Friday, November 30, 2007

La sangre que se escurre


Noviembre de 1957. Hombres de sangre ardiente enlutaron la tarde. Sábado a las 3:00 pasado meridiano. Don Felino, el dueño del barecito, sospechó unos signos agorantes de tragedia. Se lo dijo al propio Lolo Nuñez:
«Es el tercer ron que vendo a tu compadre Lencho y quisiera que fuese el último».
Agregó una amenaza: «Tu compadre se pone majadero con mi hija y, si lo sigue haciendo, lo tundiré a trancazos.

A la mano, bajo el mostrador, tenía el madero.

«No temblará mi brazo cuando se lo parta encima, amigo Lolo».

Al paso de las horas, la tragedia sospechada se intensificaba. Entre cerdo y cerdo que el matarife Lencho destasajaba en su casa, regresaba horas más tarde. Horas tras horas y cumplía con el mismo ritual: elegía un disco de la vellonera de la barra, bolero descarnado de la época; se surtía del agasajo contingente de mirándola y apretaba sus labios para no soltar, con indeseada grosería, unas palabras que ofendieran a ella ni a su padre ni a clientela presente. Sin embargo, son muchas las señales que delataran la pasión que lo carcome. Lencho no es listo. Es matrero. No verbaliza fácilmente lo que quiere. O lo que siente. Es más que solitario, traicionero. Mira con ojos lujuriosos que hasta el mismo Lolo lo reprende cuando Lencho visita su casa y observa que ni con doña Ana, su comadre, disimula sus lascivias y desalientos. «Lolo si tiene suerte y es más viejo», alega Lencho.

Mas Lolo Nuñez, vecino en Tablastilla, está en la inopia. Ana, su mujer, tiene tres hijas de un primer matrimonio. Lolo la hizo procrear cuatro más, los suyos. Al menos, cuando se acuerda, Lencho Colón es generoso. De algún cerdo que mata, lleva a la casa alguna grosura y calma el hambre de todos. «Aquí, compay Lencho, para que coman los nenes». Es que son siete, en total y, por de pronto, Lolo compra al fiado. Siempre lo mismo, la carne es lujo, máxime cuando no está empleado plenamente.

Lencho ha vuelto. Es el cuarto asomo suyo a la tiendita de Felino. Marca sus discos en la vellonera. Entrega un billete de diez dólares a quien, por su gusto, lo mandaría al demonio. Felino observo el gesto de escarnio en la boca de su hija. Lolo lamentó que el compadre abriera la boca vulgarmente, insinuara besos. Lleva unos tragos demás y en el pensamiento una muchacha, tan sensual y pizpireta que presupuso que le meneaba el rabito. Y, si es así, ¿por qué estos celos?
Propuso una canción descorazonada para la vil ingrata. Pidió dos conitos de ron porque apuraba el primero sin inmutaciones. Así palo tras palo, el color se escurría por su garganta con más velocidad que antes.

«Esta Navidad no la paso solo»,
gritó ante Felino.
«Conmigo no será», murmuró la muchacha, casi evitando que su padre la oyera. Mas se hizo rotunda la osadía del borracho.

«A usted es que me refiero».
Don Felino respondió con el gesto de buscar la tranca y despedirlo a golpes. Por fortuna, a fin de evitar confrontaciones, el buen Lolo concilió el asunto con presteza. Tomó a Lencho con delicadeza por los hombros. Lo hizo mirar a su rostro; ya sólo tenía ojos para la hembra. Se envalentonaba y no lo convencía la amistosa persuación y serenidad de Lolo Nuñez. A los 40 años de edad, si bien se daba sus traguitos, éste aprendía del buen consejo, la necesidad y la mesura. Felino era un tunante presuntuoso.

«Compay, ya, ya... deje éso. Usted no está para hacer amenazas ni peticiones. Anda bebido»

«Es que estoy loco por ella, Lolo. Voy a pararle el caballito a esa mujercita para que me respete».

«Ella le dijo que no, así que deje eso. Mire que bebido, sufre más».

«No me amenace con eso. Bebo para no sufrir».

«Es lo que haré, pararle el caballito para que me respete».

«¡No, no! ¡Has perdido el juicio!»,
lo aguantó por un brazo para que no avanzara hacia ella y le diera una bofetada prometida, según lo que había dicho una semana antes.

Forcejearon.

«No me ofrezca más consejos, ya! Se acabó».

«No seas bobo, Lencho. Entiende».


Este epíteto de bobo lo ofendió más que su interpretación de que Lolo Nuñez le obstaculizara el romance que lo emperró con la hija de Don Felino. Se buscó entonces el cuchillo con que clava la garganta de los cerdos, después que da un marronazo sobre los cráneos porcinos para atontarlos y que se queden quietos.
No valdría otro consejo. Delante de todos los presentes, sacó el cuchillo carnicero y dio unas cuatro puñaladas al amigo. De repente, viendo con terror el cuchillo-matacerdo, empapado hasta el mango por la sangre de Lolo, dijo:
«Lo hice porque es un entrometido, pero no quería hacerlo».

