Thursday, January 20, 2011

El pueblo en sombras / 1-8

Guilimbo no cobrará nada

En los primeros veinte años del siglo XX, se intensificaron los males que en el siglo XIX caracterizaron la explotación del jíbaro. El hambre en las familias, el maltrato del campesino, el ultraje de las niñas del peonaje, la ignorancia, la ignominia y las humillaciones, todos los males sin dejar uno, se asomaron al campo.

Una reunión de sufridos, disgustados, por causa del maltrato recibido, se produjo en Guajataca, un barrio del pueblo llamado Pepino en el centro oeste de Puerto Rico.

¡Ya no aguantaban más lo que sucedía en una finca de Cecilio Echeandía con uno de sus mayordomos! Alejandro Bernal fue su nombre. Uno de esos Bernales, emparentados con quien de su persona hubo quejas y se lo denunció con décimas de muerte, cantadas en 1898: Victorino Bernal Toledo. Muerte y venganza, por razón de la soberbia de unos pocos peninsulares, que se antoproclamaban el Pie de la Espada Blanca y, en política, realistas e isabelinos incondicionales.

Por cuanto los latifundistas, además de enredadores y malapagas, elegían entre sus parentelas gachupinas un verdugo, el capataz incumplido y prepotente, el peonaje del campo recaudó en colecta entre vecinos un dinero para que se le diera la muerte. Duro resultaba hasta creerlo. Para que lo escucharan, hasta para los sordos se dijo: «No hay remedio. ¡Hay matarlo!»

«¿Quién ha de ser el valiente que lo mate?», preguntaban entonces.

Había que matar a Alejandro, el mayordomo. Y, como no había valor para enfrentarlo, acudieron a un brujo con la oferta.

«¿Cuánto cobrará Guilimbo?», fue otra de las preguntas.

Rumoran que él mata sin lesna y origina del más fuerte almendro, un árbol carcomido. Al más joven transforma en persona vetarra. Es un espíritu noctívago, brujo temido. Hombre grande, ojos azules, y vive en La Laguna, cerca del Chorro de Collazo.

El campo, con su gente, sólo sabe ver sus pleitos propios con la mala fortuna, viéndoselas negras, sin que ninguno redima o rompa las falsías de la desesperanza. El jíbaro quiere creer, soñar y es bueno; mas pocos son sus amparos. Mas, mal que bien, alegan por ahí, entre Juncal y Cidral, que Guilimbo compadece y salva. Al fin, que le fueron con la oferta y, tras muy poca conversación, el brujo asintió y se mantuvo en lo dicho.

No se crea que fue simple dar un paso y declarar el imperativo: «Mátalo». Casi temblaban ante Guilimbo Borrero, todo el grupito de campesinos, cuando se le tuvo en frente. Se convencieron de que el brujo atraviesa a todos con sólo su mirada.

«Lo que me dicen de ese mayordomo es cierto. Lo sé. Guarden el dinero. Yo no voy a cobrar nada», escucharon que dijo.

«¿Y si no cumple?», dijo alguno con timidez.

«Es mejor que se pague por la oferta», agregó otro.

«No es necesario. Cumpliré», dijo el brujo.

Se habían reunido en un trecho del camino que va del Juncal a Cidral. «Me voy a encargar de él», advirtió el hombre, de 5 pies, nueve pulgadas de estatura, nariz aguileña tan filosa que parecía un judío. Lo observaron. Es delgado y de pronto parece tan gentil. Vestía muy bien, con sombrero Fedora, de fibra de Panamá. Y, en fin, hasta él filosofó para ellos. «Es que ustedes son el pueblo penitente que en los relapsos perviven, con las manos extendidas, mientras a sus pies les pican las tarántulas, pero no digan nada. Ni digan que compraron o tramitaron un servicio mío, tarantulados por un arrebato pasajero. Ni juren que me hablaron con lenguas de tapujos, yendo y girando por coraje e impotencia como ruleta paliadota y palillo de suplicaciones».

Marchó. El grupo se sintió más tranquilo.

Cuando puso sus manos en la obra, Guilimbo, el brujo, consultó sus baúles. En el interior del que llamó su baúl de haceres, baúl de hacedores, vio sus cebos, huesos de animales, yerbajos, potes de mierda de boa y variedad de ungüentos y él, entre examinativo e invocante, a cada artículo o material que había guardado, lo miró con muchos ojos. A su mente vino una tarántula que le dijo este nombre: Alejandro Bernal y también escuchó el relincho de su caballo.

Durante toda una noche de invocaciones, inventaría unos polvos mortíferos y determinó las horas en que tendrían efecto y el lugar cuando los derramara donde tendría que esparcirlos y sudaba una gota fría en su trabajo esotérico.

Salió, al fin, rumbo a las inmediaciones del barrio Guajataca. Jineteó muy seguro de que hallaría la tarántula, la víctima invocada por él. Después de casi media hora de cabalgar, vio el caballo de Bernal, amarrado a una estaca. Guilimbo bajó del suyo y sacó de las alforjas dos puñados de los polvos y los esparció a los costados del caballo y el terreno que caminaría, al momento de irse de vuelta a su casa. Echó dos puños más de polvo, cerca de la estaca y al pie de los ijares del animalejo.

Después se distanció y un ceferito suave sopló hacia el Oeste. Dijo para sí: «Viene la muerte». Está al llegar la desdicha de la briba, van a llorar los lloraduelos y la Mano de Dios hará justicia a la reala.

A la siete de la noche, el mandamás de la Hacienda de Echeandía se dispuso a subir a su caballo. Y alzó la pierna derecha, con el fin de fijarla al estribo y un dolor estomacal lo sorprendió de improviso. Fueron dolores tan intensos que pensó que no podría subir a su montura.

Pudo, tras varios intentos, sobreponerse. Montó a fin de llegar, ya pasaditas las 7:15 de la noche hasta su casa. Su prisa urgía, como si se cagara y entró a su habitación. Se quitó las botas, la camisa y comenzó a examinarse el ombligo. Todo su estómago estaba afiebrado e hinchado como nunca había visto.

Escuchó los relinchos de su caballo. Lo había dejado atado cerca de un ventanal de la casa y se asomó a verlo brincotear, inquietamente, sobre una monterada de tarántulas. Esto se evidenció la misma noche, porque bajó con gran esfuerzo y con una antorcha encendida lo vio.

Quiso que se calmara su caballo y, al acariciar las patas de la bestia, sentía como polvos o sarnas intensas en sus dedos y, aún sí, volvió a la cama. Sin lavarse las manos, regresó a la tarea de sobarse la panza y examinar los colores del ombligo, su hinchadura exagerada.

A las diez de la noche, había crecido tanto la tripa tan maldita que lo asustaba, crecía sin medida, doliéndole. El médico que él mismo ordenó que se trajese llegó tarde. Se reventó su ombligo y le salieron unas pústulas sanguinolentas, derramándose como plasmas.

A menos de dos noches de la oferta que hicieron a Guilimbo, aquel día del año ’20 se cumplió lo prometido.

Ahora los malvados con los obreros temen a ese nombre. El del brujo. En Guajataca, otros lo bendicen en secreto, sin dejar de aterrorizarse al pensar lo que sus polvos de huesos y su herbolaria venenosa ocasionan en los verdugos.

A más de treinta años de la muerte del brujo, a Guilimbo, el que mata o da buenaventura, aún lo invocan o dan referencias de él para fines políticos. (*)

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( * ) Este es un ejemplo muy posterior a la muerte de Bernal y en el que se invocaba todavía el poder de Guilimbo, ya difunto: A ese candidato de la PAVA, no lo salva ni Guilimbo: decía Piri Márquez, en programa radial del Partido Popular, en 1970, para describir a los malos candidatos sin posibilidades de triunfo en unas elecciones.

( * ) PAVA, símbolo de jíbaro o campesino puertorriqueño, cuyo perfil tiene un sombrero de paja en la cabeza. Emblema utilizado en la bandera rojiblanca del partido (PPD, Popular Democrático).


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La capitaleña

La Capitaleña es una afrodita pandemoníaca, adorada en las villas costeras, deambuladora y querida por los varones de uno que otro pueblo. Cuando se cansa de la costa, invade los poblados y ruralías. No tiene un lugar en la Urania, en los Cielos que Platón divinizara. Viene por campesinos dotados. Le gustan los árboles de granadas y limas, las casas con palomares y golondrinas.

«Es perversa», alegaron los menos.

Se lo dijeron al juez del Pueblo del Pepino quien vive por la Calle Hostos, rumbo a Guajataca, por la salida que va hacia a Lares.

«No es de aquí. Viene de lejos».

La acusaron de robo.

Ella dice que no trae un peso encima. Si algo robara, ella hurtaría más belleza y encanto de los cofres divinos. No el oro, hebras de lana dorada. Eso no le importa. Ella es la curiosidad andante, el anhelo de vivir y conocer. Es como Psique.

Y se ha prestado a que hurguen en lo que trae. Que le pongan las manos bajo sus faldas y examinen su corpiño. Nada esconde. Camina a pie, o se sienta tras un jinete que cabalgue; ella, en las ancas, le clavará unos senos lindos, túrgidos a las espaldas de quien la transporte, no un cuchillo. Mas a todos los hechiza con el aroma de su cuerpo. Y son tan malagradecidos. No la comprenden. Se quejan más que ella.

Como si fuera uno de sus admiradores sin pensarlo, Pedro Echeandía Vélez, a los 50 y pico de años, cuando la tuvo que juzgar a fuerza de formalidades pues había sido acusada de un hurto, dijo, no ya para sí, sino al escribano de la Corte:

«Déjeme este caso para último. Recibí unos informes especiales que competen. Esto es más complicado que lo que ya supone».

Por primera vez, él estaría en presencia de La Capitaleña y los ojitos verduzcos le brillaron porque una mujer, con tal belleza, de seguro habría nacido en la Isla de Citera. Sería una ninfa de las montañas. Le habían dicho que, por días y días, caminaba desde el Oriente hacia las ruralías, donde el ganado se dispersa, se compra, vende y distribuye por todo el noroeste. Y es ganado especial. Con él, estos criaderos, pastan las vaquillas y ovejillas cuya lana es de oro. Unos torillos, intensamente fecundos que, apenas al crecer, enriquecen las haciendas.

¿Será que esta mujer es un numen venéreo? ¿O una afrodisia grata que desafía a los pequeños ganaderos? Echeandía Vélez mintió ante el escribano. No quitó su mirada de ella. Se embelesaba.

Lo que sucede es que la mujer le gustó. Y él está sin cónyuge. Francisca R. Font-Feliú, con quien procreara a Sebastián, Emilia, Julia y Juana, ya ha muerto. Estas niñas, sus hijas, no comprenderían que él se sienta solo en una casa inmensa, a la salida que da a Lares. Al frente, hay solo un cercado de ganado; a la distancia, toronjales y cítricos de la hacienda de Hermida. El no tiene con quién hablar. Apenas sus hijos le visitan. Se divierten con los cuidados que les brindan los tíos, sus mujeres, sus primos...

Tiene la intución del tiempo rescatable. En la casa, queda una botella de un vino que se adquirió de España. Como la visitante, él mismo se considera una figura misteriosa. Un fantasma en el pueblo. Es lector, sabe de todo, ama los clásicos. Tiene en su mano la Balanza de la Justicia. Y acerca de La Capitaleña tendrá la última palabra. Emitirá un buen juicio. Uno como los que solía dar su padre.

Entiéndase: él es de la cepa arcaica de Echeandía-Medina, quien tuvo su mismo nombre (Pedro Antonio, n. circa 1830) y quien fue separatista. En 1898, él renovó su rebeldía, reorganizó su conciencia. «Si no estuve con España que no crean las cañoneras de Brooke, Roosevelt y Miles, que me pasaré a su bando; yo no creo en el bizco sagastino, Zar de Barranquitas». Cuando habla del Bizco, la gente sabe que se refiere a Muñoz Rivera, padre de El Vate.

Hoy el juez Echeandía Vélez será réplica de su padre. Esta mujer no es veneno moral del anexionismo, pandemonia de valores malsanos. Es sólo Psique en aras de amor, seguridad y futuro. No que dijera que la hará su esposa. Es otro cantar. Se siente solo. No es justo.

Dijeron que La Capitaleña es mañosa y que vive lo mismo en una cueva, junto a Eros, culebrón alado, que en la cima de una montaña. Eso tendrá él que verlo y evaluarlo. Hoy la cima de la montaña será su convite. De ésto dependerá la suerte de la hembrita.

A su comparescencia en el juzgado, se personó solita, indefensa y dijo que anhelaba volverse a su ciudad... Tiene prisa, le urge y aquí la sujetan a una dura espera. Su incertidumbre es como bajar al Hades. Es él, Pedro Antonio, quien con ella discutirá la esencia de sus vidas y pondrá solución al hecho de que nadie vaya a verlo. A él, con la lámpara de la justicia cogida del mango, hay que darle un valor. Es el juez.

«Aquí no me comprenden», dijo dulcemente.

Y él, desde sus 5'.7" de estatura, su cuerpo blanco y de rostro colorado, consoló:

«Tranquila, mujer. El día de hoy ha sido muy pesado; pero prometo que yo le haré justicia antes de irme».

... pero, por de pronto, en Pepino, un jinete la acusó de robarle hasta el alma.

«Es una ladrona y una puta», se explicitó por escrito en las actas judiciales.

«Llevo horas aquí. Estoy cansada».

No se ablandará él con esos lloriqueos. Es al Juez Echeandía quien ella tiene enfrente. Punto.

«Este casito déjamelo para después, casi cuando me vaya», instruyó él.

Alegan que la Capitaleña bajó recientemente al Hades, al inframundo, y consultó los secretos que se les dio a Perséfone y Afrodita en una caja negra. Una cosa, en rigor, dijeron por cuanto es curiosa. Es una ladrona. La acusan de que robó un cúmulo abundante de belleza prohibida y confiscada que perteneció a otras deidades de la Urania.

Ella, diosecilla mundana, mortal común y corriente, dice que la belleza allí, en cielos inefables, arquetípicos, no es necesaria; más ha de serlo aquí, en estos pueblos que visita y que son tan penetrados e invadidos por brujas y piratas. Extranjeros.

La capitaleña dijo: «Soy realista, pragmática y, sin mis dones, vulnerable».

La vida no es fácil sin ese don particular que posee, ser buena hembra, valiente, arriesgada, mujer de armas tomadas, aún no domada por extraños. Ha vivido entre monstruos, vaqueros, persiguidores y acaparadores del oro de las ovejas doradas y, en rigor, ha vencido. La belleza manda. Tonta no es ni quiere serlo.

