El Abuelo Molokano pasó a Rusia y sirvió a la familia del Barón de Stroganov. Aprendió el ruso, luego el alemán y el holandés, también el francés y el español. Entre los aldeanos de Ensenada, curiosos de su parentezco, persistió el hábito de llamarlo el Cosaco Stroganoff.
En parte, en su tiempo, cuando meditara sobre vínculos y memorias de su crianza, el Abuelo creyó que hubo cierta justicia, no en llamarlo cosaco, mas sí Stroganoff. No daba la mano a torcer y negaba ser un Stroganoff, por la vía paterna. No es cosa que deba importar a la gente. Se absorbió, con más gusto, en el símbolo que Gueldres encarnaba. «En Holanda, fue donde los Gueldres dijeron: Patria mía, o se sintieron sociales». Quiso el apellido de sus hermanos mayores, ahora siervos de rango, pero, empleados en el extranjeros. Ser Stroganov, aunque honroso, aristocrático, sería como su jactancia y puede que, sin desearlo, ofendiera a las dos familias. La que en él pesa sentimentalmente; la otra, la que como anfitriona le enseña a percibir el significado práctico de ser benefactor.
Es preferible que sea la cabeza herida de un dragón de Netherland que la Bota de un aristócrata ruso. El sabe que fue un hijo putativo... y, como dijo su hermano, al que rompió los dientes, «y nuestra madre tan putaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!»
Pues bien, al Abuelo no gustó entretenerse con memorias que dataran de mucho antes del 1905, en días de la guerra ruso-japonesa, fecha en que se hiciese molokano y aprovechara el permiso del gobierno de Nicolás II, el Zar de todas la Rusias, para emigrar con otros interesados a otras tierras. Fue inquieto, aventurero. Rusia le aburrió, sentimiento que tenía en común con su madre. Con algún Stroganoff, husmeó por Alaska, supo de la venta del inmenso territorio de los osos... ni siquiera el beber vodka le atrajo; tenía poco en común con los rusos, los griegos y las ortodoxias en general... y decía que las cosas para él se prueban, «cuando se las toca y se las ve, cuando sus sentidos van a cerciorarse, empíricamente, de causas y efectos».
A él le gusta que Dios lo bendiga, provocarlo para que lo haga. Le gusta buscarse problemas porque Dios vendrá a la problematicidad concreta y lo ayudará. Cree en mundos físico-mentales que llama Noosferas, o capas del pensar, idea que tomó del geoquímico ruso Vladimir Vernadsky. A veces alude a Jules le Roi, para aludir a la existencia de un cerebro mundial –o gobierno de campos electromagnéticos que son elementos de la noosfera y del mismo ADN. Cree que hay, manifiestos como cinturones de radiación, pensamiento planetarios, misiones kármicas y globales... Y los molokanos mismos se asustan: «A veces hablas como un ateo». Lo reprochan. Lee a Vernadsky.
En Ensenada, a Fredrika de Bülow la trataba con el cariño que se tiene a una hija. Le confiaba sus penas de viejo, cuando su nuera Claudia no estaba para escucharle. A ella fue quien dijo que, exactamente, no supo quien fue su padre biológico. Al menos, dos de los Stroganoff dijeron: «Creo que soy el padre». Quien fue su madre y el segundo esposo de ella, sí lo supo. Fue más obvio. Aquellos hombres eran gentiles, con él, y con ella... y con todos.
Da su recuerdo de la madre: «Le tenía pánico al desamparo; a la miseria y quería asegurarse que sus posesiones en Holanda no habrían sido reducidas a cenizas, por segunda o tercera vez. Sentía horror al fuego; temía ser quemada en una hoguera y lo soñaba una y otra vez. Temía que no hubiese hombre con suficiente tiempo para ella, divertirla y quererla, con mimos y sexo, como le gustaba. Mi señora madre era ardiente, no absolutamente modosa, como las mujeres en aquellos años, donde no había derechos, sólo clandestinas osadías, y para una mujer ser feliz tendría que ser puta, económicamente poderosa e independiente y culta. Mi adorada madre tenía los atributos para ser feliz».
