Monday, November 15, 2010

De los hombres fuertes



Josef Stalin

En política, bajo una definición de ética práctica,
yo bendigo especialmente a los fuertes
(mientras son humildes, pese a las mediocridades
que todos, débiles o fuertes, adquirimos
a lo largo del camino).
Por eso, en algún momento de mi hacer / y otro
tanto de mi pensar, a veces digo:
¡Oh, Tío Josef, o mil veces cagado
por la historia oficial, Camarada Josef Stalin,
te bendigo, y digo así... benditos Mao, Ho Chi Minh,
Fidel, Ché, presente Camarada Chávez
y aquellos benditos anarquistas tremebundos
que son un poco la mixtura de Nietzsche y Bakunin,
de Francesc Ferrer y Anselmo Lorenzo...
¡ah, putas! de Muñoz Marín, hijo del Bizco
y bendito Betances, Padre de la Patria
y Albizu, el confrmador entre mártires...

Bendigo especialmente a los fuertes
(hasta stirnianamente en la Unicidad del Yo Absoluto)
siempre y cuando no sean ladrones ni parásitos
y piensen el mundo como una gran familia,
universalmente extendida,
a la que darían la vida entera, sangre y tiempo,
sin medir todo lo que en nombre de los prestigios
de cordura, se les negará ni todo los peligros
que comenzarán a acecharlos una vez
que los culebrones venenosos
se apañen en su contra...

2.

Lo que pasa es que yo, como hombre débil,
tengo sólo una porción de los que a ellos les sobra.
Mi porción es lo más gentil de lo que tengo
y, si algo a esta porción la daña, es el orgullo.
Yo no sé pedir, no me gusta ir a suplicar,
yo sufro por necesidad y callo,
sólo porque a mí lo que me encanta es dar.
Yo siempre seré pobre,.
materialmente dicho.

Para mí, dar lo que tengo
no es hacerme pobre ni preservar
la necesidad en mi espacio; pero sí jode...
No me atrevo a exigir, «tengan vergüenza,
hagan algo por mí; vean mi ser escaseado,
yo, quien dí a cada instante, tan voluntaria
y espontáneamente, soy yo el quien
debiera extender la mano».

Precisamente, por ésto,
me come esta anemia del orgullo,
uncinariasis del desolamiento,
asma por ir, aislado y vulnerable, en ruta
por el anónimo gemido de la propia penuria
(¿quién me ayudará cuando HaShem me pruebe,
o el olvido me haya quitado la invocación
de su Nombre, su Fe, la Gracia?)
y me consuelo al bendicir a los distribuidores
porque ellos no se justifican a sí mismos
ni son tan timoratos
cuando quitan al gordo para dar al flaco.
Es una cuestión del deber. Etica, compañeros.
Usted no deje morir al necesitado.
No importa que, al final, resultase
un vil malagradecido,
hay que integrarlo a la misercordia,
hay que pedir que haga su parte
(a cada cual de acuerdo a su necesidad
y cada cual conforme a sus habilidades)
y, si no cumple con ésto, así como se le dio,
es necesario quitarle, castigarlo.

3.

Esta es la fuerza que de los fuertes bendigo.
Sólo que tengo el corazón de una azucena.
Que no hay en mi esencia sed de escarmiento.
Que no tengo puños fuertes ni nudillos de acero
para ir por la revancha, que no tengo espaldas duras
para volver a cargar lo que dí y disputar con dientes:
«No lo mereces y has de devolverlo».
No. Yo no puedo echarme al río
y sacar al moribundo, sin ahogarme con él.
No. Yo no puedo extenuarme sin convertirme
en rémora, una carga, cuando hay emergencias
más importantes que yo, o la disputa mía.
No. Yo comprendo que los fuertes son vanguardia
y los bendigo, por necesarios, y me echo
a un lado cuando aproxima la hora
de mis flacas fuerzas.
No. Puede que no sea decencia, sí orgullo malfundado
que diga: Me retiro, pero no me den nada
si ya no puedo dar
... pero los bendigo en la guerra,
aunque la guerra, en las horas nefastas...
horas que no me gustan, la odio;
no, yo no pienso que el mundo
nació para la guerra, terco veo que siempre viene
y mi corazón se vuelve macilento y veo el dolor
en cada fenómeno de la naturaleza
y entiendo, entiendo, cómo se debe entender
natura lacrimae, cada lágrima y bendigo
a los fuertes encima de los gusanos.


1987
/ De «El libro de la guerra»

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