Son casi las 6:00 de la tarde y pregunta por la casa de la viuda de Juan Juliá Vergés, Doña María Castañer. Otra vez preguntó al escribano si todavia se tendrán cuartitos para rentar en lo que fuera el Hotel Juliá. No ha dormido bien en días y, en sus 25 años de edad, es la primera vez que entra a un pueblo sin que le ofrezcan una cama blanda, o una colchoneta con que echarse en un establo y sí, le urge que se pregunte a Antonia Juliá, o su madre, si es que rentan aún unas habitaciones, con agua para darse un baño.

«¿Cuánto más será mi espera? ¿A cuánto ascenderá la multa?», exigió como respuesta la mujer.

A pocos minutos la pasaron a la oficina del juez y se tiró en la silla, mortificada. Se le estaba acabando la paciencia. Fue así que sus pechitos se sacudieron bajo la ceñida blusa. Provocaron un terremoto en los ojos del hombre. ¡Qué manera de sentarse! Fue visualmente excitante. Está acomodándose pausadamente. Distribuye su anatomía hermosa. El escudriña su talle, volviendo después a su dignidad y al disimulo.

«Examiné el expediente del caso. Sé que está desesperada. La multa será grande, pero yo voy a arreglar ésto porque ha sido paciente y no quiero que vaya a la cárcel», dijo Echeandía.

«Se lo agradezco; haré lo que me diga. Estoy tan cansada».

«Voy a llevarle a mi casa hoy, porque el escribano dijo que preguntó por el hotelillo cerrado de Juliá. El cansancio se le quitará con una copita de vino. Mañana, al amanecer, pago la multa, porque esta noche vendrá conmigo. Seré su anfitrión si me admite que lo sea».

«¡Bendito sea un hombre tan bueno!», dijo ella.

«Yo me acuesto antes de las 12:00 de la noche, o aún más temprano. Entonces, pongámonos en camino y a probar ese vinito que he guardado».

Y, entre discretas penumbras del atardecer, Echeandía y La Capitaleña llegaron a la casa. Pernoctaron juntos. En fin que se bebieron el vino y amanecieron sobre la misma cama. El le pagó la multa. Ella no volvió al juzgado. Se aficionaron por días a rutinas de sexo, aunque los años de él y sus potencias de macho se menguaban, porque la mujer fue insaciable y, con el tiempo de las gallinas, se cancelaba su noche. Quería soñarla en el mundo de la Afrodita Urania, la del Cielo.

Ella practicó sus artes prácticas. Le servía su desayuno. Medio limpiaba la casa. Si bien lo surtía de sonrisas, placer, dulzura y mimos, su esencia voluptuosa comenzó a atraer a otros hombres y las palomas mensajeras iban y la comunicaban. Se acercaron los extraños cada vez que se apagaban los bombillos. En una noche, La Capitaleña en la misma casa de su anfitrión turnaba a cuatro hombres. Les entregaba sus placeres y el juecesito, ronca que te ronca.

De modo que a sus hermanos Cecilio y Getulio llegó la noticia. En la casa de Pedro, algo sucede que no funciona bien, como debiera serlo. Es que las luces eléctricas de Echeandía originaron ciertas sospechas entre sus propios hijos. Sebastián, de veintiseis años fue con Emilia, con la edad de 24, y sorprendieron a La Capitaleña.

«Usted es muy joven para andar con él. El puede ser su padre», le dijo Emilia cuando lo vio besándola.

«No es la criada como él dijo».

«Papá, echa a esa mujer de la casa. Ella no tiene vergüenza», insistió ella.

«No, porque yo la quiero y, no sólo éso, que mañana la llevo a la bohemia del Casino».

Y tan enamorado estuvo Pedro Antonio que así lo hizo y ocasionó la molestia de Cecilio y Getulio porque su posición social estaba en entredicho. El no quiere casarse y no dice por qué. El escribano no se atrevió a mentir, cuando le preguntaron, si es ella la ladrona a la que se hizo un juicio. Quieren su nombre, su expediente. Van a investigar todo cuanto se rumora por las costas y en San Juan.

Han visto luces encendidas a deshoras en la casa del juez y jinetes que salen a caballo de las cercanías. Hombres que llegan al jolgorio orgiástico con que ella se divierte cuando el pobre de Pedro Antonio duerme, abatido por un julepe de besos en tempranías de la noche.

«¿Qué dirán los Echeandía-Arteaga si es por tu causa que no van al Casino?»

«Esto no se resuelve rezando», dijo al fin Getulio cuando supo que, efectivamente, la Capitaleña es una prostituta, adorada en las villas costeras, deambuladora y querida por decenas de machos.

Y le dijeron que la van a velar, noche tras noche, y van a mudar unos asesinos a la casa para que también participen en sus inquidades y fornicaciones. Y se levantará del sueño más profundo al juez Pedro Echeandía para que se desengañe y la odie.

La Capitaleña, sólo así, bajo amenzas, huyó del pueblo. Ocho años después, aún la quería, la extrañaba, pero tras el huracán San Felipe su memoria se fue con la brisa del olvido. Y el juez ganó la Alcaldía hasta que un día, a seis meses en el cargo, él se moría y, al querer recordarla, la bendijo y dijo a Getulio, su hermano:

«¡Buscala! ¡Que venga a verme! ¡Es que, para vivir, la necesito!»

El no lo hizo.


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El acto de Cobita

a Cristobal Castro Castellanos, alias Cobita


Unas semanas antes de Navidad, se acudía al Casino del Pepino por la novedad de los juegos de mesa. Don Joaquín Oronoz Perochena, octagenario, ex-Alcalde entre 1893 y 1895, presidía la partida de póker más solicitada. Es un reyezuelo del azar. Mago del Bluff, manipula o convoca el dinero que no es suyo, pero nada parece que hay ilegal en lo que hace. El no se faja por las apuestas menores como los niños que juegan a las canicas. El desafia. Dice que el mundo puede acabarse y hay que sacar del corazón sus emociones antes que ésto suceda. Alude a una guerra permanente contra el caos.

A la escatología católica la toma como ejemplo: La Muerte o la Resurrección, la Gloria o el Infierno. Su vocación de jugador parece muy natural, siendo un hombre como el que ha sido, prestigioso, en sus paraísillos de ingresos y seguridad. El conoce las emociones vulnerables de los otros. Ofrece, en medio del juego, a quien lo pide un alivio temporario. Como El Acto.

Además, compra, vende y presta al jugar. Perdona o aniquila. Es un observador. Listo como un lince.

Cuando un jugador sube la apuesta del contrario, éste debe igualarla, o retirarse del juego, o también reenvidar, subirla aún más. Al igualarse las apuestas, los jugadores muestran sus cartas. Don Joaquín, ¿cómo lo hará que es inderrotable? Gana con una escalera de flor real, o cinco cartas consecutivas de un mismo palo.

El ex-Alcalde Santoni, otro jugador entre los siete, alega que la guerra del 1916, cuyos coletazos finales no acaban, lo tiene aún más sensitivo que a Oronoz Perochena. Mucho más lo está, al parecer, Cristóbal Castro, alias Cobita.

Desde las tardes de los jueves hasta la noche del sábado, los viejos ricos de la ruralía y del Pueblo, se pleitean las suertes ante su mesa de póker y, al menos, unos miles de dólares habría que arriesgarlos para ser menos rico o salir menos pobre. Estar ante Oronoz Perochena siempre sería divertido; una racha de mala suerte suya y cumpliría los sueños de quien lo arrastró a los avernos de las pérdidas.

«Jugar es un vicio divertido y lujurioso!», dijo.

Unos apostaban, no siempre por solvencia. Hicieron cosas por desesperación. Se discutía, en cada mano de juego una reposición de precios / deudas / adquisiciones de inmuebles, o su renegociación, si es que aún examinaban sus bolsillos, atreviéndose a soñar y darse una oportunidad, pese a los riesgos.

En una mesa larga se sentaron, desde muy temprano: Vale Santoni, Manolo Méndez Liciaga, Francisco Gandarillas Figueroa, Francisco García Peruyero, ex Teniente de la Tercera Compania de Milicias, de San Germán, Salvador Gayá Domenech, quien se retiró a tiempo. El español Ramón Urrutia Rodríguez, quien dijo que no juega porque no tiene con qué, «me gusta ver esta locura», agregó y Félix Prat Guzmán, hermano de Juan y José. Estos vinieron por hacer grupo, pues son amigos de Urrutia.

Desde la muerte de Paulino Prat Valentín, los Prat visitan más el Pueblo. Husmean entre ricos, no siéndolos ya. Anhelaban saber qué es éso del Casino que ni a Mislán, el músico, ni a su vieja pariente de Mirabales (Doña Eulalia), la admitieron, siendo hija de españoles. Estuvo entonces rica y sola.

En un día prenavideño del año 1917, ya comprenden a Urrutia: «Somos pobres; gente que no debe echar a la suerte su dinero, duramente escaseado después de muchos huracanes y del canje». A él lo señalan como parte de una gente rebelde, caída en el ostracismo por dar su favor a movimientos pro-sociales, anti-despóticos, que claman por lo dispuesto en la política del «Buen Vecino». Los logieros del Pueblo, siempre adláteres del blanquitaje, no se explica cómo gente tan bien parecida, españoles de clara extracción y ojos azules, son tan pobres.

Mas ahí están mirando como bobos. Oronoz escruta a algunos de ellos sin creerlo. Piensa que Urrutia se lame los calderos; recuerda cuando, entre los Juarbe y los Scharrón, el viejo Prat de Mirabales elegía sus esclavos. «¡Qué pinta la de aquellos robustos catalanes, cachacos y esclavistas!»

Estos son otros tiempos. Urrutia lo sabe «y tú, Cobita Castro».

Hay algo peor. En estos tiempos del Presidente Wilson, pululan las oposiciones a la Guerra y son organizadas por la IWW y en el escenario europeo, las gentes se matan como pajas y el por qué de la hecatombe se explica menos que los 8.5 millones de muertos que han sido calculados, provisionalmente; se han ido a la chatarra unos 15 millones de toneladas de acero, barcos y tanques que hoy sirven menos que 21 millones de heridos, o perdidos. El mundo se está llenando de tullidos, gente traumatizada, ineptos.

«Es como el fin del mundo», dijo Félix Prat. Lo miraron con lástima por hacer el comentario. Don Joaquín Oronoz levantó el entrecejo y pensó para sus adentros: «Mira este llorón. Está perdío en los albores del siglo».

«No. Bebamos, comamos y gocemos», dijo Santoni.

«¡Vaya que dicen algo con sentido! El mundo es una lujuria. Cierto que es más aburrida si no hay dinero, muchacho», corrigió Oronoz.

Manolo Méndez y Gandarillas comentaron en voz baja una noticia. La artillería alemana bombardeó Londres y la primera batalla de tanques tomó lugar en Cambrai. Los EE.UU. declaró la Guerra a Hungría y Austria. Allá en los campos de batalla, hay (¿quién que no lo crea?) hasta pepinianos. Dieron dos o tres nombres: Sinforoso Arocho fue uno. Un Vélez de Mirabales. Un Font del Casco Urbano.

Una vez que se barajaron los naipes, empezaron los lances especiales. Cristóbal tenía los cinco suyos, pero no hizo movimientos, sino que dijo:

«Ya me voy pa’la mierda, sin un peso en el bolsillo».

«No me digas que eres más corto que las mangas de un chaleco. Regálate una última apuesta», le dijo Oronoz Perochena, de 84 años de edad, terrateniente de Perchas y quien ya estaba viudo de una las hijas de Juan Rodón.

«Mírame. Soy valiente, arriesgado».

«No. En verdad mi dinero voló».

«Mira, Cobita. No me trabajes menos que los Reyes Magos. Sube a la tarima y prepárate para el acto».

No quería admitir ante Oronoz que los Castro no tenían una riqueza sólida ni que todo se va, en un santoamén por desazones. El tiene dos o tres mujeres que visitar. Será hoy antes de regresar al campo. No quiere irse con las manos vacías. Quiere llevar a sus mujeres algún detalle. Son las damas que se monta en los güevos. El tiene que dar lo suyo.

«La chocha no es gratis», ya lo han advertido, «aunque la verga sea grande».

«Cobita, tú eres un Castro con vínculos con aquellos poderosos e inagotables Grau, cepa de Juan José y Francisco Castro, varones de Tenerife. Canarios que yo respeto y, mira Cristóbal, que yo a pocos de ellos, los canarios, les pongo cinco naipes en las manos para que jueguen conmigo y me ganen. Soy vasco… Unas veces se pierde y otras se gana ... pero todo vuelve a nuestras manos, si nos damos la oportunidad. La esencia del hombre y su progreso es que no hay derrota final. Lo dice un vasco terco. No hay una verdad objetiva del dolor y las boqueadas, sino que hay que elegir. No hay destino, sino lo que el americano ha llamado el free-choice. Y si hay valores universales y sustentan la moral, por de pronto y para no aburrirnos, vamos a reínos un poco. ¡Házte el acto!», insistió Oronoz.

«No es mala fe. Es que la decisión prudente es que me vaya, no sea que pierda más que las mangas del chaleco».

«¿Le vas a dejar todo a tu prole, sin darte un gusto?»

«Ya se me espera», dijo Cobita, quien vestía con botas vaqueras y sombrero tejano como todo el terrateniente que es. Es cierto que el canje de la moneda española en 1898 (al valor depreciado de la moneda americana) le redujo a mitad su fundo y la plusvalia de sus terrenos; pero, peor lo hicieron sucesivos temporales y él domó con su trabajo ese toro bravo de la lluvia y el viento.

Sin embargo, a Cobita, por bonachón, se le envanece el rostro, colorado. La brillan los ojos verdes cuando Oronoz, partidario de los cañeros, lo asocia todavía a la competitividad agrícola, al status de los progresistas y le admiran la virilidad. En este grupillo con el que comulga, se pelean los egoístas y anti-altruístas del Pueblo con el hombre generoso y saludable del campo.

Siquitrilladamente y no lo sabe Oronoz, él cree en ayudar a otros. No se cinga a las jibaritas por un machismo burdo. Otros no entienden la calidad de su líbido. Cobita dice que es tierno y la mujer de campo lo enciende más, con su humildad, que una riquita perfumada e inútil.

