Tuesday, March 31, 2009

Mamá Claudia y la pintura



No me culpes, Pamela. El día que te ví y no pude contenerme y decirte: «Hoy me enamoraste», noches antes conversé con mamá y la inmensidad pictórica, estética, con que observa a la gente. Ella me habló sobre los Arnol, tu bella familia. Los evocaba como la artista que es y con las manías que tiene.

Dijo que tus hermanas les recuerdan los rostros que pintaba Johannes Vermeer. Sabía su referencia a «La Niña con pendiente de perla». Así son ellas en la vida real, como esas niñas de los retratos de Vermeer. Mas para aludirte, para describir con ese amor que mamá desde los lienzos evoca, buscaba en su mente, en su experiencia estudiosa que data de sus años en Rotterdam, cuando ella misma era adolescente, un artista especial y recordó a una pintora de Varsovia. Son a sus rostros los que tú perteneces.

Tamara de Lempicka tiene un cuadro [Portrait de Mlle, Poum Rachou, Niña con Osito] que recuerda el estilo con que ella pinta. Es el cuadro de Lempicka el que mejor capta muchos momentos espirituales que te ha visto, porque, ¿recuerdas? ... Mamá Claudia cosió con telas una muñeca de trapo que tú amaste mucho. La aferrabas a tí como la niña que Lempicka pintara, con el Teddy Bear en los brazos. Ella cita muchos rostros de Tamara, títulos de cuadros donde hay algo tuyo; pero, no me culpes. Es manía de mamá y su privilegiada memoria. Cierto es que un día que visité tu casa fue como uno de los días más íntimos de mi erotismo adolescente. Ese día pensé en tu desnudez y tendría la sensibilidad, o el erotismo estético, que tan distintivo es en mamá. Que todo lo observa hermosamente orientador. Lee señales en las formas, descubre mensajes en libros acumulados de arte, que le envía su hermana mayor que vivió entre nosotros y se regresó, porque Chichihuatl la deprime.

Ahora recuerdo que Doña Susana Arnol, tu mamá, nos invitó aquel domingo a probar sus pancakes, con sirup de maple y que, en el camino que va a la cocina, te hallé aún no vestida del todo. No tenías las faldas habituales que te llegan a los tobillos, ni tus zapatos de cordón. Te ví descalza con una regadora de latón. Ahora sé que duermes con la muñeca de trapo que te hizo mamá Claudia. Que tienes un ropón blanco que tiene vuelos en sus mangas cortas y que no se extiende más abajo de la mitad de tus muslos.

Desde esa mañana, tus muslos de pubertaria se me han grabado en la memoria. Tus piernas, Pamela. No me culpes.

Creo que ese día ví cuán abundante es tu pelo rizado, cuán lindos son tus brazos, cuán lozana eres en tus extremidades. Sin embargo, a los doce años de edad, eres misterio para mis ojos. No creo que se abunden otros momentos, por ahora, en que te pueda mirar como la niña de Tamara de Lempicka que con su manos izquierda sostiene al Teddy Bear y con la derecha la agarradera de una regadera de latón verduzco, yendo hacia donde tenga un rosal.

Este diciembre, de 1972, cuando te sientes a la mesa, no sé si mi rubor me delate. Sin que nadie me hubiese visto, yo sí te ví salida del cuadro de Tamara y, si bien conozco tu carita, tus ojos azules, tu boca pequeña de muñeca, ahora conozco un poco más... ahora te observo diferente. Eres más linda. Quizás en lo que mi mamá no repara cuando habla de rostros femeninos, como la figura existiera menos en los cuadros, hoy te ví de cuerpo entero.

No sé, si en las fascinaciones de Mamá con la pintura, la Mille del Teddy Bear será la misma Jovencita con Vestido Verde que Tamara pintara en 1930. Es tan hermosa. Ya está su pelo, igualmente amarillo, desoculto de la cofia, y su cuerpo se viste de sus formas espléndidas. Con la mano, dobla el ala del sombrero blanco. Evita que el sol la golpée, o la ciegue, para que sus ojos permanezcan abiertos.

En ocasiones te he visto ese gesto, Pamela. Sólo que no vistes con un traje verde tan ceñido. Tus senos aunque túrgidos, son pequeños. ¡Qué sensualmente encantadora te imagino, si fuera cierto, que Tamara de Lempicka te ha pintado para mí y la única pista que me da es Mille, vestida de blanco, y yo el Teddy Bear que le prometo desde mi corazón! Si yo pudiera pintarte, lo haría... pero me temo que no tengo talento para nada. Mis versos no te hacen justicia, amada mía.

Quisiera decirte que, por lo visto del trasunto de tu desnudez, estoy tan feliz como si me obsequiaras tu fotografía. ¡Ah, pero no se nos permite este tipo de regalos mundanos! Ni siquiera que grabe tu voz en una cassettera. Ni que tenga una canción que conozca y que hable de amor y que se pueda oír un Gran Te Quiero de mis labios.

¿Qué puedo tener yo, qué regalarte?

Imagino que este aislamiento es más intenso para Mamá Claudia porque la mitad de su vida, por lo menos, la vivió en ciudades que ella menciona como «hermosas, pero a veces tristes». Mamá Claudia dice que Chichihuatl es como un pedacito, reconstruído con recuerdos, de Almelo o las casas de Groninga, Frisia y, ¿por qué no? Amsterdam... pero, hay un vendaval silencioso de cronopios en el Valle de Guadalupe y sólo con la imaginación se podrá recobrar la viveza, o la intensidad de la belleza que hay aquí y es que, a base de muchas renuncias al mundo, nos encerramos... negamos lo que en verdad queremos y queremos sólo la sombra de lo que se está prohibiendo. «¿Dónde está la luz en este Valle?»

Mamá, quien se aflje muy pocas veces y se expresa con lágrimas, refleja una tristeza que está en cuadros que evoca.

Ella dice que la fotografía que más ama se hizo en el Renacimiento. Dice que Da Vinci la pintó cuando hizo su «Dama del Armiño» y que ya, que no recuerdo a mi abuela, Claudia Rosa, consulte la belleza de «La Joven» que pintara Sandro Boticelli. Se trata de un perfil de mujer con ojos verdes. Viste una blusa roja, como no verás que ninguna mujer en el Valle de Guadalupe utilice, porque «hemos olvidado la alegría de los colores». Un día, si tengo tiempo, saco los libros que mamá esconde del alcance de los Rednitz. Los mete en baúles. Le mete llave. Son su riqueza privada, una parte sagrada de su vida. «No todo hay que decirlo», me ha dicho a veces.

Claudia Rosa cuidaba sus largas trenzas, se hacía un moño con su cabello abundante y rubio. En la coronilla, se ponía una diadema con cuatro grandes perlas. «Hemos cambiado las perlas por rastrillos que necesitamos para arar la tierra, por utensilios que en la cocina se requieren, por tarros para vaciar la leche del ordeño; pero, ¿sabes, Simón? Las mujeres del Valle siguen muy bellas, como Pamela y sus hermanas que parecen sacadas de los retratos de Vermeer».

«¿Tienes muchos recuerdos de tu vida en Almelo?»

«Los más felices»

«Como tus libros de arte».

«Sí. Antes de que nacieras, yo pintaba bastante. Y miraba esos libros, ya no, porque me lo sé de memoria».

No comments: