Por CARLOS LOPEZ DZUR
1. Los valores y la poesía
Gracias a la lectura de la poesía de John Milton, aprendí que el cielo y el infierno representan estados de ánimo antes que espacios físicos o utopías del más allá, el Sheol o la Edad de Oro. El planeta Tierra es ya nuestro paraíso perdido. Según sea de intenso el optimismo de cada persona, es que se experimentará que pueda, o no, serlo por siempre. Del mismo modo, el Edén existe como lugar síquico, como alegoría de espacios que todavía no sucumben a las ciudades del todo. Hay bellas geografías no contaminadas por el pecado de la codicia explotadora; la ruralía cautiva ecológicamente, aunque hayan serpientes engañadoras al acecho. Quedan, cada vez más pocos, lugares idílicos en el corazón humano y en el interior de selvas, o en selectos puntos de suburbios; pero, el Jardín de Edén, cuando más duele, es porque una ciudad se lo come, o lo pervierte, en aras de convertirlo en un «sumidero de la raza humana», según la conocida advertencia de J. J. Rousseau.
La felicidad es siempre un puñado de cielo. Un «tercer cielo», veámoslo como una alegría intensa, éxtasis / o rapto de asombro y fe / como el que el apóstol Pablo experimentó a fin de gozar con las revelaciones sobre las ultimidades de este mundo. Me agrada identificar la felicidad con lo ideal de la acción moral. El valor de lo Bello, lo placentero y del Bien, son el regocijo real del habitante del paraíso. El estado de ánimo del hombre bueno, inocente y gozoso, si de algo careció fue de la norma de lo obligatorio. Ni mujer ni varón estuvieron obsesionados por una autoridad que les redujera a súbitos. En cierto modo, tenían ya el libre albedrío. Seguramente, como indican las teorías pluralistas de la moral de hoy, la riqueza de una mente que, si por algo no fue más plena o poderosa, fue por la irracionalidad de su conocimiento, tuvo, en cambio, un contenido de valores que fueron tan valiosos como el conocimiento del Bien y del Mal.
Valores que se explican por la emoción son: el placer, la experiencia estética, el amor, la belleza, la verdad, la armonía, la amistad, la justicia, la libertad y la independencia. ¿Quién culpará a Eva si ella, al cortar del fruto, no se pensó engañada, sino exhortada por el Rey de Todos los Arboles del Paraíso, y escuchaba la voz no de una serpiente, sino del a quien creyó superior a ella misma? Fue inducida por su sentido de felicidad que Eva hizo un acto de elección. Actuó por confiar en su libertad. Sin embargo, su gesto utilitario, en término de que proprocionaría un bienestar al mayor número posible de individuos, no sólo para sí, resultó contraproducente. Esto sustancia el hallazgo de los eudemonistas sociales que alegan que ningún acto es considerado bueno en sí mismo, sino por el bienestar, la felicidad o el placer que produce. El resultado extremo o negativo es que en vez de placer origine el dolor. La acción que Eva creyó que sería beneficiosa para su pareja dificultó, sin desearlo, la consecución de la felicidad. Les complicó la vida y los bajó de la gracia.
Fue más tarde que, en el país sicológico de la «Felicidad», en el jardín de sus delicias, entró la simiente de la sustitución. La felicidad que nos diera lo que nos gusta (porque es bello y bueno) fue sustituída por la tentación del poder y la norma que se admite por lo que es aceptado como nuevo en la sociedad. Lo aceptado por bueno, según lo entienden otros.
En la poesía de Milton, el infierno se describe muy distintamente al paraíso. El estado anímico de Eva al ingerir la fruta del Arbol del Conocimiento es de fruición, todavía por sentirse en el paraíso, en Eva persistía «su halagüeña esperanza» de participar en «una ciencia sublime; su divinidad no se apartaba de su pensamiento». A más comía del «fruto prohibido», con mayor convicción y sinceridad presentía el obsequio de los dones divinos:
¡Oh, rey de todos los árboles del paraíso,
árbol virtuoso, precioso,
cuya bendita operación es la sabiduría!
El potencial infierno en su mente comenzará cuando sepa que, al devorar la fruta, «tragaba la muerte». El arcángel Miguel fue enviado a comunicar a la pareja, Adán y Eva, la noción de su desobediencia y que serían, por tal causa, expulsado del paraíso. Adán ha suplicado que se posponga la muerte de ambos. Al arcángel le correspondió explicar un nuevo mundo que ellos y sus descendientes habitarán. La pérdida del paraíso de la dicha y del espacio, físico y mental que la gravita, implica la adquisición del trabajo con esfuerzo y sufrimiento.
Fuera del Paraíso de la Felicidad, ya hay miedo. El infierno se caracteriza por la permanente insatisfacción y desesperación de sus habitantes. La transgresión, o la Caída, desde el estado de gracia al de coersión, castigo y necesidad, se revela en la misma presencia del Arcángel y los mensajes que deja:
Del costado de Miguel pendía,
como un resplandeciente zodiaco,
la espada, terror de Satanás,
y en su mano llevaba una lanza.
Adán le hizo una profunda reverencia...
De modo que uno puede, en un plano sicológico y no necesariamente alegórico, como el que se describe en El paraíso perdido (Paradise Lost, 16XS), conocer el Bien y el Mal, la dicha y la condena.
