Thursday, January 20, 2011

El pueblo en sombras / 10-16


El pueblo en sombras / 1-9


El último adiós a Marcianita

a la Dra. Marcianita Echeandía Font (1895-1968)

Last Monday, Doña Marcianita stumbled and fell down some steps at UPR… She was buried at San Sebastián, the town where she had once come by a sizable inheritance which she reportly declined, choosing instead to live at San Juan, in the center of the struggle for the ‘cause’, which was her other self... Fighting spirits like her own, which did honor to her warlike name, are too little with us (on all sides of the political fence) in a Puerto Rico corroded with complacency and materialism: Dimas Planas, The World of Doña Marcianita (The San Juan Star, Friday, February 2, 1968)

Para que Marcianita Echeandía viera y comprendiera la agonía, en su sentido más dramático y profundo, contemplo su otro Ser, el colectivo, el patrio; para que completara el análisis que ocupó toda su vida, hasta su muerte en 1968, se rodeó con perros y gatos pulgosos. Comió mal como ellos. También se adhirió a las protestas callejeras; sudó y se quemó con el sol en las vigilias, los piquetes y manifestaciones.

She was standard audience at concerts and lectures and at legislative hearings which might affect her ‘cause’… Doña Marcianita is an ambulant ralley. Wherever she goes, The Cause finds itself aexcellent mouthpiece. She reads everything and is up on everything… More than likely, Doña Marcianita accompanied theanti-mines, pro independence students out to Utuado to post bills and distribute propaganda, attacking the proposed mining explotation…

Estos seres miserables, par de perros que la escudan de perseguidores infames, par de gatos, sus felinos del alma, como su sombra, fueron fieles. La protegieron. La pasearon por las afueras de la Ciudad Universitaria. La presentaron, como un animalito más que olisquearía a las frutas desechadas en la Plaza del Mercado de Río Piedras; aprendió a hurgar entre desperdicios, a tomar una fruta para hoy; otra para la otra mañana.

Marcianita no se avorazó por nada material. En casi un decenio, no ha pedido un vaso de agua a los suyos. Si algo, al humillarse deseara, habría pedido el amor de su padre quien, por linda y distinta, la adoraba.

«No me adoró otra vez», dijo.

Otros ladraron a ladrones y, los menos, fueron opresores de su libertad.

Marcianita llegaba, siempre a pie, hasta la fonda de El Obrero, donde Perico el Gordo, compadeciéndola por saber quién fue ella, hoy una farmacéutica ambulante, sin abrigo y sin establecimiento (en otrora época, profesora en universidades de New York), le tomó algún cariño y subía el tono de su voz, con la exigencia:

«Tráigase mingalo para Marcianita» y, no sólo para ella. A dos perros, sus guardianes piadosos, también hay que alimentarlos.

Siempre presta a dar algún servicio, preguntaba:

«¿Algo que pueda hacer por tí, amigo mío?»

A veces se tendría que pedir, como pide el limosnero, por caridad. Sufrió hasta el máximo para evitar mendigar de esa manera.

Por sufrir con las agruras, Perico se dejaba recetar por Marcianita. «Apunta. Esto lo tienes que comprar», y comenzaba a dictar lo necesario.

«Gracias, doctora».

Las sobrajas de la cocina de «El Obrero» hoy serán, como otros días, banquete para una mujer tan especial. Sobre todo, agradecida, Marcianita lo mejor de sí lo da. Lo viene dando.

No se pega como lapa para nada que no sea trascendental. Comer no es una de esas tareas que le quita el sueño. Sabe que ya es vieja. Tiende a ser parca y modesta. Anda en fachas, hoy fea, indigente, están sucios sus vestidos, pero no su alma. Le gustaría morirse; pero no dando pena.

Es la razón por la que estudia Leyes y persiste, viviendo...

Quien prohíbe que haga sombra en Pepino sus razones tendrá. Sí, temen que se acerque y participe de la riqueza de su padre, pero, ella no se va. Algo es su Ser que no lo censura ninguno.

«Algo soy... más que la pobre vieja que ven», se repite. Lo ensaya en medio del frío y su colchoneta de periódicos viejos.

«No estoy tan loca», ha llorado a solas al lado de algún gato que le presta los ojos.

Han advertido a Marcianita que robarán su herencia. Lo que su padre quiso que ella tuviera, como recuerdo, no será suyo. No espere que le ofrezcan un vaso de agua.

Ella responde: «Muchas cosas valen más que el dinero. Un poco del amor de todos ellos, los Echeandia, me sustentarían más. ¿Es mucho que lo pida?»

Fue sabia hasta para administrar este amor que duele. Está agotada, pero sigue luchando.