Un segundo de reflexión, al ver lo que había hecho y escuchar los gritos y clamores de todos, salió del lugar con el cuchillo en la mano. Lo vieron salir, rumbo a Tablastilla, los hijos de Andrés Pulga que azuzaron a la chichería a ir tras él. Con el revuelo dentro del bar, se coló la noticia. Avisaron a Ana y llamaron un médico. Cuando huyó, cuchillo en mano y el puño sangriento, no fue como se creyó en tareas del oficio. Asesinó al compadre. Quedaron siete huérfanos.
Ahora, en Tablastilla, con una cajita de ataúd que Guilo Vargas hizo, el sótano se acabó de llenar. La casucha es insuficiente. Se apretujaban, unos a otros, los trece vecinos más compadecidos. Siete niños y la viuda. Lloraban porque mataron con cuchillo matacerdo a Lolo Nuñez. Se inquietaron porque su sangre salía de las heridas, incoagulable, y se escurría del cajón. El chorro era sonoro porque, no fue mero gotear. Fue un caudal de llanto lastimero. Se recogía en un baño de lavar ropa que se puso bajo el rústico féretro.

En un comienzo, la sangre salpicó el piso hasta que lo observaron e informaron con el grito de alarma. El cajón no está forrado ni el cuerpo embalsamado. No se estila en Pepino entre vecinos tan pobres. Los Nuñez eran de esos. Han tratado de enfriar el cadáver con hielo y sal, con lástimas y rezos. No se puede hacer más.

«¿Cómo fue?», preguntó un curioso cuanto más quedito pudo. «¿Quién fue el que lo mató?» Se oyó la pregunta, sin embargo, como si utilizara un altavoz. Tanto fue el silencio.

Aconteció que Don Lencho Colón, vecino del callejón de Guillo El Soco, ya había destasajado, entre las 2:00 y 3:30 de la tarde, unos cuatro lechones, huyó del colmadito del barbero Don Felino, hombre pacífico, emprendedor, que vendía, entre 1950 y 1955, cuanto podía. Surtía hasta al fiado. Cortaba el pelo, despachaba sus rones y vivía así, ajetreado.

«Lo agarraron ya», informa uno que lo supo. Se paró en las afueras de la casita del velorio en Tablastilla. Felino que salió y expresó pésames; pero tenía que saborear este gusto de informarlo. El policía Echevarría, quien se daba unas cervecitas, junto a Vitín Oppenheimer, vio la avanzada de la muchachería y le dijeron que Lencho, ebrio y alucinado, llevaba el cuchillo carnicero.
«¡Suelta ese puñal!», ordenó como dos o tres veces.

«No», se negaba. «Es que no sé lo que me pasa. No sé ni lo que he hecho». «Tira el cuchillo al suelo porque voy a esposarte. Mira el revólver con que te apunto. No huyas porque te doy un balazo. No huyas porque si avanzas, te corro a tiros y te lo vacío el arma en tus espaldas», explicó el guardia.
Y, según continuaron los rezos y los pésame, importaba saber por qué un compadre mató al otro. «¿Quién es el culpable y cuál es el motivo?»

Don Felino sí que lo ha dicho. Ha vivido con un ojo en Olguita, hija suya, que, por linda y rompecorazones, a todos encandila por la bajada a Pueblo Nuevo. Alguien enamorado a lo divino, residente en lo profundo del Callejón de Guillo, es el asesino. Un fisgón de Olguita, diablesa protegida. Por su causa fue que vivía entre infeliz y contento. La espíaba al observarla parada en la Loma de Stalingrado.

Y, es verdad, la hija de Felino es bonita, alegre, coquetona, mas a nadie suelta prendas todavía. Sí. Es la hija de don Felino quien tuvo a Lecho como ajíaco. Es la espinita clavada que lo angustiara porque «las felicidades perfectas no existen, ni muriendo». Se queja con el compadre. Oye del acusma de su alma mil recriminaciones. En más de una ocasión dijo: «Estoy loco por ella. Hago cualquier cosa por tenerla y hacerla mía esta Navidad». Comenzó a sentir el dolor de los celos pues la hija de Felino sonríe a todo el mundo. Lo ha escuchado y no lo quiere. Tiene un hijo abandonado. «Es mala gente», le dicen quiene saben que él es irascible, posesivo. Tanto que a Olguita le gustaría convencerla de que se ande con cuidado. Si es que ha de ser suya, «mejor que no sonría tanto, porque yo la quiero pa' mí y para que sea madre de mi hijo». Don Lencho, tras veinte años de prisión, fue a buscar a su compadre. No recordaba que lo había matado. Repasó, en medio de pesadillas y alucinaciones, la última conversación que con él había tenido. Recordaba las palabras de su amigo.

«Estás mal, compay Lencho. Va a irte mal si buscas una muchacha tan joven y jariosa. Tú no le interesas y se lo dijo a su padre. No es a tí a quien ella quiere».

«Pues eso me lo tendrá que decir a mí».
«¡No la busques más! No sufras con ese embuste de que puede quererte».
«Que venga y me diga que no soy hombre pa' ella; si tiene otro pretendiente que lo vaya largando, porque le voy a quitar la cabuya que ella se da por caliente».

«Es que, por joven y en la edad de marido, son muchos los que la rondan»,
insistió Lolo.

«Pero aquí hay hombre y mejor que yo ninguno», dijo el enamorado.

Había sufrido otra pena de la que tenía muy confusos sentimientos. Mientras cumplía su condena carcelaria, a Freddy, su hijo, le dieron 20 puñaladas. Entonces, se preguntaba cómo pudo haber sido.

«¿Dónde está viviendo mi compadre?», pregunta Lencho. No recuerda que lo mató hace 20 años.

«¿Qué le pasa Lencho? Los muertos ya no perdonan», le dicen.
«Yo maté a uno, no a dos. ¿Por qué vienen a joder conmigo?»

8-6-2006


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