:
«Bebe también de este vaso»


«Mira a mis soles; mira más alto;
por de pronto, tén toda mi plata».

Con tal advertencia me educaste.

Y me quedé en la puerta interna de la alquimia
cautivado contigo y tus aparentes mutaciones.
Juvenil eras, hermosa. Y dije: «Sémele, no cambies».


Imposible. Ella cambia. Me equivoqué.
Era mucho más que las jarras

del dualismo conveniente.

Altísimo secreto, libre albedrío.
Y ella: más que lo fue, más que sería y será.
Producción material, eterno cambio. Espíritu

En la octava Saturnalia me sorprendió
su llegada. Llegó el día retributivo y preguntó:

«¿Y tu ofrenda de sol? Me has derrochado».

«¡Cómo tiras la plata que te doy!».
Sobre el ombligo y los muslos de mi mundo,

derroché lo suyo, ni un solo Sol en cambio.

«Entraste a la tierra con la savia universal
de mi alborada y me defraudas».
Y me juzgó
el Anciano de los Cielos con justicia.


Extendí las manos, como quien suplica.
Vino ella, sin nada, para mí. Y, al fin,
lo dijo: «No has transformado Tu Luna».

14-7-1998 / El hombre extendido

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