Encarna el espíritu de la Academia, la universidad, el Ateneo. Sabia es. Su presencia no falta en favor de movimientos sociales solidarios; se dio a la tarea de romper la Torre de Marfil, cuya misión intelectual fue apañada. Ella es éso: lo que reorganiza, purifica y libera. Todo y más, empero, encarnado en un espectro de harapos.

Las hojas de periódico con los que ella muellea su camastro son fieles. O dan su usanza de frazada. Con una caja de cartón, doblada en dos pedazos, Marcianita formó su colchoneta. Dormirá sobre el piso.

Un pasillo del edificio de Ciencias Naturales, dentro del campus de la UPR, viene siendo su habitáculo. Lo material de su entorno más fiel ha sido que otros seres que se llaman a sí mismos espíritus, entes de razón y sentimientos, pero no dan apoyo ni cariño al semejante.

Ahora a su familia, a la que ama, la define. La designa y la llama Patria, la Causa Nacional, el Ser-social, mitad de su alma.

A la edad que Marcianita tiene, no deja de estudiar. Asiste a la Facultad de Leyes. Sabia es. Fue sabia.

«¿Qué necesidad hay para que estudie a su edad, señora mía? Si sabe que se le negará la oportunidad de enseñar, a usted que sabe tanto, ¿por qué persiste?», le preguntan.

Bajará una escalinata.

«¿Qué necesidad?»

«Toda la necesidad; el proceso del saber es inagotable».

Económicamente, explica ella, se destruye a los individuos más fácilmente que a las sociedades. Al individuo el dinero lo alimenta. O nos separa o nos cohesiona... «y si comes mal, te mueres paulatinamente; pero, sin el estudio que es otro alimento, más nutriente, tardas menos en morirte. La economía del corazón requiere que haya el libro, tanto como el estudio crítico y espíritu diálogico, como alimento en las alacenas... ¿Y estudiar para qué? Bien... para que, sea más dificil que como persona se me destruya. Y para aprender a sonreír, estudio. Viviré para otros al defender la Causa, que es mayor que yo y mis penurias individuales».

«¿Quién hay en tu familia que pueda recibirte y no lo hace?»

«Gente infiel hay mucha; no pensar como ellos es la dicha. Mi familia es toda la Patria … A Getulio y Pedro, más pesados que un collar de melones, los enfermó el poder del colonialismo; ya no son míos; no querrán ni mi féretro», ríe ella; «pero que se estén en paz, ya no duraré mucho, ni voy a pedirles nada… El dinero me hizo falta, mas yo no estoy triste por eso. Tristeza da que nos falte trabajo y que se piense, en Puerto Rico, que por llegarse a mi edad, sirve una para nada… Desde 1947, las agencias de inteligencia, CIA y FBI prepararon esta faena, este destino, mi desamparo... y con el 'disruption program' me han herido. La guerra sicológica desarma... la Guerra Fría comenzó, para mí, el día que me anunciaron, como leprosa. Mujer con rostro escarlata, el Miedo Rojo... y que, al regresar a Pepino, se me haya temido de ese modo duele y oír lo que dijera sobre mí Hernán Sagardía, duele más... Pasó una pelicula de odios, The Hollywood Ten... ¿Quién me acusa así? ¿por qué lo hizo él? Si fui la víctima, no puedo ser a la vez la victimaria; si fui la espíada, no soy la informante ni la chota, ni la camarona... Ese apellido me fue fiel y amado, como el recuerdo de Teresa. Lo que propalara Hernán o mis hermanos son eco de las fobias coloniales y los espejos paranoicos que patrocina el imperialismo. Lo familiar y lo querido puede ser utilizado como otro tentáculo estrangulador de la Guerra Fría...»

Fieles son los militantes de la FUPI y «yo, más fiel a ellos, mis verdaderos hijos». Aún marchan y gritan contra el imperialismo. Los nacionalistas ya son tan pocos. El estadolibrismo los ha ido matando. O les ha torcido la boca para que blasfemen, mientan, o desinformen.

Marcianita colectó unos dolaritos. Ni un centavito será suyo. Son para la gasolina de varios fupistas que harán sus tareas de propaganda. Marcharán a Utuado. Evitarán, en lo posible, que el Imperio se quede con las Minas de Cobre y se complete la entrega de este patrimonio sagrado. Esto es más que la herencia que se insinuó que será suya, si renunciara al izquierdismo. Esto es la dicha.

«Ni van a darme nada ni lo pediré. Que no lo hagan».

«¿Qué importará? Getulio ya ha muerto. Y, ahora él, Pedro Antonio, ¿qué fortuna ofrece que ya no ha guardado para sí? Tampoco me quiso... A muchos ha bloqueado. ¡Pobres de ellos!... se morirán como yo, sólo que les dirán miserables», se consuela Marcianita.

