Friday, March 27, 2009

La fotografía



El falso hedonista es un tlacuilo de Texcoco. El se habrá cansado de comer sus hormigas de miel, sus hojuelas servidas por Tamar. Que San Agustín entregue sus propios güevos sobre dos tortillas, en salsa ranchera, importa poco. La vida del fue inmunda, licenciosa, vulgar. Un día se cansó. Tomó el camino de Dios, de la renuncia total. El tlacuilo es otra cosa. Adornó su insignificancia con una actividad anal. Dejó de sentirse hombre para volverse puto y feminoide. Cambio el placer del pene por el placer de una morronga en su culo. Así que no tuvo lealtad a la poesía del hedonismo y la erótica femenina ya que se amaricó y se hizo parte del rebaño selecto de los solitarios que, sólo en apariencia, desprecian el mundo. El machismo. La crueldad.

Yo no me explico: ¿por qué soy el único que comprendo a Rabelais cuando desmiente al Obispo de Digne? ¿Quién justifica a la «perfecta amiga» en la querelle des femmes y por qué lo hace? Yo soy uno, yo. «Mientras puedas ser Amnón, no seas Absalom». No prefieras al segundo sobre el primero. Peina al oso. No dejes que te coman el mandado. A las mujeres les gusta ir a llorar a Absalom. Les gusta ser su «amiga perfecta», su «hermana perfecta» y su «cómplice ideal», donde ideal significa que para Absalom no habrá cognición sensual, categoría objetiva. En boca de las mujeres, el amor platónico es una conspiración. Yo ni creo en Margarita de Navarra ni creo en el poeta que echa sus loas a las altas cualidades de la mujer que castra al hombre, llámese Moisonneuve o Antoine Héroêt.

Cuando conocí al falso hedonista, tuvimos un tópico motivador. El muchacho salió de sus mundos de silencio y sicosis. Estaba rodeado de universitarias, cultos de Fridah Kahlo y de sus hermanas adolescentes festivas, burlonas, maquiavélicas porque tienen un hermano maricón, que es una hermosura y él las sabe divertir cuando le place. Les enseña su falo por el que no siente el mínimo respeto. Lo habían vestido de mujer para sacar su verdadero Yo, su ser afeminado, escondido en su rostro lindo como el de una chavala y aún su cuerpo delicado dibuja curvas engañosas. A él lo preparan para el cambio de sexo...

Estuve allí con ese hato de burgueses de atrabancado narcisismo. Veíamos fotos que tomaron en la misma tarde, él posaba ya semidesnudo, con sus peluca, claro y las finas negligés... y conversaban sobre variedad de tópicos: «¿Es toda materia viviente?» Mitología de cipreses que lloran a los muertos. Hasta sobre huesos de Mictlan que nunca mueren y el pene de Quetzalcoatl platicó la mayor, estudiante de antropología.

«¿Quién es?», me preguntaron cuando todavía no sabía que el estaba presente.

«¿Quién de esta niñas te gusta más?»

Y lo elegí. No sabía que la adolescente que elegí es el varón de nacimiento. El puto del que una vez ellas me hablaron y que vino de vacaciones a estar con ellas. Y así extendieron el engaño hasta exprimir mis sentimientos, sin dejar uno. Después... sus risas. Mi despiste fue total.

Si bien reconocí algunos aspectos de la casa que visitaba en cada foto, no a él. El travestí.

Y él no habló una palabra, me sonrió con escarnio, porque, pese a lo que he presumido de conocer cada detalle femenino, mi gran sensibilidad de adorar del género, unas fotos delataron mi insuficiencia. Me expusieron a la burla de mis anfitrionas.

El se quitó la peluca y se descubrió el pecho. Tuve que admitirlo ahora que tenía frente a mí a elegido: ¡mi prospectivo cuñado retrata bellamente y es realmento hermoso! ¿Se ha ofendido mi novia por mi equívoco? ¿Por qué hizo este test conspirativo?

En aquellos días que compartía la casa, visita tras visita, esquivé su presencia. Temí sus miradas, los impredictivos detalles de sus entradas y salidas, su altanera belleza, sin palabras. No sé si entiendió que soy un corpóreo machista, sensual, o me pensó algún delirio de su imaginación. El hablaba si le da la gana. No es una loca alharaquienta... Días tuvo de impecable cordialidad, otros, agresivamente silenciosos. Al preguntar algo, al gesto de mi buena voluntad, él calló. Calla por horas. El abre y cierra su mundo, a su capricho. Se va a su alcoba. Regresa. Una vez me dijo cuando pregunté por mi novia: «Tu novia no existe. La borraste de la foto al elegirme».

«Díle que ya bajo, hermano», escuchó que dijo.

De plano, me conmoví con sus nalgas. Reflexioné lo que puede es energúmeno cuando posa coquetamente como mi amada. «Pensé en las nalgas suyas», duras, deseables, tersas... Quizás por esa burla lo odié. En alguna foto, el jovenzuelo, con gorro y calzón frigio, descubriéndose el torso, asume la misma pícara sonrisa que mi enamorada.

¡Pinchi J-O-T-O!

¡Pero no te fíes de la perfecta fraternidad, ni del perfecto conocimiento de ninguna mujer! Ellas derriban los pinos y los almendros. Ni Atis ni Agdistis tienen escapatoria... En vano, busco los restos de la imagen que me dejó la foto en la memoria. Naufrago en la pesadilla del engaño. La burla de seis o siete mujeres burlonas. Sueño con torsos de mármol cubiertos de gusanos. Sueño con la tempestad que destroza la casa, el jardín, la alcoba de mi enamorada, donde él posó como la ninfa Sagaritis.

Necesito ver la fotografía otra vez. Esta vez a solas, sin ella, porque sueño que miro, como a través de los ojos de un perro, herido y hambriento, que observa las escenas desde su incoloro qualia.

De espaldas a mi conducta externa, acosado por una más abstracta y confusa versión de causalidad y conducta predictiva, me desespero. Me hundo. Quiero asegurarme que esa foto no me condena. Qiuiero que sea destrozada ante mis ojos, porque a él no puedo culparlo de nada.

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