Su primer marido sí fue valiente. Este fue su modelo espiritual. También lo fue del Abuelo Molokano. De éste si le hablaron orgullosamente sus hermanos. No tenía miedo al poder represor y, por causa de su valor manifiesto, el Barón ruso dio la distinción de Imenitiye lyudi a los Güeldres - Van Vranken. Lo contrató para sus empresas y lo seleccionó como un amigo al que querría cercano a él, en las buena y en las malas. «Se nos dijo Imenitiye lyudi», aseguró el abuelo, sabiendo ya que fue bastardo de algún Stroganoff, y que su padre sería alguno de los que acompañaba a la viuda Van Vranken cuando dba sus viaje cortos a Rotterdam, «para ver si seguía con propiedades, con ahorros en el banco». Ella quiso valer algo para su país. «Rusia es tierra esteparia y fría, Holanda es, para mí, tierra baja y fría; pero con agua caliente y mi lodo nato».
Ella se regresó a Rusia, «de donde no debió haber salido», porque, la prensa identificó a sus acompañantes, anhelantes de escándalo y a la pareja, sus progenitores, la llenaron públicamente de improperios y, en la comidilla social de la aristocracia de Amsterdam y Rotterdam, vaya que fieron la miasma del lodo. Esto hizo que del título de Imenitiye lyudi / gente ilustre / se hiciera jiña. De cierto que la compañía holandesa de las Indias Orientales tuvo que ver en el giro de esta Rueda del Mala Fortuna. Pero el Abuelo Güeldres dijo que «sea lo que sea, Dios, es kairós, arreglo propicio y conveniente a los tiempos y espacios, la edad y geografía». Fue un optimista, no el verdugo de sí mismo, y se sabía amado y él mismo amaría, «predestinado a amar, porque se sabía ilustre, con la señal de un título que no se concedía tan frívolamente».
«¿Qué será lo que Dios anhela de mí?», solía preguntar cuando más solo se sentía entre los misioneros de Guadalupe. ¿Qué querrá de mí la Noosfera?
Todavía a mediados y finales del siglo XIX la Familia Stroganoff / o Stroganov / tenía su influyente presencia en la Corte de los Zares y, desde un siglo antes, realizaban obras de misericordia y filantropía, como fueron la creación de numerosos hospitales, iglesias, monasterios y escuelas. El barón halló que los Güeldres, padre e hijos, fueron organizadores, políglotas y dan positivas razones de sus viajes. Los hizo, por tanto, sus favoritos para cumplir con los auxilios filatrópicos que deseaban. En tiempos tales, faltaron hombres de confianza. El tamaño de la familia Stroganoff se redujo por diversidad de causas. Alejandro Sergeievitch hablaría acerca de gentes y tiempos desilusionadores, siendo que todo el mundo, al parecer, robaba, o querían hacerlo para dar seguridad a sus vidas [«y lo hicieron»] a los Stroganoff.
«Mi familia ya no es la que fue siglos antes». Quería explcar que los Stroganoff, en el Siglo XVII, financiaron las campañas militares que Pedro I (el Grande) libró contra Suecia. «Ya no somos guerreristas». Habían sido, como familia, una máquina de opresión y despojo. Ahora saben que, hasta en las ciudades de Rusia y los suburbios de Moscú, hay hambre, necesidad de escuelas, hospitales y «la necesidad de misericorda, se vuelve inestabilidad social y política».
¿Qué haría la familia Güeldres para que la familia Stroganoff no fuese comparable a la Compañía Holandesa de las Indias Orientales? ¿Cómo lavarles la cara? Y las proposiones fueron muchas… Cosas tan simples que Alejandro Sergeievitch, ni sabía si creerlas o no. De hecho, por no hacer cosas simples como tales, el Barón Alejandro perdió unas minas de sal y otras minas que habían adquirido desde el siglo XVI. Los falsos amigos e inscrupulosos administradores se quedaron con ellas para 1850 y 1870.
El Ingeniero Güeldres fue excepción todo. Fue el rector más honrado de un Institito Privado de Industria y Artes que Alejandro puso a su cargo; el administrador más eficiente, el amigo más leal, el defensor de su casa real ante nacionalistas y extranjeros y, cuando para heredar la fortuna de los Stroganoff, sólo quedaba la Condesa Olga, Alejandro y Olga convinieron para un compromiso de amparo a perpetuidad para estos holandeses, que serían los molokanos.
Y el dilema fue que, a causa de la Revolución de 1917, se estaría a punto de que se les confiscara la riqueza a la familia Shcherbatoff-Stroganov. Se pensaba en las cuatro hijas de Oleg y la princesa Sophia Wassilchikoff; Xenia y Helene de Ludinghausen. Y los Güeldres que entraron en contacto con la realeza rusa en 1825, dijeron que una tragedia tal no sucedería. Aprovecharon sus ciudadnía e influencias en el extranjeros: artes diplomáticas, olfato.