Ella es la militante más vieja. Una independentista corajuda. Una de cuatro gatos, como dicen los anexionistas de su pueblo.

Otro comunista del Pepino, Pablito Rodríguez, ha visto a esta hermana militante y la evalúa: «(Ella) habría podido ser nacionalista-albizuísta; pero vio más lejos, se anticipó, visionariamente, a los juicios hermenéuticos sobre el fenómeno de la lucha de clases y la articulación del colonialismo».

Dice su familia: Ella es una mancha para el negocio. El negocio de un apellido prestigioso. Los Echeandía del Pepino la quieren lejos.

Desde 1917, Puerto Rico fue considerado un territorio federal y el Wartime Draft quedó vigente en 1917, por causa de la Gran Guerra y, en 1941, por causa del ataque japonés a Pearl Harbor.

«Malditos sean estos años», ha dicho su familia. Malditas guerras. La voz de Marcianita es la que se escucha cuando grita: ¡Paz, paz y paz!

«¿A qué vienes?», preguntan.

Marcianita: mujer más peligrosa que una piraña en el bidet. Más peligrosa que una mona con pistola. Es comunista, subversiva, pacifista, cuando menos conviene. Le lleva la contraria a todo el mundo.

«Estudió mucho, sí, pero tiene el casco como el del juey. ¡Lleno de mierda!»

Vieron que la Dra. Marcianita visitó los predios que dejara a causa de su exilio voluntario en Nueva York.

II.

Había realizado sus primeros estudios de farmacia en la Universidad de Puerto Rico. Se fue a Nueva York, a fin de dar continuar un posgrado. En los Font, el amor por la quimica fluye por las venas.

Allá pasó catorce años. Investigó la poliomielitis. Estudió la maestría y el doctorado en Química. En la Universidad de Columbia, fue laboratorista. E hizo descripciones orgánico-moleculares de las vitaminas.

Fue sabia, genial, aún dicen. Es sabia, ¡sí, señor!

Y acaba de recuperarse de un mareo. Su memoria se ha ido a los días de Getulio, a los días de la Matanza de Ponce, a los días de Chilín, su hermano.

«¿A qué vienes?», repitió Getulio.

Doña Teresa Sagardía, anciana piadosa, a veces cascarrabias, típica atalaya de la rectitud victoriana, la recibió.

«Que acá no venga», dijo Susana Echeandía, viuda de José Caballero Ayala. Que Marcianita apareciera por el Pueblo es mal augurio.

Una distancia afectiva creció. Con odio y envidia la desataron sus hermanas para que el padre dejara de quererla.

Juntas, doña Teresa y Marcianita, han recordado las palizas que a Chilín y a ella el padre les diera.

«Duras palizas a Chilín, no a mí y la gente ni supo».

«Ese fue bribón».

«Corregir es un arte; no una tarea para coersión y humillaciones».

«¿Has perdonado a tu padre?»

«Claro. No lo dije por eso».

El silencio es un modo de hablar de Doña Teresa. Ha bajado la guardia. Marcianita no es un casco de juey, como pregonan.

«¡Qué bueno que lo hayas perdonado!»

Ahora Teresa Sagardía cuenta a la visitante que Doña Sista Torres Arvelo, viuda de Pedro Benejam, murió también y su muerte fue triste. Los hijos de Toño Pavía-Conca y doña Laura Fernández se fueron a San Juan.

«Es una pena. Frustraciones políticas que han vivido… No quieren saber de este pueblo cochino».

A la más linda, inteligente, de las hijas del 'prohombre de apellido', don Cecilio, cuenta con lujo de pormenores que Pablito Rodríguez, el comunista, se paseó con una 'mujer de color' por todo el pueblo.

Marcianita no se escandaliza. Sonríe y parece gozar de la osadía.

Y Doña Teresa, para exagerar la intensidad de lo que cuenta, agrega: Pablito hizo que doña Bisa Rodríguez Rabell se echara con ella una colorida platicada. Bebieron el café de las 3:00 y a las 6:00 hasta pasteles de masa con ketshup y lechón asado comían mientras la negra le dio sus cátedras de antropología sobre linajes mezclados.

Doña Bisa celebró la explicaciones riendo a mandíbula batiente.

«Y se despidieron besándose las mejillas... ¡Qué horror!»

Marcianita refraseó algunas cosas. Quiso que doña Teresa entienda: «Pero, ¿qué es una negra, sino otro ser humano con un poquito más de melanina y azucarado cachondeo?»

«No has entendido, Maricianita. Tenemos nuestras razones... Negros son gente que quema las haciendas por resentimiento. Hay negros malos por naturaleza y la Biblia los llama diablos de hollín».