«La de un chaleco sin mangas esa es la vida del pobre; pero usted es trabajador y Dios le dio hasta un cañón grande y suerte tuvo que no lo mandaron a Cambrai», adujo Oronoz. Los jugadores ríen porque ya saben sobre el acto y una verga de 10 pulgadas que tiene el canario y utiliza con esa jibaritas que viven en sus fundos, arrimadas y que estarían hambrientas si no fuera por él. El suple como macho al que les falta en la cama al quedar ellas viudas o, cuando por hermosillas, vale la pena que se encapriche en ayudarlas. Un amo bien dotado puede todo. Se enchufa en la familia. De las vaginas vuelven a nacer los crios.

«Don Félix, usted viene hoy por primera vez al Casino; pero mire este hombre que mucho nos recuerda al fundador de Mirabales, a Josef Vélez y a Nicasia y a don Manuel, amigo protegido por la cepa de los González de Mirabal y los Segarra. ¡Vea al buen Cobita Castro, por quien vamos a juntar una plata para que apueste y cumpla su viaje anual con los camellos! El se cree, por triste, un rey mago que no va a llegar al viaje... ¡Usted presenciará lo mismo que en los tiempos de su parentela, Vélez Prat y Cadafalch! Se va a recordar de todo aquello que admiraron porque España nos dio a todos, por ser buenos cristianos, el don de amar al necesitado, nos dio la libido, no lo olvide...»

«Lo está perdiendo todo, don Joaquín. ¿No vio que se ha quejado?», dijo Prat.

Oronoz es un experto en non sequitur, falsas premisas que se asocian al vacio, a nada procedente.

«Yo no entendí eso. Se va a la mierda porque de pronto no tiene un peso en el bolsillo; pero, si la mierda es pobreza, él no quiere la mierda y él no es pobre; tiene mujercitas por ahí que lo admiran y no solo porque esperan una bolsa de alimentos del colmado. El es uno de esos que llaman altruístas comechochitos; pero, riqueza tiene y, más que una vez, le protegí sus fincas, se las aposté al riesgo de que no me completara el acto, ni me pagara lo que debe».

«Ya, don Joaquín. No me averguence con sus explicaciones… Quiero llevarme cincuenta pesos. Perdí aquí lo que vendí en la Plaza del Mercado y me quiero retirar, con su permiso y sin su enojo».

«Lo que pasa es que no hícíste el acto y no avisaste a tiempo. Abrimos una apuesta y a todos nos retaste, con cinco cartas del valet para arriba. Eso como jugador no se hace», lo corrigió.

«Fue un bluff».

Supo entonces que tendría que complacer al viejo y no enojarlo. De Oronoz, siempre necesitará, si no hoy, mañana. Y se fue a la tarima. Todos se voltearon a observar lo que haría después. Al fin, se decidió por ejecutar el acto más íntimo y admirado del Casino. Cobita se abrió el pantalón. Por de pronto, iba a puñetearse. Santoni se levantó, ya al verlo decidido, y fue a un comedor aledaño, al fondo, cercano de la barrita de los tragos y le trajo dos platos de porcelana. Dos platos soperos, duros, que parecían una bandeja por lo grandes.

«¡Cobita, dedica este acto al viejo de Los Vélez!», le aconsejó Gandarillas.

«¿A Paché, el amo? ¿O al esclavo Pedro el Potro?», inquirió García. Lanzó una puya negrera.

«¡Concéntrate, tú no hagas caso!», quiso atenuar Oronoz lo mortificado que quedaron los Prat con la alusión al esclavo que barrió con la dicha y la integridad de los mirabaleños.

Lo que importa es que ese riejo crezca. Que el canario pague con ese buen espectáculo lo que debe (negarse a envidar sus naipes) y se vaya del Casino, bien inspirado para dar sus consabidas fornicaciones en Pueblo y campo, con el aplauso de sus amigastros.

«¡Ya ni soñamos hacer cosas como ésas!», dijeron los más viejos.

«No soñamos», balbuceó uno de los jugadores.

«Abran bien los ojos. Ahí les va Cobita. El Canario».

«Estoy listo», dijo Castro y se puso, con el pene erecto y pulsátil, a la vista de los jugadores. «Veánlo. Dios me lo ha dado». Lo tomó, fijándolo sobre un plato de porcelana, lo levantó y dio un cantazo con éste que hendió en cuatro o cinco pedazos la dura porcelana. No había perdido esa precisión del golpe ni la dura fortaleza del miembro.

«¡Qué fuetaso, Cobita!»

«¡Hombrazo!», lo felicitó Oronoz.

Le dejó unos 50 dólares en la mesa.

«Me voy a la guerra», dijo. Tomó su sombrero vaquero y los $50 y se fue del Casino porque lo esperaba una mujer y le iba a dar unos fuetasos, piernas adentro.

«¡A gozar, matador!», lo despidieron.


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La casa embrujada

El Imparcial, antiguo y desaparecido periódico de Puerto Rico, dedicó al asunto por semanas muy detallados reportajes. En la Calle del Bacalao, en el Sector Pueblo de Pepino, hay una casa embrujada.

Las cucharas vuelan por el aire. En la cocina las ollas y calderos se destapan solitas. Como petardos, saltan de la cazuela en que hierven las habichuelas negras y las coloradas. Se disparan contra setos y plafones, golpean la frente de quien observa el hecho. Los frijoles parecen moscas que zumban y danzan. Se arreglan sobre las mesas con formas jeroglíficas que dan mensajes, vejámenes verbales: «Todas son putas en esta casa. Cuernú. Vamos a comerte el culo».

La familia, dueña de la casa, a los primeros indicios del fenómeno, está aterrada. Ya han dejado la casa. Sacaron y empaquetaron los cuchillos y los tenedores; todo cuanto pueda ser un arma blanca, proyectil movido por espíritus, se guardó. Nada puede colgar de un clavo. Ni un cacharro ni un cucharón. Hay brisas endemoniadas que arrancan las cortinas. Sartenes que giran desde el eje del mango.

Desde un balcón, vecino de la casa, un viejo sonríe. Se atraca, con sus miradas, el espectáculo en pleno.

«Esto parece ya Las Patronales», dijo.

El pícaro, presumido y bochinchoso, mira a la distancia que la prensa ha llegado. Van a completar unos documentales fotográficos. Anotan todo lo que ven: grupos de noveleros que huyen cuando una ola de habichuelas voladoras les espanta de la cercanía de la cocina y les corrió hasta la calle, pegándole a algunos mirones en las frentes.

Otros hay que se persignan delante de la casa embrujada. La mayoría ni se atreve a recoger del piso un solo grano de habichuelas marca diablo que ya dieron en su blanco y caen al suelo, ya inmóviles. Temen que el fufú se les pase, se les meta en el cuerpo y ocurra un mal de ojo.

«Esto es bilongo con macanda. Si recojo una habichuela del suelo se me sala la suerte», dijo un hombre negro en medio del gentío.

Esperan al hijo mayor de la familia. Vendrá de Chicago, con su esposa y sus críos. Envió el cablegrama: Vendré mañana. Lo alarmaron ese año de 1957. En un círculo de oración que preside el Padre Aponte, la familia Sotomayor se siente protegida. El vecindario de Pueblo Nuevo y Stalingrado, ya compra estampitas, con santos protectores y compadece a la niña más linda de los Sotomayores. Es la adolescente a quien, desde 1956, Augusto Torres Velez no le pierde pie ni pisada. Le hace sombra, mosconeándola.

El es el pirotécnico más exitoso de la región norte de la isla de Puerto Rico. Está en su época de gloria y sus fuegos artificiales lo enriquecen. Es el mejor pagado y crece su clientela en otros pueblos.

En San Sebastián del Pepino, el arte pirotécnico data del siglo XIX. Desde 1860 se practica y surgió entre la negrada de los viejos Alberty. Estos enseñaron a una cepa de Rivera, de la que proviene Alejo, Guillo y Carlos El Soco. Uno, Carlos, perdió un brazo por el lago Guajataca y otro, tiene el brazo tullido, tras un accidente por el mar de Aguadilla al pescar con cohetes de bomba.

Ahora Augusto Torres es el maestro, aunque dijeron que el trigueño Ché Pelao realmente lo fue. Aprendió el arte. Los hijos de Augusto aprenden el oficio y, con su voz ladina y sus viciosos gestos, Carlos El Soco, el beduíno ya dijo a quien conoce: «Mire, señor, yo no sé cómo se embrujó la casa. No me metan en ésto. Nada tengo que ver».

Y puede que tenga razón. «Eso es cosa de Augusto».

Esa niña linda que él ha visto crecer ya se le hizo obsesión. La quiere y la piropea cada vez que puede. Mucha saliva ha gastado y la muchacha se ha atrevido mandarlo pa'l carajo, vistiendo de groserías su boca apetecida. Torres entendió una tarde la centella de odio que había en su mirada; el culebreo de escapada de su paso. No han valido esos bolerasos abre-venas que él pone en su toscadisco para que ella los escuche; temas como La Copa Rota, Perfidia, Insaciable, los que cantara Felipe Rodríguez, inspirado por desdenes de Marta Romero.

El se cree sensitivo. Oye al trío Los Panchos.

Su musiquería no sirve de nada. Mildred Sotomayor lo deja con la baba en las quijadas. «Y eso no se vale con Augusto», se autoconduele. Por eso le ha mandado esa presencia del coraje, la proyección astral de su alma adolorida. Si ella le quita el sueño, que tampoco duerma su familia; mientras le quede este despecho por el escarnio que le hizo. Atará la casa al Demonio pelú, al que llama Azazel, el Cabro, y de la única manera que les desembrujara la casa es que ella venga, con su padre, y éste se la ofrezca como sacrificio.

Cada vez que él se topa con el padre, quisiera hablarle como un amigo y soltar el trapo, francamente. Debido a que Canda, su mujer, lo tiene cansado, malatendido y frustrado, él reconstruiría su vida: «A veces pienso quie me conformaría con que su nena Mildred se sentara mal y me enseñara unos masitos de la panty, un pedacito de verijas, ay que se le salieran unos pelitos entre el borde; ay, si yo pudiera tocarla y echarle un palo… Con eso me conformaría, si es que piensa que soy viejo y que no me pueda querer según pasara el tiempo y, fíjese que, si se tratara de Canda, o de que todavía estoy casado, a Mildred yo le compraré otra casa donde me diga. La vestiré; la haré mi querida, cubierta de lujos. ¡Más que una querida será una reina! Es que estoy solo y Mildred me gustó… A Canda la dejé, pues no es justo que esté gastando y gastando y uno al verla se espante, porque no se maquilla. Esa chancletuda no limpia la casa, no cocina, no atiende a 3 nenes que me parió. Si algo me cocina, no tiene sabor. Tampoco me lava ni plancha, pero siempre gastando, gastando, ¿en qué? … y tiene el banco vira’o para su beneficio, no para la casa ni para mi alegría. Soy un infeliz».

Cuando echó este cuento al Viejo Sotomayor, el padre, lo odió más y la pretendida (Mildred, como se llama) lo buscó para insultarlo.

«¡Qué barullo se formó por la nena y yo la apoyo si lo que dijo a usted fue 'viejo cagao, váyase pa' carajo'. Así que no me la moleste, bochinchoso».

«Pues al carajo viejo se me van to’s juntos porque no los voy a dejar que duerman en paz ni un momento. Las Fiestas Patronales y mis cohetes bochinchosos las van a tener dentro de su casa».

¿Cómo es que estos cohetes son distintos? Dicen que Augusto, ya no trabaja sus artificios pirotécnicos con santos, sí con diablos. En seis o siete ocasiones, se personó a la casa el confirmador del embrujo, quien llamó a quien lo hizo, si es cierto que fue el cohetero, un «genio de habichuelas marca diablo»; pero aseguró que él limpiará el sitio. «Acabaré con ésto como que mi nombre es Victor 'Paco' Domenech», oyente del quid divinum gracias a Tres Guardianes o Guías del Astral que lo orientan.

Cuando Domenech llegaba desde Moca, con aquella voz grave de ultratumba, con su sombrero de ala ancha, su guayabera blanca, y un cuadro de respaldo de otras ocho o diez mediumnidades, vestidas con sus túnicas de nívea pureza, Augusto Torres se asomaba al balcón, como quien irá a un gran teatro y observaría el escenario desde la mejor luneta.

Hoy, ya que es el día en que se comunicarán dos Guías, uno El Británico y, otro catalán, Alejandro Cantero, puede que se haga necesaria la traducción al español por los quienes saben el inglés, o de quienes aprendieron o recuerdan el habla de Cantalunya Nova. Están pensado en Elba Castro de Montes, quien estudió inglés en Boston, o en Ana Rosa González, la esposa de don Tista Tirado. O de rescatar de su escondrijo, por un favor al Pueblo, a Doña Dolores, última de los Prat de Mirabales, que hablaba el catalán.

Los Sotomayor no se han quejado de que no se vea adelanto o que el hechizo prosigue; pero, la gente quiere acción. Que se vean diablos azules y cómo se restallan en los aires como los fuegos artificiales que elabora don Augusto con sus hijos. Un imprudente ha dicho que «ahí lo que hay es un gato encerrado; tal vez con una hilera de siquitraquis amarrados a su rabo» para generar el caos.

«Esta cosa de los frijoles que dan saltos y estallidos no es satánica ná», fue lo que dijo.

«¡Mira, cállate, majadero, y pónte un frijol en las nalgas, pa' que veas de qué estamos hablando», dijo Domenech. Por fin salió huyendo y, el gentío creciendo a montones, avanzando por las callecitas y cubujones, en aras de hallar la casa en El Rebalón.

Otra intrusa que enciende los recelos en la escena es la Negra Evarista quien juzgó culpable a Augusto Torres y quiere verlo quemado en los infiernos. Recordó que hace unos años, por estarse él de mirón con la muchachita, uno de sus empleados casi vuela el vecindario en pedazos. Cuatro cohetes, encendidos por el cigarrillo del empleado que anduvo bebiendo, habrían ocasionado una emergencia en el área. Hasta quemar el Pepino entero.

«Y, ¿por qué?… Por estar velando a quien no lo quiere, viéndole los culeritos a las nenas… El se jacta de que a Canda la botó, ¡mentira! Es lo que él dice. Si yo contara, lo que me contataba Canda, que ese irresponsable no sirve pa’ná, ni en el catre».

Al fin se sabrá todo. Se está comunicando, a través de Domenech, el facultado, uno de sus Guardianes, Alejandro Cantero, el catalán y ha comenzado diciendo, según se le tradujo libremente: «Voy a quitarle el circo y el teatrito al alma de la fiesta. Lo voy a dejar solo con su pena y su olvido», no se sabía todavía que hablaba del mismo Augusto Torres.

