Al profesor y poeta César A. González T.
1. Las Interrogantes
¿Para qué sirve mi voz? ¿A quién hablaré?
¿Quién me escuchará sin la indiferencia de arena,
sin disparos de tiempo / espera a flor de sienes?
¿Se puede hablar a la mugre,
a los rastrojos que resbaladizamente
bajan de una colina o de las ramas de árboles
en víspera de su último otoño?
¿Conversa alguno entre nosotros
al pez, a la sanguijuela o a la rana
que se pudre en el húmedo ocre?
¿Se dirá al camino solitario:
«Tengo voz para alguna fantasía.
Lloré mis muertos antes de sepultados.
¿Cuál es mi deuda, con qué corazón
sustituyo al fracaso?»
¿Se hablará a mulas y mercaderes?
Y, ¿sirve el sol de este desierto para oír a los que,
calladamente, bendicen a las higueras?
¿Oyen las paredes? ¿los deshielos del Artico?
¿Se conmueven las moscas y las lagartijas?
¿Con qué caricias me brindará su mirada
la hornilla y su llama, la televisión
y el periódico viejo que menciona
la angustia y sus paisajes?
¿Para qué sirve mi voz?
¿Con qué vínculos volveré al pensamiento
si hay una inútil sordera matándose allá fuera
y unas culpas que me hunden en infamia?
¿Quién se molestará, como yo,
por las esclavitudes y las dictaduras,
por las mentiras científicamente elaboradas,
por las conspiraciones triunfantes
de crueldad y ambiciones?
Por 40,000 niños, ya armados, heridos,
homicidas, a la fuerza reclutados
en Afganistán, Liberia, Sierra Leona,
Costa de Marfil, Burindi, ¿quién que lea,
Niña del Futuro, índigo-ser,
quién que te escuche?
¿Dónde está el que te oirá, poesía,
quien comparta un poco de tu olfato
y a quien pertenezca el más recóndito eco
de nuestros corazones, qué nombre tiene
el que te oye, tal como a mí has oído?
2. Los que escuchan
Escúchala tú, cuyo nombre no importa.
Tú, que no tienes tradiciones,
que eres en la basura y en el dólar,
quien te animas en las aves y las culebras.
Acompáñala un trecho más.
Camina con Ella. Habla para mí como yo te hablo
porque aprendí a escucharte en medio de la guerra.
Llórala porque yo la he llorado.
Respóndele con las dulces frases
que conservas o tus dolidas memorias.
O acúsala con tu dedo de horror,
con tu reino de maldiciones.
Y reconstrúyela aunque la escupas primero
y rompas, a golpes, la estructura que en ella piensa
con los huesos que, en tí, en nosotros, se duelen.
Cuando esté frente a las estrellas
o ante los relámpagos
y haya malos augurios en los pájaros
y zumbidos de balas en los montes,
exhíbete en los espacios.
Arrímate a sus alas metafóricas.
Reconócela en sus vuelos.
Forja tu señal que entenderemos.
La naturaleza, el dolor y el amor
en tríos cohabitan.
3. Solidaridad
Si me ves en el hambre, pan de poesía
me será grato. En desnudez,
cóseme un vestido, porque no faltará
quien me aborrezca y nos niegue a los dos
la tela del lenguaje.
Sin la unidad, sin el sueño que ella me ha inspirado,
¿qué historia escribir sobre esta tierra,
qué objetivos idear, con qué estómago
digerir piedras o justicia?
Cuando ella no sea en la confianza de ninguno,
cuando por ausente ni nos sirva ni a nada se aproxime,
¿qué nos quedará sino... la soledad de la miseria?
¡El exterminio!
¿A qué tradición correremos
por un rencor bien traducido,
por una blanca mentira,
por un mito, por un curso de acción,
verificable y práctico,
o sicológicamente válido y consolador?
¿Con qué pan llamarnos pobres?
¿Con qué dulzura decir: «Somos humanos»?
¿Qué amor saldrá de los ojos que no tienen misterio?
¿Qué canción filtrar en las sonrisas?
¿Cómo adorar cuando está muerto el latido
que vincula la sangre a la rima interior del infinito?
Si somos tan sólo ciegas bestias de yugo,
si nacimos sin más objeto que el bostezo
y las garras homicidas, ¿qué diferencia
habrá entre el asno que no escribe versos
o las hormigas sin refugio ni túneles semánticos?
