Cuando soñaba disparatadamente en una de estas noches de travesía, escucha a la fallecida. Conversaba con el fallecido abuelo sobre vasos y jarrones de diseño holandés, el «arte de 1920» y la fábrica de vidrio en Leerdam. Y él, por explicar la «Riqueza de los Stroganoff» y cómo vino su decadencia en el siglo XX, a causa de la Revolución de 1917, dijo cómo le tocó el triste papel de ser un experimentador, árbitro y juez benefactor, todo lo que tuvo suceder para que fuese así.
Con Rednitz, ahora presumiría que subí a un camión con camarote. Yo que quise saber qué se siente ir sobre ruedas, en paseao en carro de motor, por más destartalado o viejo modelo que fuera. Mas ésto fue más que lo soñado. Un camionero me dijo: Pásate al camarote. Descansa. Jamás había subido a un vehículo de motor antes; sólo al de Rednitz.
pero yo sabía tirar de una carreta de bueyes y jinetié un burro como José de Arimatea y Jesucristo en los Antiguos Tiempos.
Ahora comprendo por qué Angel se reía, a tan pocas horas de haberme conocido. El conoció en mi persona el rezago de mi circunstancia y época, mi aldea y mis costumbres. No había pensado que un menonita provocara tantas carcajadas en un hombre de ciudad, como él se pensaba. Fui su hazmerreir; pero, al mismo tiempo, me asió con sus brazos, me besó los cabellos. Quería besar mi boca como si hallara, según dijo: el güerillo más bonito que jamás hubo visto.
Fue él (¡perdón que lo juzgué! habiéndome alimentado) el primer mexicano perverso que conocí. Le temí.
Angel y su concubina viajaban rumbo a Tijuana cuando me vieron a mitad de la calle. El hambre me bailaba como un monigote. Me tragó el poema de la mendicidad y de los huesos dolidos y avergonzados al que dí palabras como las anteriores. Caminé, suicidamente, por el centro de la carretera. En realidad, arrastraba los pasos o tambaleaba. No percibía el sonido del claxón. La señora Higgs dijo que estuve a punto de verme arrollado por su automóvil. Ella iba al volante y me divisó a tiempo de ganar la distancia suficiente para frenar y orillarse.
Más bien, yo reaccioné porque escuché a Angel. Gritaba unos insultos más groseros que los peores que escuché antes.
«¡Cabrón, hijo de tu reculera pinche bomba madre, fíjate por dónde caminas, chupaverga, gringo puto, cagapalos, borracho pendejo!»
Mi Dios, ¿por qué me humillas así? Al sentir la amenaza del parachoques me detuve. El automóvil amenazó mis ojos de golpe como una sombra. Lo alcancé a ver a menos de un pie de impactarse contra mí. ¡Me habría dolido menos! Yo preferí, por lo que oía de aquella boca impía, que me arrebatara la muerte de una vez antes que seguir oyéndole. El hombre dentro del coche asomó su cabeza por la ventanilla y se explayaba con ese repertorio de hostilidad y maldiciones.
«¡Pinche cabrón, espantapájaro, monigote!»
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Con Rednitz, ahora presumiría que subí a un camión con camarote. Yo que quise saber qué se siente ir sobre ruedas, en paseao en carro de motor, por más destartalado o viejo modelo que fuera. Mas ésto fue más que lo soñado. Un camionero me dijo: Pásate al camarote. Descansa. Jamás había subido a un vehículo de motor antes; sólo al de Rednitz.
pero yo sabía tirar de una carreta de bueyes y jinetié un burro como José de Arimatea y Jesucristo en los Antiguos Tiempos.
Ahora comprendo por qué Angel se reía, a tan pocas horas de haberme conocido. El conoció en mi persona el rezago de mi circunstancia y época, mi aldea y mis costumbres. No había pensado que un menonita provocara tantas carcajadas en un hombre de ciudad, como él se pensaba. Fui su hazmerreir; pero, al mismo tiempo, me asió con sus brazos, me besó los cabellos. Quería besar mi boca como si hallara, según dijo: el güerillo más bonito que jamás hubo visto.
Fue él (¡perdón que lo juzgué! habiéndome alimentado) el primer mexicano perverso que conocí. Le temí.
Angel y su concubina viajaban rumbo a Tijuana cuando me vieron a mitad de la calle. El hambre me bailaba como un monigote. Me tragó el poema de la mendicidad y de los huesos dolidos y avergonzados al que dí palabras como las anteriores. Caminé, suicidamente, por el centro de la carretera. En realidad, arrastraba los pasos o tambaleaba. No percibía el sonido del claxón. La señora Higgs dijo que estuve a punto de verme arrollado por su automóvil. Ella iba al volante y me divisó a tiempo de ganar la distancia suficiente para frenar y orillarse.
Más bien, yo reaccioné porque escuché a Angel. Gritaba unos insultos más groseros que los peores que escuché antes.
«¡Cabrón, hijo de tu reculera pinche bomba madre, fíjate por dónde caminas, chupaverga, gringo puto, cagapalos, borracho pendejo!»
Mi Dios, ¿por qué me humillas así? Al sentir la amenaza del parachoques me detuve. El automóvil amenazó mis ojos de golpe como una sombra. Lo alcancé a ver a menos de un pie de impactarse contra mí. ¡Me habría dolido menos! Yo preferí, por lo que oía de aquella boca impía, que me arrebatara la muerte de una vez antes que seguir oyéndole. El hombre dentro del coche asomó su cabeza por la ventanilla y se explayaba con ese repertorio de hostilidad y maldiciones.
«¡Pinche cabrón, espantapájaro, monigote!»
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