Más bien, se daba un retrato de una persona muy ansiosa, cargadora de una tortura mental muy intensa bajo el disfraz de su semblante despreocupado y sentido del humor, que pretendía ser bueno, pero que evadía la admisión de conflictos. El sujeto movía subconscientemente, al decir del médium, una energía desmensurada. Estaría al resguardo de un odio venenoso.

Don Augusto mismo engordó las sospechas de que él fue el causante del fenómeno. Dijeron que Cantera hablaba en chino y no dijo gran cosa, excepto que circo, teatrito, alma de la fiesta y odio, eran cuatro palabras claves en su mensaje. En el vecindario, todo era muy simple. «Ese embrujo es cosa de Augusto, el pirotécnico». También se dijo que Don Lion el Levitante no admite casos como ésos.

«¿Pero quién, sino yo, soy el alma de la fiesta? ¿Quién, sino yo, alegro el circo y fabrico petardos para que, año tras año, el pueblo se divierta? ¿Qué culpa tengo yo de que salten las habichuelas en la casa de ese hombre? Yo no muelo gofio ni tuesto maíz para sartenes? Yo trabajo con pólvora y fuego. Si algo salta por mi causa, son los ojos con gozo, no con miedo, cuando en el cielo se observan mis cohetes… Yo soy la dicha patronal de las Fiestas Santas… No me digan que torturo a nadie ni a los Sotomayores; yo soy la alegría de Pepino y no me lo agradecen».

Como escuadrón de batalla que se decide al asalto, seis se dividieron para entrar a la casa embrujada y otras seis se dirigieron a la Casa de Augusto para exorcisar a ambas casas al unísono, con una serie de palabras que dictó Cantero, el catalán.

«Sepan que el miedo es lo que mata. Bloquea el flujo natural de la energía. Vamos a espantar al miedo para que vuelva la dicha y la bienventuranza», incitó Domenech.

Y recitaron unas fórmulas, por ahora irrecordables, porque estaban en latín. Y la Casa Embrujada dio su última granizada de frijoles, calmándose progresivamente, al mando de la voz de Domenech: «¡Nadie te tendrá miedo, espíritu aberrado, infeliz, deja en paz al vecindario! ¡Véte en paz, hijo torturado por la vida! ¡Véte con tu mujer y que Dios te perdone!»

4-12-2005

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Los delirios de Belén

Al final de una danza entre el depredador y su presa, Andrés Belén se creyó el beneficiado. Lo divertían sus baladas moralísticas. Se ajustaría el cinturón y la baqueta, desafiando la incómoda cintura que le lleva la macana y el revólver casi a la altura de sus propias verijas. A un perseguidor como él, no le gusta el lenguaje de protesta. Lo incomoda todo resentimiento porque ignora que él mismo vive en negación. Lo asaltan malas memorias, quizás de una niñez de miseria. Odia a los provocadores, sean reales o imaginarios. Tampoco lo complace el ruido innecesario; mucho menos que se lo cacheén con mofas.

Cuando él llegó a Pepino a dar servicio, a mediados de los ’40, se creyó un león solar, muy autodefinido y disciplinador. Un creyente en la correlación racional y causal de la realidad. Dijo que a los ojos, en cuanto mecanismos perceptivos, lo separa un eje: lo que se ve realmente, lo objetivo, y lo que otros dicen que se ve, aún mirando hacia lo mismo. «El paisaje que yo veo, el asunto, es éste». Apostó por la objetividad sin sentimientos. Y, entonces, se dio cuenta donde estaba. «En un pueblito de sinvergüencitas y bribones».

Al parecer muy adscrito a una moral piadosa, victoriana y ortodoxa, tranquilo en apariencia, pero, de algún modo, la gente que él juzgara está buscando los resquicios, malos agujeros y silencios amargos. En el Pueblo, lo sabe, la Iglesia está encarnada por un hombre que ha dicho: «En la iglesia usaré una sotana; en la calle soy tan hombre como cualquiera que se meta conmigo». Mas la gente defiende esa piedad del Padre Aponte, sólo porque trata a palos al pecador y él no se siente uno. «Esto es maldad del Pueblo».

Del ex-Alcalde Oronoz alega que hace lo que le da la gana y neutraliza a los mismos populares.

En la periferia de estos existenciarios, a los que juzga objetivamente con el ojo derecho, a ojo pelado, no con ojos metafóricos, están los inconformes, junto a los hijos del Joy’s de Millán Matos, el Amusement Center, de Forito y Santos Méndez, las Camaronas de Cubero, los escapistas, hijos de la Guerra Fría, Corea y el choque ideológico. Está Toño Palomo, chilla-gomas y burlón como él sólo.

En su apasionada trayectoria policíaca, se había ido hasta La Chula por los rumbos de Hoyamala por la pista de Genjibre el Mentao, quien mató a un delator que lo arrojó al presidio. De ese nacionalista ya no se preocupó más como antes. Está en la cárcel, donde no se daría ya sus traguitos de ron pitorro. Un asunto pendiente que tenía con los choferes de carros públicos lo resolvió con un tiro en el ojo de Justino Ortiz en 1954.

La clase con la que él se identifica y da por la única decencia en el Pueblo puede que sea elitista, pero, ha sido honrada. Doña Bisa Rodríguez Rabell y el Juez Negrón Benítez son dos almas de Dios; Helga Franco Cabrero, ex-Secretaria de Actas de la Constituyente y Puyi Méndez, ex-Senador de La Pava, han creado cierto orden en el Pueblo. «El orden en que yo creo: Muñoz en la tierra; Dios en el cielo».

A excepción de esas cuatro personas, en el pensamiento de Belén, no hay ninguna otra buena. «Son la mierda, con diferente peste». Cayo Estrada, primer Alcalde del Partido Popular al que echara loas, fue un ladrón; Fey, un pelele; el Cura Aponte, un santón de retablo y Cucán Oronoz, símbolo de la dinastía de los viejos caciques.

Pero, hay días de eventos extraños, pájaros de mal agüero, encantamientos. Lo supo por una ráfaga que echó el miedo a correr por todo el noroeste en Puerto Rico. Y, desafiando el traslado que le dieron en castigo por haber matado a Nano, el chofer de carro público, se asomó a la Calle El Bacalao, donde algún bochinchoso de los grandes (tendría que ser, a su juicio, Ché Pelao y Guillo El Soco) convocaron el Diablo, o brujos enjundiosos. Todo el andurrial de aquella calle se detuvo en el tiempo. Un alma colectiva fantasmal y numinosa les congeló y... aún a él (Belén que no es creyente y sólo cree, como dice, en el Orden de Dios en los cielos, y en «el orden de Muñoz, aquí abajo»), por lo que imaginó el regreso de una Bruja vencedora que a todos los varones les mata las pasiones. Los enreda a los males. Como demonia de la autosuficiencia femenina y Fiera Corruptia, suelta las lechuzas y los malos augurios.

Aquella escena por la que vino al Pepino una noche, en ropa de civil para no ser notado, se ha grabado en su memoria. Y la ha soñado, repetidamente, no porque tenga remordimientos de ningún tipo. Es cierto que él ha matado, en virtud y cumplimiento de su oficio; «pero yo saco del medio a lo más malo de la gente. La legalidad de mis actos va primero». La pesadilla, si hay que llamarla así, tiene un elemento que concierne a una hija suya. Así entra al sueño. Como algo personal, que es sangre suya. Y el sueño malo se sucede desde que entró a Pepino, tan furtivamente, y vio la Calle El Bacalao y la casa de Belmontí, tomada por el caos de habichuelas marca-diablos y sartenes que brincan por los aires sin que nadie los tenga por el mango.

«¿Qué es ésto?», pregunta y se levanta de la cama bañado en sus sudores.

Andrés Belén es alto de estatura. Delgado, escuálido, arrugado. No necesariamente corpulento. De su rostro destaca la boca que se recarga con la caja de dientes postizos de los que ya hicieron burlas algunos que han visto que, en medio de sus histéricos gritos, se le zafa y apura fuera de la boca. La dentadura ha caído como un gargajo al suelo y él, sin pena ni gloria, la levanta, o la devuelva a la boca o la echa al bolsillo. Dos o tres de aquellos dientecillos de ratón de la prótesis, brillaban como el oro.

El ideal más grande que acarició, antes y después de la muerte de Nano Ortiz y su traslado, lo confesó al guardia Rojas, el negro. Con él fue a la fiscalía de Angel Viera Martínez, se entrevistó con una señorita que noviaba con un gendarme de los círculos cercanos al Gobernador. El detective, guardaespaldas de Muñoz, decidirá quiénes o quién custodiaría al Dr. Pedro Albizu, preso en La Princesa de Río Piedras. Para que lo recomendaran al cargo, se personaría y diría, con lujo de detalles, cómo Andrés Belén siente la responsabilidad de cuidar del orden. «¡Búscame una fusta y yo lo hago!» Allí, ante él, estaba un campeón confeso del odio contra los nacionalistas y las camisas negras de su ejército.

«¡Cadetes de la República, es la misma mierda y diferente peste!»

Ahora compara a los activistas de la Huelga Cañera de 1934 y su roña la dirige a los socialistas del Jacho. Había 8,000 obreros en huelga en el litoral de Moca, Aguadilla, Aguada y Pepino, según dice. Va echándose un viaje retroctivo de memoria y recuerda que Albizu Campos trajo al movimiento el espíritu huelgario, en tiempos en que Muñoz, su Vate idolatrado, prometía más que el Comisionado Residente Santiago Iglesias, «ese politiquero, vendido al comunismo americano».

Belén es muñocista desde que oyó a Francisco Colón Gordiani rebatir el programa de Justicia Social, tan diferente al de los 40 sindicatos de la Confederación General de Trabajadores. «Los comunistas están con la CGT si no ya estuvieran con La Pava». Contra Santiago Iglesias, siendo tan pro-yankee, Belén discursa otras lindezas, pero más ciertas que un templo. «¡Es un oportunista! ¡Es peor que el más hambreador de los ricos en el pueblo!»

Para Belén, sin que ésto representara simpatía ninguna por los nacionalistas de Albizu, Santiago Iglesias merecía el balazo que le dieron y el que no alcanzó a matarlo.

Ha vuelto a recordar a tres o cuatro ídolos, el que bien se jacta de antipático, y que son los pepinianos de su ojo derecho. Quiere pensarlas, detenidamente. Gente son, no como otras de la nuevas liderazgos, que entregarían al país a la corrupción y al extranjero. Helga Franco es una. Estudió Pedagogía.

A veces, cuando paseaba en ronda por la Calle Esperanza, se la hallaba en el balcón. Es una mujer grande, corpulenta, puritana y «hasta me ha dado consejos». El mensaje de Muñoz la fascina, siendo una mujer rica y de abolengo. No porque esté jamona, él se le acerca y saluda. «Nos une un ideal: educar en buenos principios a este pueblo con tantos bujarrones e importadas puterías. Salen del campo y van a la loza de Perth Amboy o New York y se traen malas costumbres».

Así le dijo Helga, «educar para el progreso; no para la ineptitud, la inmoralidad y el pancismo» y Doña Bisa se lo había repetido en otro par de ocasiones. En la sociedad pepiniana ocasionó mucho escándalo cómo se paseó, por pueblo y campo en un jeep, tras su captura, a Luis Ríos Flores, atado como un reo. Fue en 1949. Cometió sodomía en un niñito de Pozas y lo estigmatizaron. Era dura, como vendetta, la ortodoxia de Don Cayo Estrada, pero, si supieran que Andrés Belén tiene un mejor olfato para rastrear cuán cochinamente se ha degenerado el pueblo. Quizás que se expusiera a Luis Ríos a la burla y el público desprecio fue el escarmiento ejemplar para quienes practican en privado tales actos: de Maquín a Venero, de Johnny Cortés a los Cabrito y Bijo Maricao.

Andrés Belén, el policía, antes de la muerte del ex-juez Negrón Benítez, no guardó odio por él. Si hubiera estado en la judicatura, lo hubiese defendido. El pueblo le pagó con odio sus desvelos por acrecentar la decencia del Pepino y combatir el engaño. Sí. Tuvo que matar a Nano e igualmente mataría a cualquier nacionalista que quiera separar a su país de los Estados Unidos o asesinar a un líder bueno. «Yo no soy un matón, don Eduardo. Es que un orden de lealtad y un oficio como el mío me exigen las duras decisiones de quien tiene vergüenza y responsabilidad. El que se burle de la autoridad constituída que se atenga y aguante».

Una vez se le vio llorar. Belén vino al entierro del Juez Negrón un día de septiembre de 1960, un año después de ver la Fiera de los Poderes Enemigos, los nuevos rumbos del porvenir violento y la inmoralidad triunfante.

Sin embargo, el traslado se hizo. Y, al pueblo al que sirvió por tantos años, después de las muertes de Eduardo Negrón, Helga y Alicia Franco, lo vio como no quiso. Sin la influencia de su ley organizadora y su amarga medicina. Sin las gentes que sostuvieron alguna luz de decencia y buenas costumbres. Sujetos al afán de lujuria, usurpación, riñas e hipocresía. «¡Pepinianos que olvidaron a Dios!», decía al recordar a Helga y Doña Bisa, sólo que él habría enseñado una receta que no falla: Que admitan sin chistar la jerarquía, la autoridad, porque hay certidumbres y valores, creálo el sinvergüenza o no lo crea. Y Belén sabe mantener la gente derechita y tiene sus guardias que lo obedecen, más influyentes y simpáticos que Jimmy Meneíto. Este no es el tiempo de las gangas violentas de Cubero, Acevedo y Urrutia.

Casi a finales del ’80, siendo el alcalde de Maricao Vicente Bayrón Vélez, el dolor moral lo visitó en su propia casa. Volvió a soñar con la Casa Embrujada de la Calle El Bacalao y lo asaltaron las voces de ultratumba, los posesos de Paco Domenech, brujo de Moca. Belén se levantó suda que suda. Y dijo para así.

«¡Me estoy poniendo viejo y sueño pendejadas!»

Mas no. No es éso. Lo que rezonga y lo estresa en este sueño es alguna cosa del poder. Ha visto a Helga y Doña Bisa, a las beatas Malavé, a Puyi Méndez echando pestes de la superstición, la lujuria, la ambición desmedida y el nepotismo. Se imaginó, junto a Puyi, en la Legislatura. Oníricamente, también se halló a un excompañero del servicio policíaco. Uno que fue expulsado del Departamento por bígamo y hostil con los nacionalistas de Albizu.

«¿A qué llegaste? ¿Cuál es la emergencia, oficial Quiñones?»

