Entró a la iglesia, a la bella y santa catedral.
El vio la puerta ancha. La entrada es gratis.
Y quienes lo observaron, alegan:
ante el altar está y ante la talla magestuosa
de Jesús crucificado, murmura cosas
después que se ha clavado de rodillas.
Entró él, sucio y flaco, el pordiosero.
Entró y ninguno duda, todos ven
lo que es, por maloliente. O adivinan,
o interpretan que el individuo está en la inopia,
que es la miseria viva, quizás el vicio,
una epidemia andante, una piltrafa.
¿Qué podrá decir a Dios un hombre como ése?
Y después, al verlo de salida, un sacristán
o un guardia, alguno que es veedor de las piedades,
le pregunta: ¿Qué le dijíste a Dios?
«Nada. Dios no existe».
3-02-1992 / De El hombre extendido
*
El pordiosero (2)
Este es un gran palacio, Dios mío.
¡Qué Ecclesia Mater, qué templo,
qué altura, qué pasillos, qué grandeza!
Me dijeron que es tu casa, ¡ay!
yo ni una choza tengo. Duermo en la calle
y en la noche como un tiliche al viento
es mi osario, como brevario de angustia
es mi frío; con un rezo de muerte
pido mi mañana.
Nadie me quiere matar y soy tan cobarde
para hacerlo yo mismo; el hambre es mi cotidiana cuota
de castigo. La tristeza es una inventiva permanente
de mi aliento. Yo no tengo otro presente
que arrastrarme; ni más pensamiento que morir
con asco de mí mismo, que sentirme culpable
porque nadie me quiere, o porque no tengo a nadie.
No me tengas en pie ni de rodillas un día más.
Tú eres privilegiado. Mira que casas tienes.
Domus dei, en cada lado, catedrales.
Tú no te mojas. No padeces frío.
Yo sí lo padezco todo, todo hasta decir tu nombre
como último recurso: ¡Asesíname!
yo no soy inocente; todo fracaso es mío.
Que tú me mates no es infame; para mí,
ha de ser un privilegio.
3-12-1992 / De El hombre extendido
*
El pordiosero (3)
¡Por Dios! cero lágrimas por mí,
cero misericordia. No me levanten al día
que yo no quiero verlo, déjenme
en el chiscón, sobre mis cartones
con el abrigo mugriento.
Ustedes no saben la angustia de una mañana
con la polilla interior come que come,
con el sol taladrando mi carne
para que hieda mi estercolero
tan lleno de escorpiones.
¡Por dios! hoy no extenderé mi mano.
Me duelen los cuatro dígitos que tengo.
El pulgar yo lo perdí; me lo mordió
por unas pulgas un perro callejero.
¡Yo sueño mi reposo!
hasta un mendigo sueña con su osario.
Bendigo el día en que mis ojos
no quedarán abiertos; maldigo el día
de lástimas públicas que salen de la boca,
pero que siguen de largo. Bendigo la sombra
que, a pesar de todo, no quiero.
¡Por dios! hoy estiro mis pies.
Lo más que puedo porque mis piernas
duelen, por vagar demasiado, y la artritis
se asoma, sin acabar de matarme.
¡Por dios, cero lástima que atardece
y quiero que antes de la noche,
acabe con mis ojos!
3-14-1992 / El hombre extendido
*
El pordiosero (4)
Ese tiempo que pierdes en lamento
dámelo, pordiosero; ven siempre aquí
donde yo, como un árbol, ofrezco
sombra, atenuaré la brisa para que sea una caricia,
susurro de viento que te dirá
«te quiero, sonríe, tú no estás solo».
El árbol habla. Tú observa: Vibrante
es el misterio, cubierto de corteza.
Dentro del tronco hay un diálogo constante
de sustancia, un llamado a que vengan
y lo huelan, lo oigan, lo abracen
con lo que puedan las manos;
lo bendigan cuando ofrece alimento,
cuando su fruto, que es más que palabra,
place a la boca, al agradecimiento.
Yo soy el Arbol más árbol de los árboles
y conozco cada estación de alma,
aún inhóspitos inviernos;
pero yo, desde antes de la sequía,
o el temblor que desamparo,
a los pájaros aliento, yo hospedo
lo que grazna y lo que pía; yo antes del estío,
alimento la tierra para el mundo,
yo soy un pulmón, oxigeno hasta a los homicidas
que no dialogan conmigo.
¿Cómo no hacerte mi amigo? Tú, pordiosero,
que te duermes al pie de mis raíces y me besas
las uñas y el predio entero de mis hojarascas.
Ven, sueña a mi lado. Te observo y me place
que mi sombra te sea el temporal consuelo.
5-13-2001 / El hombre extendido
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