¿Quién nos sacará del fuego y del agua,
del polvo violento de la arena, del frío coágulo
del ruido rencoroso, cuando los atormentadores
se coman el instinto y no dejen ni huesos ni palabras?
4. Los nombres del amor
Escúchame, amor.
Dáme tus nombres.
Sella a tu pueblo con versos en la frente.
No huyas del espanto que en sus divisiones duerme.
Despiértalos al habla, insomniálos con retruécanos.
Pónlos a crujir con las perdidas sinalefas,
a graznar, a aullar, que chillen y clamen,
que canturréen y silben bajo los puentes.
Sácalos en pijamas de sus frazadas de mudos.
Exhíbelos en cueras por las calles y los clubes;
pero danzantes de poesía,
gordos de himnos por tu causa.
Señala las puertas y que toquen
hasta que sus nudillos sangren
y tengan voces roncas de tanto rescatarse
de las modas sin oficio.
Que hagan filas en los manantiales,
que roben del agua frescura rumorosa,
sus resacas,
sus peces limpios y veloces,
sus remolinos,
sus abismos de corrientes
subterráneas y vírgenes
que todavía no tienen nombres,
inéditas de textos y de mitos.
Nómbralos, amor, que los conoces.
Házlos recordar lo que ella ha sido
con su pasado y su porvenir.
Cuando todos estuvimos de rodillas,
moralistas, rimeros, carpinteando palabras,
fingimientos, tolerancia al que oprime,
sordos al que aguanta, caídos y cobardes
como cómplices, la viste tú
como diosa del sucio
y supíste su corazón de mansedumbre.
La cobijaron con los panes y mantas de tiranos;
pero, ella, por ser quien es, tenía su ternura
y su inocencia bien guardadas, y llamó,
para dar orden, a los que escuchan
con la voz de los que odian y sufren.
Nómbralos, tú que la antecedes,
con igual palabra de amor y que existes
para la prostituta y la adolescente,
para la anciana y la viuda.
Y en el evangelista, súrtete de ira y de versos.
Da señales para el ladrón y para el iluminado.
Revuélcanos en oídos y palabras.
Busca a los drogadictos y a los asesinos.
Entra en sus bares, a sus cárceles,
a sus tugurios llenos de lamentos
y proyectos de lucro peligroso.
Dáles una terapia nerudiana.
Cállalos en el hambre de Vallejo.
Límpiales las gargantas para que digan versos.
Lávales las tinieblas para que lean a tus luces.
Cóselos de porvenir con tu rima
(tu interior sin estridencia ni ripios).
Cuando te pongas en el centro de la página
de cada corazón ajeno, díle que yo también
hablaré sobre ella y, por ella, los amo.
Y cuando digo tu nombre, amor,
¡a todos les nombro!
5. Las figuraciones
Me imagino que muy pocos la ven.
Son como pobres carpinteros,
infelices vegetales del sudor,
explotados explotadores de los techos.
¡Qué pena que no hayan visto al Arbol,
al padre de los cedros sobre el bronce!
Pero esa azada básica y creativa,
esa fascinadora voz que abre castillos
cada vez que en las maderas canta el árbol,
cava por su misterio más profundo
que el que a clavadas se penetra
con golpes de martillos.
Ellos miden a plomada los balcones
y sus manos levantan piedras, artesonan,
serruchan hasta ladrillos en el alba;
pero, debe ser terrible vivir así...
con sólo herramientas y formones,
con escuadras y delantales
como sonajas que golpean a minerales
sin tocar la veta más humana
en la casa del lenguaje.
¡Debe ser terrible
vivir sin símbolos, agotados
en el primer pedazo que sobra de una pieza,
sin nada que ofrendar detrás de los acentos
y los mudos sonidos, duros como el moralón,
pesados como el guayaco, apolillados y ofensivos
por exceso de aserrín y hachas y martillos!
Me los imagino, sin cohesión infinita,
con esa conformidad de andar al viento
revolcados, sin raíz, sin ocultos lazos,
creyendo edificar las cálidas mansiones
sobre peñas de hielo...
Ellos son los poetas sin poesía.
Los huecos repetidores de los martillazos
de los que no querría mi pared levantada
ni sus aburridas bocas de tachuelas
que sudan la tontez del mundo
con sus abecedarios de albañilería.
(Del libro «La casa» de Carlos López Dzur
*
Libro de la guerra (1)
La función de la poesía
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