«Un bochinchoso que está haciendo bromitas en el pueblo».

«¿Qué?»

«¡Mira la casa! ¡No puede ni el más valiente detener la lluvia de frijoles y dentro están, imagino yo, dizque unos demonios, vestidos con camisas negras como los Cadetes de la República!»

«No puede ser. Muñoz se encargó de Albizu y ese muerto se pudrió en la cárcel en 1965! Está enterrado».

«¡Seguimos en la misma mierda, Belén!»

«¿Quién es el reo?»

Sintió, angustiosamente, cuando Quiñones desapareció de su vista después de haberle dicho: «Tu hija».

Se despertó otra vez. Entendió que regresaba a su pueblo. Se despidió de Helga, la Jamona, de María Luisa, la victoriana de la inmensa casona, las viejitas Malavé, todas beatas y vio a don Eduardo. «Vine de incógnito a ver ésto que llaman el embrujo de una casa; pero usted sabe que, desde el casito que tuve por la muerte de Nano, se me tiene prohibido que venga hasta Pepino. ¡Cómo les extraño! Usted que es juez me vio servir a Muñoz y a San Sebastián con mucho celo. ¡Yo soy un hombre bueno; lo que me falta de dientes, lo tengo de hombría y decencia, don Eduardo!»

A pesar de justificarse, el juez guardó silencio y se deshizo como un fantasma de humo.

«¡Tu hija, tu hija!» fue lo único que oyó. Sudaba frío y se fue a la casa de la más pequeña de sus hijas, aún soltera. Les cayó por sorpresa y la mayor dijo que su pequeña, su tesoro, estaba indispuesta.

«No sé qué tiene, papá. No ha querido decirlo y evade que hablemos. Llora y llora noche y día. Se encierra. Lo más probable es que la haya embarazado la persona con quien anda».

«A mí no dijo nada, siquiera que tiene novio. Permiso no pidió para tenerlo y menos embarazarse».

«¡Te tiene miedo, papá!»

«Vamos a dar con la verdad. Ojo derecho».

2.

Y fue el padre, triste y más amargo que de costumbre, a la oficina del Alcalde, hombre casado y con hijos. Le negaron su presencia; pero, Belén se limpia el trasero con las ineptas excusas y viles burocracias. Bernardo Méndez Jiménez, ex-senador del Distrito de Aguadilla, gestor constituyente del Estado Libre Asociado, le dio lecciones de cómo realizarlo.

Pasó al despacho y el hombre se puso tenso. Le hablaron sobre Andrés el Cascarrabias como un guardia temible y temerario. De antemano supo por qué vino.

«¿Cómo se sentiría usted, Alcalde, si alguien le dijera que otra persona ultrajó a su madre? ¿O a una hija suya?»

«Una relación sentimental no es ultraje. El problema es que soy casado y su hija quedó embarazada».

«Ese es su problema. Usted tiene el día de hoy para que inicie el divorcio y dos días más para que se case con mi hija».

«En ese plazo no es posible».

«Debió pensarlo antes; pero, mire…», desenvainó su revólver de reglamento y lo puso sobre el escritorio del alcalde. «Usted se casa con ella, hoy o mañana, porque si no lo hace, voy a buscarlo dondequiera que se meta y le voy a vaciar esta pistola encima».

Salió de la oficina y dejó al hombre cagado de miedo, sin acertar a decir otras palabras o negociar con ese tipo de justicia. No tenía otro recurso político que lo que hizo apenas se cumplió el emplazamiento. El Alcalde se suicidó. Lo hallaron en el mismo lugar que Andrés Belén lo dejara, en crítica desesperación y zurrado en los calzones.

Retirado de la policía, dedicado a faenas en el campo, se entretiene con pensamientos del Vate: «El campo es la patria. Sin la tierra que el jíbaro labre con sus manos no hay identidad ni destino». En ocasiones, el sueño del embrujamiento en la calle El Bacalao sí lo obsede, pero más tranquilamente. Cree que ha rescatado un reo, que ha exorcisado una tormenta y puesto la paz en Pepino.

12-10-2006

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Luisa y Chilín

a Luisa Bottari Rico
Decía Paula Rico Cardona, esposa de Don Eleuterio, que su hija le salió vaga y cachorra. Se refería a Luisa Bottari Rico. Muchas quejas se dieron por causa de rumores. Las verbalizaron las familias García, Oronoz, Rivera Alers, Yparraguire, Echeandía, Rodríguez Rabell y otras, en fin, gente que siendo de la clase propietaria, católica y conservadora, vio que la muchacha crecía con abundancia, pero como liebre salvaje en Piedras Blancas.

Nacida entre los fundos agrícolas de Eleuterio Bottari Brigalio, Luisa parecía la plenitud del espíritu mundano y auto-estima ensanchada con libertad a su paso.

Supieron muy poco y casi ninguno sobre el por qué, en 1899, don Eleuterio emigró a Puerto Rico. Un hermano suyo y él, nativos del Sur de Italia, pisaron la aduana de Ellis Island; pero el más joven, Eleuterio (nacido circa del 1865), cambió de rumbos. Llegó a Pepino. Se enamoró de esta tierra. Supo que habría un edén en los campos. Se obsesionó con la isla borincana que invadieron los americanos. Quiso trabajar con la tierra, criar caballos, oler a frutas, a cascajo, a montes. Y, para alegria de los Rico-Bottari, lo hizo.

El tenía poco menos que 35 años cuando vio a Paula Rico, bella muchacha, flor de linda cepa y de 18 años. Es hija de Braulio Rico Martín y Moreno, español.

Y siendo la edad suya el doble que la de Paula, se enamoró y se casó con ella a pocos meses. Como un niñajo caprichudo, dijo a don Braulio: Io sono completamente nell'amore con quella ragazza, se non posso ottenere sposato con Paula, appena possibile, io morirò.

No tardó en preñarla. Se la comió con gusto en los montes de la cama. Fue una concha de rica sensualidad para sus huesos. Fue un premio de alegría para su alma. No obstante, nació así el dolor de cabeza de su casa, Luisa, linda como la madre. «No, aún más linda», dijo Eleuterio.

Y el italiano la consentiría en todo. Un dia, al rico terrateniente, por soñar qué nuevas alegrías daría a doña Paula y su hija, se le ocurrió traerse un Ford, el primer carrazo que pisaría las tierras pepinianas. Haría, como familia, historia, por aquellas calles apestosas a mierda de caballo, repletas de baches y agujeros, carentes de aceras y acueductos.

Como ya el Viejo Eleuterio tenía su auto, la muchachita le solicitó:

«Papá, quiero mejor tu caballo negro y tu caballo blanco. Quiero aprender a montarlos».

«Son briosos, muy grandes, para una piccola ragazza», le dijo, besándola.

Tarde o temprano, lo que anhelara, Luisa Bottari lo obtendría. Es que se transformó en una mujer adorable, espléndida por su silueta, su busto, sus nalgas. Derrite a quien se asoma a su mirada. Tiene carácter y, en ese cuerpecito esbelto, su portento de energías.

Por demandas de costumbres en la época, muy jovencita, le dijeron: Cásate. Le asignaron hasta el varón, según su clase. Y ella dejó la hacienda de Piedras Blancas de Bottari, su padre, y terminó en Juncal, barrio hacia el sur, más profundo que Eneas y Cidral, colindante con las fincas de Echeandía en Magos, donde pronto el plan matrimonial dejó de perfilarse a su gusto. La mujer debe cuidarse. No vestir en pantalones. La mujer fina que no alimente cerdos. Que no tome la cabeza de un gallo ni les bese la cresta ni el plumaje.

«Pórtate bien. Has llegado a la casa de García. Debes visitar con nosotros el Casino e ir a la misa, aunque sea los domingos».

Habría querido verse mucho más libre, como antes, soltera, redescubriendo los huevos de las gallinas ponedoras, vaciando latones de alimentos para un corral de puercos. Le gustaban las flores, el viento aromado que penetraba el campo, tirar peñones, o pedruzcos con atinado pulso al río, dibujar los movimientos de ondinas en las aguas fluyentes de las quebradas y charcos.

Por eso, sólo por eso, rememoró la viuda de Eleuterio que Luisita es vaga, cachorra, una liebre veloz y a quien solamente el cansancio y la fatiga han de llevarla mansamente a los brazos de quienes la aman. Es independiente. Ama los caballos más que al coche que se le trajo de regalo. Luisa se ejercita por instinto. Es una amazona griega. Guerrillera o gladiadora romana metida en los huesos.

Esta jibara de Piedras Blancas, sin duda, es preciosa, tiene una negrita vacilona, duendecilla fabricada con fuego serpentino, en medio del corazón. Es cachonda, a veces imprudente.

De hecho su esposo Enrique se apesadumbra, aún queriéndola. Da su queja.

«Luisa es lúbrica, algo libidinosa».

En realidad, él ha querido decir que es ardiente y que no da la talla. Se cansa. Tiene sus preocupaciones. No está para desvelarse. Ella no es lo más importante. Si lo acosa, él se hastía.

Ella le pide que salgan y viajen juntos. Que es hora de ir a New York, ciudad que llaman la perfección de Babilonia, La Gran Manzana. Es hora de ver a los puertorriqueños que se han ido al Bronx y ver unos primos suyos, porque allá aún vive su tío. De hecho, según ha sabido Don Enrique, este tíazo es un capo del crimen organizado. Con él no quiere vínculos.

El ingeniero explica a la cachorra y malhablada potoquita qué sucede en el mundo, en la isla, en los Estados Unidos. Le dijo, por ejemplo: «¿Qué... no sabes? La Depresión aún no acaba. El mundo se está llenando otra vez de resentidos, trotskistas, quadristi fascistoides, la Tercera Internacional pide que se inciten más revoluciones, el Congreso no quiere japoneses ni inmigrantes. Gente que desata quemazones y mata a presidentes».

«Pero, ¿qué me dices a mí, Enrique, si no sé nada de eso?»

«Que no hay dinero. Ni en el Pueblo de Pepino ni en el mundo... Y apenas hemos podido terminar el Acueducto Urbano y la Planta Eléctrica de Riverita no da abasto para alumbrar los campos. Tenemos que comenzar el progreso en este pueblo... Tú sueñas mucho, mijita... Sí, es cierto que hay que salir de los trapiches, pero que sea poco a poco. No todo el mundo puede comprarse un tren, un Ford, alquilar aviones, comprar uno y pasearse. La miseria nos come como pueblo».

Tomó un periódico de un taburete y le dijo: «Léete ésto: acaban de predecir 'A new US Market Crash' y viene fuerte, desatará en el mundo depresiones».

A Luisa no le importa qué suceda. Sí supo que el invento del siglo que conmueve a los aventureros y valientes son los aviones. Ya se sabe que han volado sobre el Polo Norte (italianos como Umberto Nobili), desde Noruega a Alaska y, al reflexionar sobre el vaticinio del USA Market Crash que adviene («¿y qué me importa?»), al lado del titular que lo destaca se menciona que Charles Lindbergh ha volado solo sobre el Oceáno Atlántico. Se siente incomprendida y malinterpretada oído el hecho de que su esposo crea que pedirá como obsequio un avión de Floyd Bennett o Nobili.

Tan desazonada la puso él que soñó en la noche que tenía un caballo que volaba. Y se levantó al otro día, temprano en la mañana y se fue a los establos. Iría al Pueblo. Montó un caballo negro que había sido de su padre. Se puso unos ceñidos pantalones, una camisa azul de Irlanda más grande que su talla, se arremangó y, asiendo de las crines al caballo, jineteó desde Juncal a campo abierto. Al no llevar brassier, sus formados y turgentes senos se agitaban. Sentada a pelo, su nalgatorio fue agasajo. No estaba en cueras, como Lady Godiva, pero, a los 25 años, Luisa Bottari se asemejó a una diosa, con su pequeño moño trenzado, porque su cabellera no fue tan larga como pedía su marido y la madre de éste.

«La mujer fina no debe cortar su cabellera ni dejar que su busto se descote. Ni subir a un caballo a horcajadas y a pelo. Ni andarse sola por caminos rurales», pero ella lo hizo. Y no sería la última vez.

Son los tiempos del Alcalde Antonio Sagardía Torréns. En 1927, fue que admiraron su galope por primera vez. A las diez de la mañana, Chilín Echeandía y Getulio, su hermano, dialogaban en plena esquina, en punto tal en que se juntaban las calles Padre Feliciano y la M. J. Cabrero.

Y, sólo Getulio se echó al lado cuando vio el galope de la mujer. Chilín se hizo el gracioso; se quedó en medio, como si quisiera atajar la bestia y hacerla que ella frenara con un jalón de las crines. Antes de que lo hiciera, poco faltó para que el caballo lo botara y derribara sobre el rústico pavimento.

Ella oyó lo que él dijo:

«Bestias, par de contrayaos».

Dio vuelta en regreso. Retrocedió el camino galopado y buscó al emisor del comentario.

«¿A quién carajo llamó los contrayaos?», preguntó ella. Ahora es Getulio, quien sonríe.

«¡Ah, la mujer del ingeniero!»

Chilín ya había sabido, por rumores, que doña Luisa y su marido discutían. «Habrán tener problemas en la cama por causa de esta mula, la italiana», pensó mas sin decirlo.

«Casi me echas el caballo encima», se quejó él.

«¡Pues quítese del medio y no estorbe el camino!»

«¡Bien se ve que lo que necesita es un macho que la dome!», ripostó; pero la examinó de arriba abajo y decidió, corazón adentro que le daría su escarmiento. La agresiva soberbia de ella lo flechó.

«Sí, yo la domo», meditó aunque haga que la reputación de los García se hunda en fango. Es que había, cerquita de la esquina, sus curiosos. Oyeron lo que dijo la criollita italiana, ¿a quién carajo...? Que sepa el pueblo, desde hoy, al hijo de Cecilio Echeandía, a la cepa de Font, Vélez y Mendoza, nadie le da carajos por respuestas. Se le trata de USTED, ni más ni menos, aunque les arda la boca o le sangren las encías.

Unos días después, Chilín comenzó a espiarla. Le mandó recaditos amorosos. La buscó por sus rumbos. Dijo que le preparó un nidito de amor, en rancherones avivados por palomas. En una casita azul, él la esperaba. Y, maravillosamente, Luisa fue, accedió al fin y ambos se amarían como tórtolos, porque los dos rabicalientes parecieron hechos el uno para el otro.