Ya que los deseos de la Viuda Van Vranken se tomaban como mandatos («así de amada fue la familia holandesa entre ellos»), se fue y regresó. Murió cuando su último hijo cumplió diez años y se lo dejó, a uno de los Stroganoff, que fue su padre y terminó reconociéndolo después de diez años de bastardía. «Pero fue un asunto de costumbres. Se le quería; pero, la aristocracia y las apariencias se sostuvieron». Es más, como anotó Güeldres, en la segunda generación, ya en Guadalupe, Baja California, «el dinero de Papá fue el que, en 1915, le heredaron los Stroganoff, y ya estaba, por acá con los molokanos del 1905, cuando se le llamó con urgencia para que recibiera su parte y y relocalizar a Oleg y la princesa Sophia Wassilchikoff; Xenia y Helene de Ludinghausen».
La historia es sencilla, pero data de generaciones. Alejandro Sergeievitxh fundó la primera academia privada de artes en Rusia en 1825 y su famila financiaba el Instituto que, después de la revolución, es todavía llamado la Universidad de Artes Superiores e Industria del Conde S. G. Stroganoff. El rector de la institución no fue otro que un ingeniero y maestro del Sur de Holanda, quien enseñaba la tecnología portuaria de su tiempo, enfatizando la necesidad de innovación.
Fue el Ingeniero en Rotterdam todavía donde conoció a Isaac Titsingh, oficial de la Vereenigde Oostindische Compagnie, [la Compañía Holandesa de las Indias: VOC], y se hicieron amigos e hicieron una buena labor para la Compañía. La muerte del cirijuano, mercader e investigador Titsingh, liberó al tarabuelo de un gran peso y prefirió dedicarse a la enseñanza de tecnología y humanidades porque, con los años y las nuevas coaliciones británicas de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales a la VOC, el Tatarabuelo atestiguó que el comercio asiático-europea se realizaba a expensas de valores en los que él creía. Con la muerte de Titsingh, todo dejó de ser igual.
El Ingeniero Güeldres estuvo a punto de quitarse la vida cuando comenzaron a presionarle intereses de la Compañía Holandesa por una conferencia ofrecida durante la cual criticaba los métodos utilizados por la VOC y gente con la que ya no quiso trabajar más. Dio la casualidad que por la presencia del Barón Alexander Sergeievitch y otros representantes del Gobierno ruso, los funcionarios de la Universidad de Rotterdam y los delegados del VOC a la conferencia, si bien lo dejaron terminar, estuvieron a punto de lincharlo. El «insensato» se despachó con la cuchara grande y su denuncia fue valiente: «Para mantener su monopolio, VOC acude a la supresión violenta de la población nativa, practica la extorsión y el asesinato en masa. Queman árboles de ciertas especies para obligar a las poblaciones indígenas cultivar otro tipo de producto o cosechas» y ésto sería el contexto mínimo de cuanto expuso.
El Barón Alexander Sergeievitch escuchó conferencista con admiración. Fue crítico ante la primera corporación multinacional en el mundo, la VOC y la denunció ferozmente. A nadie hasta entonces había escuchado con tanta valentía y verdad. «La VOC se excede con plenos poderes y son poderes nacidos de secretuvidad. Nadie se los ha dado. Dirige, o destruye gobiernos, no siendo uno en rigor: VOC declara guerra, negocia tratados, acuña monedas, establece colonias y mata poblaciones». Al viajar con el investigador Titsingh, por años, él verificó el trato de los mercaderes holandeses a las poblaciones de Java y otros puntos de Indonesia y las Molucas. «Quise verlo y dar este informe. Esto no puede continuar... Por cosechas de nuez moscada y clavos de olor, nos hemos deshumanizado y, ya no es sólo ir a burlarse de la gente; es el asesinato».
El salón de conferencias se convirtió en un hervidero de chiflidos, aplausos, insultos o diversidad de reacciones. El barón escuchó la respuesta al discurso y salió, a poco de convencerse de la tónica rencorosa con que se respondía al Ingeniero Güeldres, sin argumentos apropiados para desmentirle. Supo que echaron a disertante del VOC y de la Universidad, «no tendrá foro para sus mentiras». Vio que se dio maltrato, no sólo ese día, sino en los días sucesivos, y que ante individuo tan valiente se urdió su escarmiento. Si no se iba de Amsterdam, donde tenía su casa y su familia se le mataría,
El Barón Alexander mandó a que se le localizara y lo visitó en su casa, que ya había sido arrasada por el fuego premeditadamente. Fue la razón por lo que se lo llevó a Moscú.
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