1. Los valores y la poesía
Gracias a la lectura de la poesía de John Milton, aprendí que el cielo y el infierno representan estados de ánimo antes que espacios físicos o utopías del más allá, el Sheol o la Edad de Oro. El planeta Tierra es ya nuestro paraíso perdido. Según sea de intenso el optimismo de cada persona, es que se experimentará que pueda, o no, serlo por siempre. Del mismo modo, el Edén existe como lugar síquico, como alegoría de espacios que todavía no sucumben a las ciudades del todo. Hay bellas geografías no contaminadas por el pecado de la codicia explotadora; la ruralía cautiva ecológicamente, aunque hayan serpientes engañadoras al acecho. Quedan, cada vez más pocos, lugares idílicos en el corazón humano y en el interior de selvas, o en selectos puntos de suburbios; pero, el Jardín de Edén, cuando más duele, es porque una ciudad se lo come, o lo pervierte, en aras de convertirlo en un «sumidero de la raza humana», según la conocida advertencia de J. J. Rousseau.
La felicidad es siempre un puñado de cielo. Un «tercer cielo», veámoslo como una alegría intensa, éxtasis / o rapto de asombro y fe / como el que el apóstol Pablo experimentó a fin de gozar con las revelaciones sobre las ultimidades de este mundo. Me agrada identificar la felicidad con lo ideal de la acción moral. El valor de lo Bello, lo placentero y del Bien, son el regocijo real del habitante del paraíso. El estado de ánimo del hombre bueno, inocente y gozoso, si de algo careció fue de la norma de lo obligatorio. Ni mujer ni varón estuvieron obsesionados por una autoridad que les redujera a súbitos. En cierto modo, tenían ya el libre albedrío. Seguramente, como indican las teorías pluralistas de la moral de hoy, la riqueza de una mente que, si por algo no fue más plena o poderosa, fue por la irracionalidad de su conocimiento, tuvo, en cambio, un contenido de valores que fueron tan valiosos como el conocimiento del Bien y del Mal.
Valores que se explican por la emoción son: el placer, la experiencia estética, el amor, la belleza, la verdad, la armonía, la amistad, la justicia, la libertad y la independencia. ¿Quién culpará a Eva si ella, al cortar del fruto, no se pensó engañada, sino exhortada por el Rey de Todos los Arboles del Paraíso, y escuchaba la voz no de una serpiente, sino del a quien creyó superior a ella misma? Fue inducida por su sentido de felicidad que Eva hizo un acto de elección. Actuó por confiar en su libertad. Sin embargo, su gesto utilitario, en término de que proprocionaría un bienestar al mayor número posible de individuos, no sólo para sí, resultó contraproducente. Esto sustancia el hallazgo de los eudemonistas sociales que alegan que ningún acto es considerado bueno en sí mismo, sino por el bienestar, la felicidad o el placer que produce. El resultado extremo o negativo es que en vez de placer origine el dolor. La acción que Eva creyó que sería beneficiosa para su pareja dificultó, sin desearlo, la consecución de la felicidad. Les complicó la vida y los bajó de la gracia.
Fue más tarde que, en el país sicológico de la «Felicidad», en el jardín de sus delicias, entró la simiente de la sustitución. La felicidad que nos diera lo que nos gusta (porque es bello y bueno) fue sustituída por la tentación del poder y la norma que se admite por lo que es aceptado como nuevo en la sociedad. Lo aceptado por bueno, según lo entienden otros.
En la poesía de Milton, el infierno se describe muy distintamente al paraíso. El estado anímico de Eva al ingerir la fruta del Arbol del Conocimiento es de fruición, todavía por sentirse en el paraíso, en Eva persistía «su halagüeña esperanza» de participar en «una ciencia sublime; su divinidad no se apartaba de su pensamiento». A más comía del «fruto prohibido», con mayor convicción y sinceridad presentía el obsequio de los dones divinos:
¡Oh, rey de todos los árboles del paraíso,
árbol virtuoso, precioso,
cuya bendita operación es la sabiduría!
El potencial infierno en su mente comenzará cuando sepa que, al devorar la fruta, «tragaba la muerte». El arcángel Miguel fue enviado a comunicar a la pareja, Adán y Eva, la noción de su desobediencia y que serían, por tal causa, expulsado del paraíso. Adán ha suplicado que se posponga la muerte de ambos. Al arcángel le correspondió explicar un nuevo mundo que ellos y sus descendientes habitarán. La pérdida del paraíso de la dicha y del espacio, físico y mental que la gravita, implica la adquisición del trabajo con esfuerzo y sufrimiento.
Fuera del Paraíso de la Felicidad, ya hay miedo. El infierno se caracteriza por la permanente insatisfacción y desesperación de sus habitantes. La transgresión, o la Caída, desde el estado de gracia al de coersión, castigo y necesidad, se revela en la misma presencia del Arcángel y los mensajes que deja:
Del costado de Miguel pendía,
como un resplandeciente zodiaco,
la espada, terror de Satanás,
y en su mano llevaba una lanza.
Adán le hizo una profunda reverencia...
De modo que uno puede, en un plano sicológico y no necesariamente alegórico, como el que se describe en El paraíso perdido (Paradise Lost, 16XS), conocer el Bien y el Mal, la dicha y la condena.
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