Este amor hizo escándalo. Se juntaron y los García sufrieron y echaron la culpa a los caballos de Bottari, cuyos enormes falos implicaban que las hembras de la hacienda estaban en celo permanente. Y con estas puyas le dijeron a Paula Rico: «Lo que sucede es que esa hija suya que le dio al italiano es una ramera desvergonzada. Ustedes han perdido el orgullo».

Siempre se justificaba a los varones.

«No es culpa de Luisa, señora García; Chilín la persigue».

Y pasaron varios años. Los amantes seguían juntos. Ambos cómplices, como Bonnie y Clyde, creando disparates y escándalos, dándose amor y sexo, riéndose de las miserias / depresiones que vaticinó el Ingeniero García por leer las portadas de los diarios como si fuese la biblia del absolutismo burgués y económico. O el pragmatismo benthaniano

Mas no se había equivocado: «In 1929, the stock market crashed, begining the Great Depression». Getulio Echeandía atrajo, como imanes de simpatías a sus iguales, politicastros del colonialismo. Y, con grandes picnics en el campo, llegaba la gringada de La Fortaleza, terratenientes ausentistas e inversionistas millonarios. Incluyendo, por supuesto, al Gobernador americano. Después de los años en la Alcaldía de Sagardía Torréns, el Pepino de la Depresión más aniquiladora organizó un clan poderoso, asociado al Gobernador Teddy Roosevelt, a los Morgan y los Vandervilt, ecos de Tugwell y Winship.

Más que el mismo Cecilio, su padre, Getulio es quien más conectado estuvo. Es el Imponderable Cocoroco, un gígolo, seductor / mandamás de corazones / traidor con plata. Administraba ya millones de dólares de su peculio heredado cuando el grueso de la población pepiniana (y de todo Puerto Rico) lamía calderos, empobrecía, perdiendo lo que tuvo y boqueando en los matorrales y en la nueva labranza, el monocultivo cañero.

Getulio era personero / representante de capitales extranjeros, uña y mugre de Teddy Roosevelt. El nacionalismo de Albizu Campos no lo asustó jamás.

Ni el socialismo de Santiago Iglesias.

Ni el populismo de Nito.

2.

«Te voy a necesitar, Chilín. Háblate con Fundador Cubero porque ésto es muy secreto», dijo.

«Estoy para lo que me digas, hermano», ripostó Chilín.

«Te entretuviste suficiente con Luisa. ¡Déjala ya! ¡Cóbrate la insolencia que nos dijo!»

«Sí. ¡Recuerdo que nos mandó al carajo y me echó un caballo encima!»

Para proceder, ya que hoy Luisa Bottari estorbaría su trabajo político, los nuevos desafíos que tiene La Colchoneta y La Mogolla, Chilín la citó a solas. Habría podido citarla en otro lugar que no representara ese nidito de amor que ambos fabricaron. Es ya una casita limpia y bien acondicionada. Y Luisa, tan hacendosa, la adornó con flores, y compró unas suaves cortinas, y todo huele tan primorosamente, como su carne cuando se bañaba en cueras delante de él que le besaría de los tobillos a la rabadilla y, en sube y baja de lamidas, y le acariciaba los pechos, después de clavarla por donde se le place:

«¡Potoquita, mi única potoquita!», la chulea.

Hoy no habrá dulzura. Es el día de la separación.

«¡Me dieron un nombramiento grande y peligroso!», dijo a Luisa.

«¿Y qué?»

«No quiero involucrarte. Coordinaré la Ganga de los Siete Puñales».

«Yo no tengo miedo a nada, Chilín», aclaró Bottari.

«De todos modos, no quiero que estés».

«¿Te lo ha pedido tu hermano?»

«No. Tomé la decisión. Es más... me aburrí de tí. Dejé de quererte».

«¿Me mientes? Todavía hoy me tomaste, me besaste del tobillo al culo, te vuelves una marota cuando estás conmigo y me dices... 'dejé de amarte'?»

«Sí, porque es la verdad. Tengo otra mujer, otra que me gusta».

«¡Tén más güevos y díme que no es cierto! Sé más hombre, carajo!»

Soplándole un bofetón al rostro, Chilín repuso:

«¡Es la última vez que delante de mí y refiriéndome te oiré la palabra carajo. La próxima vez que me la digas te juro que te mato», la amenazó.

Y, oyéndolo con los ojos encendidos de coraje más que de llanto, Luisa Bottari salió de la casita. Su escondido nido de amor entre matorrales. Fue a un corral de cabros y gallinas, donde tenía un machete. Se hundió entre un montezuelo de bambúas y cortó dos con suficiente largo y grosor para que cupiera en sus puños y se manejara hábilmente su peso. Después volvió rumbo al nido de amor.

«¡Chilín, Chilín! ¿Todavía estás ahí?», gritó Luisa a todo pulmón.

Vio que de un tirón él abrió la ventana, a la que ella puso sus coquetas cortinas de seda. «Te dije que te fueras. Ya no somos nada».

«Venga acá, carajo. Que el bofetón que me díste como despedida me lo voy a cobrar hoy, por si acaso no te vuelvo a ver».

«¿Qué te traes, potoquita? Mira que yo todavía tengo orgullo. Soy flor y nata de este pueblo. Tú, sin mí, ya no eres nadie».

«¡El orgullo del pueblo me lo paso por la tocineta! ... pero ven para acá, a ver si vales algo».

«Contrayá mujer, ¿qué te traes? No me enojes» y, al fin salió mientras ésto iba diciendo, prometiéndole unas nuevas ensartas de gaznatás.

No había terminado de aproximarse a ella, cuando Luisa tiró a sus pies una de las varas de bambúas que había cortado en el monte. Se quedó, con la suya, bien en guardia.

«Dáme una tunda, carajo, porque si no te la voy a dar yo».

Chilín superó el instante de asombro. La campesinita, a la que él llevara al menos dos pies y medio de estatura, lo humillaba por segunda vez. Esto ya merecía su perro odio.

Y, pese a que la quiso golpear, tundir en serio, fue ella quien le resonó un fuetaso en sus orejas. Sabía dónde golpear, el punto frágil y doloroso, cómo agotarlo y enlentecerlo. Apena él la rozó. Luisa era una liebre y una avispa brava, impredecible, y con la vara le rompió unas costillas, le hinchó la nuca, las clavículas; lo hizo revolcarse con dolor y contusiones que lo mantuvieron en cama tres semanas.

«Tú no sabes pelear ná. No sé porque Getulio te quiere al frente de la Ganga de los Siete Puñales».

Calentaba el agua, cortaba y empapaba unos parches con ungüentos. Ahora, piadosamente, atendería a Chilín para curarlo.

«De valiente no tienes un gábilo, necesitas matones y pistolas».

Según lo iba curando, estudió el rostro suyo.

«Eres guapo, malote, me gustaste; pero hasta hoy me fijé que tienes unos ojos traicioneros».

Luisa vio que Chilín convaleció con sus cuidados. Ella le cocinaba, lo alimentó con una cuchara como si fuera un niño porque le hinchó las muñecas y los dedos cuando lo molió a palos. Un día ella no llegó. El le esperaba. Quería bañarse y que ella lo vistiera. Amanecía cada noche con la pinga en arrecho y, ella ni pensar que accedería a tocarlo, después que le dijo: Me aburrí. Dejé de quererte.

No volvió. Ella se fue al Bronx. Quería ver los aviones, recibir la lealtad del hampa.

Chilín mismo dijo a su familia de Pepino: «Ella está bien», porque se fue a verla.

Luisa prosperó. Tuvo un bar-restaurant cerca de la Casa Hernandez y otros dos edificios, uno lo ocupó su joyería. Vendía diamantes, rubíes y esmeraldas.

Después de 28 años en Nueva York, rica y millonaria, la jibarita regresó a Pepino e hizo cuanto le gustaba, criar puercos y gallinas, vender su joyería y, sobre todo, trabajar con sus manos.

Enero 2006

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Ahí va Don Medi

Ahí va Don Medi monta'o en el hijo:
Dicho popular en San Sebastián durante
los años de mediados del '50

En la Calle del Bacalao, en el sector mismo (Pueblo Nuevo) donde un cohetero embrujó una casa, vivía un hombre que fue costal de penas. Con mucha humildad se condujo en los años en que su hijo hacía su servicio militar en Corea. También se recuerda que Don Nicomedes Cruz tenía poco más de diez cuerdas de conuco; sin embargo, por causa de sus rachas, se vio sin jornales de paga ni aperos ni medios para cultivarlas. No lo ayudó nadie entonces. Difusa fuente de sus enojos que a veces parecían auténticas angustias.

Antes sí... fue asunto diferente. Tuvo su muchacho fuerte, el que se fue a la guerra. Lo llamaron y fue. Previamente, Don Medi se ejercitaba con él hasta sacar algún fruto a la finca de Planas.

Para 1953, con algo que la tierra y sus animalitos produjo, se compró una casita, seto con seto, casi anexa a la casa de Bachichi, el cavador de pozos sépticos. Al paso de los meses, otra racha. A la mísera casa se presentó La Muerte. Dio su recado solemne. Dijeron que la presencia fúnebre llegaba de Corea. Una madre quedó desconsolada. Don Medi, don medes por nico, salió a la calle con gritos. «¡Dios del cielo! ¿Por qué me quitaste a mi hijo?»

La madre se vistió de luto desde el día que supo. Le entregaron una gran bandera multi-estrellada. Bandera por la que el hijo dio la vida. A pocos meses, después de sepultado su cadáver, en féretro que viajó desde Corea a Norteamérica y, finalmente, de San Juan a Pepino, a la familia dieron 10,000 dólares, que son miserias de Dios y de los gringos, según dijo Don Mede, don medi(o) malagradecido. Y echó sus nuevos gritos: «Dios del cielo, ¿por qué me quitaste a mi hijo?»

Unos meses más y, quienes reconstruían la casa de este campesino, observaron un reloj Bulova, reluciente, en la muñeca de Nico, don Medi como le dice el vecindario en la Calle del Bacalao y en Planas en pleno. Los zapatos que calza por las tardes son nuevos. Brillan sin haber sido lustrados ni una vez. Don Medi utiliza ya hasta espejuelos. Espera que lo miren; va siempre callado como si de veras lo demoliera el luto por el hijo perdido. No es que se haya vuelto parejero y antipático. Sólo que espera ciertos saludos, al menos condolencias, y no abrirá la boca antes que lo distinga otro, porque, aunque pocos lo saben, ya no tiene un conuquito miserable, o meras diez cuerdas terreras. Tiene tres veces más.

Todo cuanto se venda en el agro de Planas (ya lo ha anunciado) ha de ser suyo. Es lo que ha querido ser: ¡Terrateniente! Y, come de los yautiales, ñamizales y sembradíos de gandules, que Fabián el Lila y otros pocos peones le cuidan en el campo.

Ahora lo que a Bachichi Ramos, su vecino, Doña Modesta, bordadora y a las muchachas de su taller de agujas, que son esencialmente sus hijas, más les admira es el jeep, color aceitunado, que Nicomedes estaciona delante de la casa.

La mujer de Nico, en luto perpetuado, se peinó con un moño que quisiera alcanzar el techo, verse a la altura del retrato que cuelga lo más alto posible en la pared de la sala. Es su hijo. El veterano. El héroe de Corea.

Esta vez del jeep bajó una pareja joven, Fabián y su mujercita. Al peón lo llaman El Lila, porque su piel está curtida de sol y manifiesta una tonalidad extraña de violeta, pigmentos de melanina que brillan en la noche. Tiene un color de sortilegio que a la jibarita la mantiene en permanente menstruo. Informó quien cavó una letrina para Don Medi que a la Calle del Bacalao, con su remodelada casa, se ha añadido cierto lustre y, a sotta voz, indica el fontanero que la mozuela de Fabián destaca por una silueta encantadora, sonríe sin timidez, no parece hacendosa.

Su mujercita es una muchacha linda que no merece los harapos que víste. Lo refraseó el mismo Nico. Ayudará a esa pareja de recién casados porque Fabián es un jíbaro bueno, tranquilo y de confianza.

Urgía un cuartito de renta para la pareja y lo halló con Braulio Vélez y, al fin, se mudarán. Les preparó una cena de arroz con gandules. Una faena en que su mujer no tomó parte, ni desgranó ni una vaina. Mas comió como una autómata. No dio las buenas tardes ni las buenas noches. Se levantó a media cena y se fue a la sala, a solas. Nico hizo un gesto que significaba: «Dále, pichón. Está loca».

Más importante: vio que su invitada comía con placer y le daba sus miradas de soslayo cuando su mujer, de moño alto, con el rosario en las manos, se comunicaba con su hijo, alcazándolo con su imaginación casi en lo alto, sobre el techo. «requete-elevado para que esté más cerca de Dios».

«Don Medi, ¿qué hace su señora?», abrió la boquita la mujer de Fabián. La presencia del luto que guardaba la cohibía.

«Rezar. Desde que murió nuestro hijo, ella vive casi en silencio. Me desatiende, ¿me comprendes?»

No son tontos. Ni la muchacha ni él. Don Medi ha sabido sacar la máxima raja de la compensación financiera que le dieron por dar a la nación su primogénito. Y ella, cuando él dijo que su esposa lo desatiende, casi suplicó con ojos lascivos que se intersecara su mensaje... Siendo que no es tonteja, la mujer de Fabián supo que ella le gusta y don Medi / por me deja sin aliento / y no pen(deja pensarlo) ha entendido que Fabián no provee a la mujercita ni enaguas ni pantaletas. No la acicala como debe, siendo que es pizpireta y vanidosa. Don Medi filtra su mirada por las transparencias de su pobre vestido; adivina las nalguitas carnosas.

Para subirla al jeep la asió por los costados. Sintió la desnudez de sus muslos y chorros de electricidad que repercutieron en sus gónadas. Entendiéndolo así, indirectamente, les promete sus progresos a ambos. Urde sus convocatorias íntimas (si, con ella y por ella) siempre en presencia de Fabián El Lila, para no hacerlo menos. Don Nico piensa: «Algo de ese cuerpo es ya mío».

Después de convidar la cena y dar la bienvenida, él nombró al peón el capataz de sus terrenos en Planas.

«Voy a tratarte como al hijo que perdí».

Fabián sonríe. Ajeno a toda maldad, pela el pleno de sus dientes y a su mujer no le gusta. El tiene las muelas podridas. A veces de su boca sale mal aliento y, por más ganas que ella tenga, esto es, de vérselo encima, penetrándola, lo rechaza.

Don Medi, sin embargo, se arregló la boca. Come bien. Ya se preocupa por la imagen, se perfuma y se pasea en su jeep, aunque ya ha oído un rumorcillo de la envidia que inspira por causa de la camioneta americana, digna de los terratenientes.

