Monday, May 19, 2008

Riqueza y pobreza


No que haya sufrido al extremo
que sienta que será crucificado.
No que alguno lo persiga por sus deudas.
No que haya faltado su alimento.
No es el caso siquiera su vestido;
pero, yo ví al pordiosero
que entró al templo.


Un templo que pudo ser su alma,
servida en altar como holocausto.
Y lo fue necesariamente.
Algo entregó de sí, algo, algo...

Fue él quien vio el Santo Crucifijo.
Enorme Cristo magullado, sangrante,
marcado con dolor como símbolo
de su ejecución por los impíos.

Es casi indescriptible lo que expresó
su rostro; es inefable el impacto moral
de la imagen que está ante su mirada.
«¡Cómo has sufrido!», gimió.
«No quiero ver así ni mi persona
ni mi prójimo».
Y entendió la promesa
del crucificado: «¡Por tí yo doy mi vida,
mi sangre, todo lo que tengo sacrifico!
Sólo pide. Honra mi acto».

Y, como si escuchara concretas instrucciones,
se fue feliz. Llegó luz a su alma.
«Soy hombre nuevo», me lo dijo.
Y la queja que el pordiosero trajo,
se exhíbe aniquilada; él me conmueve.
Lo he seguido por la calle y va cantando.

«Cuando regrese aquí, Jesús,
no pediré nada. Voy a darte.
Tú verás todo lo que en Tu Nombre
puedo. Voy a valorar lo que sufríste.


Voy a imaginar que soy perfecto.
Ya no tengo penurias ni automenosprecios.
Edificaré una fortuna. Vestiré
como príncipe y me veré transformado.

Hoy me respeto con el respeto tuyo.
Hoy me amo entre los poderosos
que llamaste los justos, emprendedores.
Desde hoy te bajo de la cruz; te bendigo
en prosperidades y en dichas inmediatas».


5-12-2001 / El hombre extendido

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