«Ahí va don Medi monta'o en el hijo».

Antes de mudarlos al cuartel de habitaciones de Braulio Vélez, con menos de $4 pesos al mes que don Medi paga, antes de bajar los tiliches y la única riqueza del matrimonio, su colchoncito sin catre y la estufita eléctrica de sólo dos hornillas, les programó la vida.

«A las 4:15 de la madrugada, ya estoy despierto. Quince minutos después iré por tí, Fabián. Tú ándate listo. No me gusta que me hagan esperar. Cuando estemos en la finca, será de las 5:00 o 5: 20 de la mañana, tomas nota de a qué hora llegan los peones e inician sus faenas. ¿Cuántos sacos de ñames entregan cada día? ¿Cuánta es la producción de yuca y de yautías? ... no descuidemos las gallinas ni las cerdas paridas... Tú sabes que este trabajo que te doy no es matarse; peor te iba en el corte de caña, ¿verdad? ... Mañana vengo por tí a las 4: 20; hago mis gestiones en el Pueblo, te llevo desayuno, me regreso rapidito y a hacer que el campo florezca».

Y la rutina se sucedía de este modo por años. A la segunda semana, tras dejarlo en el centro mismo del conuco, donde había una choza, la antigua casa de Nicomedes Cruz antes de comprar en la Calle del Bacalao, el segundo destino del patrón era la casa de Fabián el Lila.

En las tiendas de Los Cruz, parientes suyos en el Sector Pueblo, iba y compraba pantaletas para la ahijada. Al ahijado, sin fortuna, no le compraba nada. A la mujercita que le abría la puerta, entre 6:00 y 6:10 de la mañana, la tendía sobre el colchón que Fabián había dejado ya en candela y ella respondía, con tal de verse al final con bragas nuevas.

¡Cómo disfrutaba el patrón aquel cuerpo tan joven y hermoso! El mismo la vestía y desvestía. ¿Y quién como testigo? La camioneta verde, quizás. Allá, la pared de cemento. Una salita y la cortina. Abajo, sus dos cuerpos, dándose cuarenta minutos de agasajo, complicidad, lujuria; hasta que al año de mudarse dijo por el camino, muy felizmente, Fabián a su patrón: «¡Don Medi, mi mujer le dio un nieto!» y sonrió, con esa boca y dentadura, que a la muchacha no gustaba debido al hedor de las muelas picadas y la gastritis.

Don Medi lo abrazó. El pagará la atención médica que el alumbramiento implique. El atenderá los antojitos de la futura madre. «Te voy a dar dos pesos más. Mas no descuides mi finca», le dijo, sin que sonara a amonestaciones para el tonto. Y la rutina se sucedía de este modo por años. A las 4:20, rumbo a Planas; a las 5:00... Y, al segundo año, nació otro hijo y nada de lila o lilo.

Nacían tan blancos que don Medi sentía miedo de echar sus palos mañaneros con aquella trigueñita, color café con leche y verla en bragas rojas antes de abrirla como una tijera, chupar de su bollo en profundo. Ahora, antes de metérselo, urgiría alternativas.

Mas ella, cada día se hacía más hermosa y cachonda. Todavía siendo infiel, no se pensaba una perversa. Defendió el ano con la igual terquedad con que Fabián lo pidiera en la noche de bodas.

El siempre, arrodillado atrás, clavándola bajo las nalgas. En el brete de amarla, seudo humillado, por su mujer que verbaliza picardías, sabía cuando su boca hedía y ella, repugnada, le pujaba sus pedotes en los güevos. «¿Sabes por qué lo hago, Lila?»

No que Nicomedes fuera a jugar con sus niñitos. O que cayera necesariamente en la chochez de viejo, o que deseara sentirse abuelo con sus propios hijos. O perpetuar mentiras en la casa. Va de lucidez en lucidez: no conviene que la reviente de partos y, por sugerir opciones, preguntó a ella: «¿A él das de lo otro? ¿Te come el culito?»

«No. Es un gran pecado», musitó ella.

«Pero el mal está hecho. Quiero ese último pecado», respondió él. Le dio la opción de pedir algo a cambio. Ella sucumbió al enunciarlo. Cederá el ano también si los hijos de ambos heredaran la casa de hormigón en la Calle del Bacalao. Y don Medi se dio gusto entonces, prometiéndole que si su mujer muriera primero que él se llevará a todos a ocupar la casa. Y aún quitará la bandera americana y el retrato del muerto que cuelga del seto.

«¿Alojarás a Fabián en la casa de ella?», preguntó la mujercita.

«¡Carajo como no, si con él te he comprado!», contestó. No quiso que ella abriera los ojos de su entendimiento a tal grado de que supiera que el Lila puede que sea estéril. Pobre peón, como una llaga violeta, cada día lo ve más tonto ante sí y, ante el vecindario, cornudo...

Al saberse del segundo nacimiento, los vecinos con socarronería daban a Don Medi las felicitaciones. Sabían que el bebé, seguramente, sería suyo. No bien se arrancaba en el jeep, sea cual fuere su rumbo, la gente del callejón susurraba: «Ahí va don Medi monta'o en el hijo».

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La Carlita

Allí, en el corazón de la milonga arrabalera, frente al friquitín de Tito Vargas, en Pueblo Nuevo, a la casa de los Fogueras, la mirada de noveleros y curioseantes que volaron a penetrar bajo techos y entrar por las ventanas, si rondaron, fue por causa de La Carlita. Sea de lejos, o de cerca, había que verla.

Ella es la Afrodita más culera, regia esbeltez de perfumada loca, inocente paloma, mirada escrutadora de braguetas abultadas... lánguidos ojos, demarcados con mascára, el alba adviniente, el cielo que se traga sus hijos, los devora antes que llegue la noche de Saturno con la castrante cizaña. Nuevo Adam primitivo. Felicísima Eva por encima de todo. Adam y Eva, mutuamente auxiliada e impostergable frente al amor de la vida.

El organizador pueblerino de la virtud y la piedad, el Padre Aponte, supo acerca de ella y un día, después de la misa, la amenazó con darle de palos, pero ella dijo a la fiera santa, ya que así motejaron al curilla, «usted que me levanta la mano y yo que lo destrozo con mis propias uñas y armo a Pueblo Nuevo hasta que se exponga contra usted sus ultrajes de señoritas en el Pueblo, el campo y hasta en el confesionario... puñetero, con esa voz ladina y esas miradas devoradoras».

Desde adolescente, en los '50, su presencia comenzó a ser historia. Vestía como mujer y parecía una hembrota de las que quita el aliento. Fue el lugar común en la chismografía que siendo como es... se enorgulleciera el poblado, la aclamara como ícono a sotta voce, quien la vio y la bendijo. Ella, por discreta, no fue objeto de escándalo.

«Travestí sí, puta no», una vez dijo.

No se había pensado bien lo que vendría a ser ella o él.

«El hermano de Pucho Santiago se las trae» fue lo que murmuraron y, entonces, no se supo si pensarlo varón, o un diosecillo como Urano capao, o si dar por sentado que el bribón, objeto tan fraterno como el antiguo Cielo de titanes agrícolas y cíclopes cañeros del '50, es una damita. O bien, a prick-teaser, como injurió Lolo Puya.

Cierto es que La Carlita navegaba en dos charcas. Le dijeron que es pato, a bitch with an itch.

Algunos de los que se embarcaron y vinieron con galas de americanos, le convidaron a irse a Nueva York y terminar lo que había comenzado: tener vagina, cortarse el pájaro, agrandarse aún más el busto. Del convite quedó cautiva por años. Prefirió no irse y dar que hablar. Si va, será con él. «Mi Bijo del alma, mi limpiabota prieto».

Lo demás ya lo tiene. Seduce cuando camina. Su cuerpo es atlético y estilizado. Un pullover, de color violeta, por lo ceñido, marca unos pezoncillos primiciales, y no se pone brassier. En las pantaletas se autogratifica; ella misma, sin borchorno, las compra. Con hembras discute la materia de sus lencerías.

A La Carlita han contado sobre las hormonas. Además, la cinturita que se formó es de avispa de bombón y sus nalgas ya las quisiera Fele Tripa, Pao Pilla, o el bujarrón de Lolo Puya para darse banquete cuando vuelva al Joyo de Millán, a esos adentros de barriada por donde antes vivía, tiempito antes de ir a dar al presidio.

Por de pronto, un trigueño le llegó a la vena. Bijo Maricao, hijo de Don Marcial, también de Pueblo Nuevo, es quien la ronda. Es un limpiabotas, más o menos de su edad, a quien nada le importa que se sepa que le gusta. Ha descubierto su alegría. La defiende. Desoye los rumores. No echa gas a la candela. Bastante es la lumbre y el calentón en las mejillas. La Carlita es dulce, bien-hablada, más modosa que alharaquienta. Es laboriosa. Trabaja y ayuda a quien puede.

Es una loca feliz y él está perdido de amor por ella, le lleva serenatas, la piropea cuando le ve pasar, sandungona y remeneando el cachendoso nalgatorio. «Con ella todo y, sin ella, nada».

Ella plancha la ropa a los ricos de El Pepino, visita sus casas y hay, entre esa clase adinerada, la que en vez de compadecerla o echarle vituperios, le regala cremas suavizadoras para el cutis, perfumitos tumba-hombres de los que ya no quieren, pero que una vez utilizaron. Se bañaban con ellos.

Para Bijo, La Carlita es el despertar de su juventud. Y, con su erotismo mutuo, se alborotan. Según él, La Carlita tiene aspectos escondidos, secretos en el vientre kármico, su pequeña serpiente y un pozo uránico, pero no hay cotidianidad más perfecta que la noche privada de ambos. Ella lo acaricia con sus manos cálidas, con uñas largas, exquisitamente pintadas de rojo chino y, cuando él se encima sobre sus espaldas y la sodomiza, en vez de pensar que él peca, entiende que han reacumulando amores. Se están quitando las penas, atados a un sueño placentero. Se hunden en éxtasis volcánico, avanzando por los ojos de sus espíritus hasta la más profunda de las esencias.

Con un rito en favor del ser-contra-corriente, se halagan con un ceremonial que es más puro y divertido que las carencias colectivas y las rivalidades que en el Pueblo coexisten. Esto sería más honesto que muchas de las cosillas que se vienen callando en el Pueblo, sólo porque son ricos quienes las hacen. Muchas son las cucanadas que por estos rumbos se saben y donde el Padre Aponte es el tapachín de todos ellos.

A veces Bijo piensa que él es más que un limpiabotas, o una pupa de insecto; se siente sacerdote de algo nuevo. Es un ser simbionte en la charca de Urano y un palo de trinquete porque en ella tiene su barcaza, él es el mástil y, en fondo de su culo, halló un nido de mar que es suyo y de nadie más. Y, en la saturnalia de la farsa organizada de los días, en nombre de la responsabilidad, alguien tendrá que nacer para cuidar de La Carlita y quererla bien, hasta el final de sus años.

A más linda se pone, al paso del decenio del '50, los hombres son más atrevidos. El Tiempo / Cronos / irrumpe con una daga más cortante. Las mujeres, por envidia, son más sutilmente venenosas. En el Pueblo, porque con la Pava han llegado más dólares, escuelas, PRERA», zapatos para que Bijo lustre, Mantengo y Potoroca , el ELA (estado libre asociado) quiere definir todo hasta que tal semejante pataso haya nacido aquí, en El Pepino de Fey Méndez.

Y aquel pirotécnico Guillo El Soco, tan hábil con luces fatuas como los romanos, estará preparando petardos y fuegos artificiales en atención al caso. Hay algo que ya no gusta a La Carlita de Pepino. Es más madura y se siente con el deseo de reencontrar una cultura natural, sociedad más flexible como la que tuvo en Tablastilla y Stalingrado antes de experimentarse este cambio: la gente que más tribalmente se intensificara se reduplica. Contamina el pueblo.

«Antes eras más cantarina», observó Bijo, no quitándole los ojos del turbante con que recogía su pelo largo.

Algún mohín, con coquetería hizo ella, antes de añadir: «Hoy todo el mundo cree que sabe; pero comprenden menos».

En estos momentos, el viejo Partido Estadista Republicano se ha vacíado en el Partido Nuevo Progresista del viejo Ferré y el Caballo Romero. Y la cordialidad entre pueblerinos es cada vez menos porque, con la mucha politización, se ha perdido el sentido del humor y, en vez de un máximo de elecciones privadas y opciones posibles [para los individuos] lo que se percibe por doquier es a siervos y soplapotes deificando a los amos y admitiendo, sin chistar, las pocavergüenzas de las jerarquías y las obediencias ciegas al extranjero.

Como Bijo la vio triste le propuso que irán al cine en la noche. E hicieron fila ante la ventanilla de taquillas del Cine Mislán. Bijo no va a pagar, como siempre. Carlita invita.

«¡Pato!», gritó un acusador, fingiendo la voz y se coló en la fila mal organizada a fin de estar tras ella. Quería tocarle los senos porque ya, con hormonas, entretenían su mirada lujuriosa y más quería, si pudiera, darle chino... rozarle el vivo del panty, marcado en el redondel de aquel brioso y firme nalgaje que despertaba un banquete suculento: culo bonito, pellizcado, chupado y mordidito y bien clavado. Así imaginaba... «me la llevé al río creyendo que era mozuela, pero tenía marido».

«¿Serán reales, de verdadera carne?», meditaba sin decirlo, pero destilando pura envidia hacia Bijo.

«¡No joda!», se oyó la voz de Bijo.

Tendría que ser de otro pueblo el desgraciado porque no respetó que Bijo Maricao estara allí, cerca de ella, y buscándole el lado.

«¡Pato!», fingió la voz, sólo que ahora con un metal de roquez, grave, profundo y, enriquecido con la osadía de dar una palmadita en su trasero. Se estuvo pasando de gracioso.

«Que si patatín que si patatán», formaba un diálogo con voz amariconada.

Mas su paciencia se había colmado desde el chiflido inicial que provocó al llegar sólo porque tenía al Bijo echándole el brazo por su cinturita de abispa. Lanzó un puñetazo, sin preámbulos, que le partió el labio al burlón y lo lanzó achocado en la acera ante el asombro del gentío.

«Eso para que respete a un hombre, o lo que usted quiera que sea», dijo como quien escupe sobre él al verlo en el suelo.

Sangró con tal profusión que, al final, ya con la policía en la escena, se procedió al arresto de La Carlita y a una formulación de cargos. El fulano tardó para ponerse en pies.

«¡Coño, qué puño!», la felicitaron.

El licenciado Tino Vargas llevó su defensa ante el juez, quien no la había visto nunca en su vida, pero noticias en torno a su belleza le sobraron.

Juzgado el delito, satisfecho ya con verla, le impuso una multa que la emocionó. Agradeciéndole en el alma lo expedito y leve de la multa y ya casi coqueteándole al juez por alegría, dijo:

«¡Hoy mismo la pagaré y con gusto!»

El puño digno fue de Tito Mantilla, y se recuerda; pero, ella, loca feliz y cantarina, primer travestí de Pueblo Nuevo, se mudó a Nueva Jersey en 1962 y no se supo más de ella.

2-4-2006

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El ingeniero

En la mejor casa del emporio cañero La Plata vivía el Ingeniero Labiosa. Y su esposa fue una prolongación (estampa humana, exteriorización delicada) del estilo de vida burgués que hicieron suyos. Siendo fina, fue taciturna y ensimismada y no cumpliría con muchas de las demandas de socialización que el Casino del Pepino pedía; sin embargo, con su celo maternal, su independencia pragmática, su higiene moral y cuasi puritana, educó los hijos. Son modosos, corteses y simpáticos. A su hogar, se inmantó la abundancia.

Fanny Alcover era planificada y él también engordó por los celos utilitarios de su praxis. El es nervioso, apasionado. En el fondo, más caótico. Ama a esos niños. Quisiera verlos correr y saltar por los cañizales, sin machete en mano, pero bebiendo un dulce respiro de melao. Que sean traviezos; aunque ella dice: «No conviene». Ella cree en modelos ideales weberianos.

Doña Virginia, madre del Ingeniero, a veces le pregunta:

«¿Qué te inquieta? ¿Algún problema que no puedas resolver?»

No. No le dirá sobre estas cosas. Se siente proteico, cuasi rufián, anarco-sentimentaloide, como no fue su estirpe.

Cuando doña Licha de Pérez Cancio pregunta, la esposa del ingeniero tampoco expresa nada. En esas casas se habla, pero no se entiende. Un dialogo existe con seres fantasmales. Se barajan enunciados y alardes de cimientos abstractos. Se duda que existe la Vida y que ésta toma las formas de milagro, como un árbol ardiente o Gerigio, que era un perro de santos.

Rafael Labiosa es ejecutivo de una empresa en auge. La economía azucarera, base productiva del poblado, da el poder en el pueblo. Se lo pone en las manos y él goza el prestigio. No es que sea presuntuoso, pero administra La Plata y el corazón de miles de hombres, cortadores, camioneros, grueros, torneros y agricultores en toda la región del Centro-Oeste, lo buscan. Lo distinguen. A veces el ingeniero juega con el futuro desde el presente. Calcula y proyecta que La Plata molerá más de 60,000 toneladas de caña para mediados de la década y la que viene.

Doña Fanny alega que si él aplicara las proyecciones a la economia de la casa y sus privacidades serían mejor pareja, más felices. Está amargada, pero es incapaz de echar odio por los ojos o fieros por la boca. Es tan digna, mesurada, aunque no crea en el aquí y ahora, en el presente. Dialoga sobre lo futurizable y potencialmente perfectible. Se desvincula, con elegante recelo, de lo vulgar que pueda circundarla, en particular, por el carácter de su esposo y su amorcillo cotidianón por el pueblacho.

Y tan fácilmente que se turnan las mujeres a dudar que está cansado y, peor aún, aburrido. A pesar de que se dedica a dar proyecciones, a discutir sobre mecánica de tornos y motores, entre tan diverso temario, él teoriza sobre el hoy'de la existencia.

Aduce que del futuro económico y las carreras de sus hijos no hay que preocuparse. Dinero no faltará. El provee. Se dieron el lujo del ahorro, por muchos años, y fue para no dar aspavientos y crear tal cimiento.

Se dijo entre jornaleros que los Labiosa-Alcover son unos ricos amarrados. No como otros. Y él, el Ingeniero, es un gordo rabioso, prepotente, un rico de salón que, si bien se estila con dientes afilados y paladar vivaracho ante una mesa de mariscos y de buenos vinos, una vez que come, opíparamente, se lamenta. Se amarga.

Oye música clásica; pero, le pones un hechizo caribe, más negro que Benny Moré, o una musiquita de Noro Morales, y se le olvidan los modales. Es un sentimental tropicaloso.

En tiempos de política, no se le debe platicar de Pan, Tierra y Libertad. Es un republicano de la ultraderecha y dio vivas a La Colchoneta de Echeandía. Al pobre y la ramera, sólo les quiere en les letras de los tangos.

Por eso a Labiosa no siempre lo aluden por humilde. Ultimamente, cuando se interesa en el por qué es mucho el dinero que los jíbaros gastan por el sector Rabo 'el Buey, o Pueblo Nuevo, metidos por la entrada de Millán, le invitan a que visite sus bares y vea al enorme y prieto Clivillé, quien monda chinas, tan rápido con la cuchilla que parece un mago. Y si observara a Don Encarna, tío de Brunilda Clivillé, no se asuste de su dentadura mellá ni le haga fo a su aliento, porque bebe ron caña y no se jiende. Es un viejo bueno.

Tampoco tenga miedo a Clivillé. Ese sí es negro, alto y fuerte, y a su hija la llama su tesoro, mas cuando vino alicaída por un divorcio, y en el trabajo pone empeño, vida y finura. Ella decoró el Bar, tiene un gusto por el neón, los espejos biselados, con marcos neoclásicos, la magia de las luces sobre las tablillas de cristal para licores y en fin, otros detalles que son las referencias de Las Vegas o el París de Edith Piaf. La vida es rosa.

Angel González 'Manidero' ama su Tablastilla, alegre y bulliciosa. En su Chevrolet '56, de color rojo fuego, se pasea por el área y asegura que no hay como La Barra de Nilda, hija de Clivillé. Este es un salón sin gaterías, digno de llevar a las pichonas y, aún recomienda a él, si es que no quiere echarse ojitos con Brunilda,
dizque la dueña y jefa de ese antro, que no hay que ir al Hotel Montemar, Aguada o Ramey Fields, para los ratos de asueto y una juma deliciosa. Bajo la cuesta pueblonuevera se halla, casi frente a Don Irra, por la bifurcación, un pedazo de cielo. Su barra favorita, la de Clivillé.

No es que Rafael Labiosa se escandaliza en serio; pero, a él le gusta la hembra blanca, como ésa que eligió dentro de la élite cafetalera de Pedro Alcover. Y la verdad es que ni parece campesina. Es clásica. Su esposa parece un recorte viviente de Angie Dickinson. Esbelta, estilizada, apacible, quieta como un bolero suave de trío. O una muñeca de porcelana fina.

«No te digo que te abras las venas con Felipe Rodríguez por la primera bembona que veas en Pueblo Nuevo. Te hablo acerca de Nilda y sólo te digo que la veas en pantalones y lo bien que se entalla y que trata al cliente. Es esbelta, playera, sólo que tiene vida. Dan ganas de apropiarse de ella y comerla por entero».

«Mira, yo soy perfeccionista y exijo mucho aunque sea de un tornero. No me hables de Jaujas, Manidero».

«Vaya. Compruebe por sí mismo. Deje las dudas. Acérquese... La gallinita que llegó divorciada está enterita, sin hijos y es blanca, aunque su padre es prieto. El gringo no le hizo ná», le explica su mecánico tornero, Angel Manidero, hombre de su mayor confianza en La Plata. «Si a un gringo, capitán de aviación, de la Base Ramey, lo volvió loco, imagínese usted. John Hans por ella se meaba... imagínese ese trompito de mujer y la buena uña que hay que tener para bailarla. Ese gringo sí que tenía billetes; pero, ¿le digo una cosa? seguro que no tenía una verga más grande que la mía».

«¡Carajo, déjese ya de cuentos! ¿Cómo cree que voy a bajar a esos andurriales, sea el joyo de Millán o el de Clivillé que mienta?»

No es la primera vez que oye a Manidero presumiendo de tres novias (una en La Javilla, otra en Altosano y la tercera en Lares). Y del prospectivo sueño de enamorar a Nilda Clivillé. Angel es presumido. «Está viejita pa' mí», se justifica. Brunilda, como también le dice, ya es divorciada y tiene 34.

El, a los 24, un pichoncito.

«Un día si viene conmigo, yo hasta los presento».

Angel tiene su pinta de galán. Unico hijo, narcisista, se acicala como el propio ingeniero y le gusta echar plante, presumir sus zapatos Fleurshine, sus gabardinas. Se goza echando pique a su rival, Moncho Pirulilla, quien colecciona música de tríos. Mas si, con alguna confiancilla y sin ojeriza, el Ingeniero dará tratos a alguno, ese empleado es él. Este que le habla sus verdades o lo que llena su mundo: El joven de este tiempo, en campo y pueblo, sin gozar de su vellonera, sus tríos, sus zapatos lustrosos, su pelo embrillantinado y en pos de mujeres lindas, no dice que vive. Goza. La campesina de hoy ya no es la jíbara jincha, bobolona y con hambre, son hembras que saben moverlo, ya no son los mismos tiempos de antes.

El progreso ya existe. Esta es la década de oro del muñocismo, la Pava. El jíbaro está contento. Y el muchachón, bien criado, bonito, sin hambre, ya compite con el yankee jaquetón que viene de la Base Ramey a «bailar a las pollitas de nuestro gallinero».

«¿Qué gallinero, dónde es éso?»

«Pueblo Nuevo le dije, don Rafael, donde le llevaría para que vea a Nilda Clivillé, esa pichona que es la jefa del mejor barecito en el Pueblo».

Como algo ha faltado en la vida de Labiosa y Manidero lo sabe, le da con sonsacarlo y lo que falta si es menos perfecto que su mujer, dechado de virtudes conyugales y apariencias victorianas, aún no lo sabe. Supone que a los jíbaros que cortan la caña, si algo les abunda, son los sentimientos viscerales. Asunto suyo sea si derrochan dinero y vuelven, más fieles al trabajo, pero contentos.

En bicicletas alquiladas a Ja, se regresan los jóvenes y, aún cansados, van a tirar su plante, pedaleando. Les sobra energía para exorcisar en su favor el amor ante Cuca La Camarona, Mapi y Mirtelina. Y ese mundo de ninfalias, con seres cautivantes, ¿vale la pena? ¿Lo son de veras?

Labiosa quiere verse pleno de vida y gozo, pero en su vida viene faltando la exuberancia mágica. Se lo come a veces la ira. La intuición se lo dice.

Algo falta en su vida. Le gustaría estar más esbelto. Aprovechar al máximo cada día y escuchar esa voz interior más a menudo. Quien sabe si entonces comprendería a esos cortadores de los cañaverales que a pedal vienen por olisquear lo femenino, a riesgo de tirar el dinero y cingar con hambre al prever el derroche. Alimentados de erotismo, canciones de vellonera y conjuros de humarolas, sí estarán. Fuman como chacuacos.

A los 38 años de edad, es el ingeniero quien se siente obeso y su mujer lo quiere así. Lo que ella sirve para que él coma es ya insulso y lo pone jarioso. Falta, le parece, otro tipo de alimentos. Acaba de entrar al bar de Clivillé y se siente un cerdazo. Ya no es comer lo que se le antoja. Es beber hasta que muera la noche y venga aquella mujer que, por fin, ha conocido. Nilda. Y que se acerque a escucharlo. Con sólo verla ha resuelto su tedio. Es un complejo enigma.

Ha dicho otra mentira a su mujer, pero, ya se hizo costumbre que vaya a Pueblo Nuevo. Mañana será lo mismo. Brunilda le ha dicho: «Díme Nilda» y se lo lleva a un reservadito, cerca de la barra, donde su trono es la caja, donde cobra y decide si da crédito o cambio, si niega servicio o si extiende el horario porque la noche es un éxito. El ya puede desahogarse. Lo mismo que ha contado a Angel Manidero lo dirá más dulcemente, ya sin escarnios y sin ocultaciones.

Nilda lo oye como si fuera un Cristo.

Llego y me dicen: ¡Te ves cansado! y me sugieren, come ésto, y no me cierra el saco. Aún así lo dicen y me recuerdan los compromisos, lo usual de la rutina: Que debo ir con los Abarca, Márquez Fraticelli y que no tardará en llamar Oronoz, por algo que debe consultarme.…

Se ha dedicado a mirarla en silencio. Cada vez está más enamorado. A ojo de buen cubero, dedujo que es más alta que Fanny. Tiene la piel clarita, igual que ella. Pero el sol se lo percibe en un asomo del escote y en las pequitas del rostro. El color de su pelo fue teñido con un tono amarillo. Por su mirada, semi-altiva, en languidez, la muchacha se le parece a María Félix y fuma con su estilo...

Ha llegado don Encarna, cuyo pelo es lacio y es más bajito que su hermano. Vino del Matadero y traerá «fuerza y mondongo» para vender a diez centavos la libra a la salida de la Barra. Vino más bien a cerciorarse que es cierto. El Ingeniero es cliente ya asiduo y no había que decir más. Es casi el amo del pueblo. El Gran Empleador. El verdadero poder detrás de los alcaldes. Lo que dice él es ley para los Distritos Legislativos y lo escuchan los ricos y los gobernadores.

El día que Jimmy «Meneíto» lo vio, tras una ronda de patrulla por Pueblo Nuevo, vio trazas de lápiz labial marcadas en sus comisuras y mejillas. Sí, ya se besan y el rumor de la noticia subió a los salones de Alcaldías, a las casas ricas, a las comidillas sociales. ¿Quién se extraña? El y su mujer duermen en camas separadas y, un día... las vidas se bifurcaron. Fue irremediable.

El renunció a La Plata y le dijo a la muchacha:

«¡Vámonos de Pepino! Que me divorcio y te quiero».

Y sí, tras el divorcio, se casó bien la hija de Clivillé, el ventorrillero. El la sacó del bar. Ha honrado el compromiso.

«¿Estás contento?», preguntó Clivillé.

«¡Feliz!»

«Te dí, mi tesoro, ingeniero!»

El viejo reflexiona, no ya por incrédulo, sobre su hija:

«¡Como jala un pelo de mujer!»

Por su parte, Doña Virginia no acepta a Nilda ni a sus hijos.

«No la traigas a la casa», pidió a él. No creyó que el matrimonio de Rafael y ella se extendiera durante quince años.

A Fanny, la abandonada, le susurran como si fuese un crimen:

«¡Rafael despreció el caviar! ¡Prefirió el mondongo!»

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