La incredulidad de Marcianita se tradujo a unas caracajitas que acompañó con sus meneos de cabeza.

Doña Teresa accedió a su memoria cascarrabias, yendo al módulo sensitivo que detona la amargura y las irreconciliaciones. A su hermana Tomasa, viuda de José F. Zagarramurdi Tornería le dejaron en llamas y arruinados varios caserones de su hacienda. Y lo mismo, quemarle, lo hicieron con su hermano, Sagardía Torréns, un hombre bueno. Un hombre bueno de 1898.

Concluyeron la primera fase de la plática en mutuo acuerdo. La necesidad de perdonar, aunque sea más difícil olvidar que clavarse en los rezos.

El almuerzo está listo y da gusto cuando come. Nadie quiso estar con ellos. Y dio tristeza que esté en Pepino y sola, escondida en la casa de la vieja Sagardía Torréns. Aún es más temida que en los tiempos de The Red Scare.

«Sé que sufres y se te acabó lo guardado».

No diría, a boca de jarro o con burla: Comes mal. Estás en la miseria; hambrienta, vieja loca. Mas es obvio: la obstruyeron. La ignoran aún. Y hay quien se alegra de verla sin trabajo, con el moco caído, pasándolas más negras que un luto. Doña Teresa se siente feliz porque Marcianita perdona. Ella es quien lo hace, no ellos.

Y no vino a pedir nada. Se irá como vino. No se le prestará un céntimo. Vino como una mujer que da el perdón de gratis. Sin cobrar por ello.

De contínuo, no como hoy, su almuerzo es más sobrio, a prisa, sin manteles ni cristalería. No almuerza ni desayuna ni cena como hoy, cuando cada detalle de protocolo fue cumplido: la posición de los cubiertos, la secuencia de los platos. De veras a doña Teresa le da gusto que venga Marcianita y la acompañe. Por ninguna otra de las hijas de Cecilio y Marciana Font, hace éstas cosas. Ni por Sara ni Teresa, ni Getulio ni Antonio, lo hizo.

Como Marcianita, hija, pocas de su cepa. A nadie vio en Pepino más fino, enérgico, noble desde su alma, ni aún en los días de Epifanio Liciaga y las hermanas Arteaga. Sólo a ella.

En otro punto hay mutuo acuerdo. Que no les gusta la persona que va y reza, se persigna y confiesa, hartándose del pan de comunión seguidamente, y se regresa a su casa con odio, envidia e impureza.

«Esa gente no nos gustan, ¿verdad, hija mía?», insiste.

«Verdad».

«Es la gente que te hará daño… pero cuenta conmigo».

La anfitriona lo sabe.

«Desde que eras niña, Marcianita, supe tu problema: ¡exceso de entusiasmo y, sobre todo, mucha belleza para perdonarse!»

No sería católica ni puritana alguien que, como Marcianita, dijo a sus hermanas que lo más rico que puede experimentarse en el cuerpo es la ropa suelta, el busto sin la apretura del corsette, pantaletas de seda o, al menos, ninguna, gozarse en cueros, para que una ventolera les refresque la vulva. No sería católico-puritana la niña influenciada por el Charleston, rítmica y osada, vestida con sus minifaldas en los albores del '20…

Su curiosidad lo arropaba todo. Vivía enterada por las revistas de Europa de cuanto dijera Coco Chanel sobre lo que es auténticamente sexy y lo exótico vs. lo burdo y vulgar. La entonces joven Marcianita sabía sobre las colecciones primaverales para vestirse e imagina esa ropa tocando la piel de cada mujer primorosa, en plena victoria y montando sobre caballos y, por lecturas locales, memorizaba la poesía de Rodriguez de Tió, las teorías de Luisa Capetillo, el pacifismo y el sufragismo de la Liga WILPF y su Marcha de 1915 en New York.

«¿Qué no has sabido tú?»

La recuerda ante el piano. En su juventud, fue una mar de alegría y había estudiado música.

En 1920, al fundarse la Liga de Mujeres Votantes y confirmarse una Enmienda Constitucional que concede el derecho, la hija brillante, la promesa intelectual de Cecilio, se trajo las ideas y todo lo que aprendió en la Universidad de Columbia, en New York, sobre organización de votantes, lucha anticolonial y feminismo, lo aplicaría a Puerto Rico.

«Lo que escribes en El Imparcial es exceso de entusiasmo, mijita», insistió doña Teresa.

«Exceso de entusiasmo que yo llamo libertad y que se manifiesta muy temprano en la psiquis».

«Así es, así es», asiente Sagardía.

«¡En la infancia, ay libertad pubertaria, te extraño! ... el primero que la observa como algo amenazante es la familia, no tú. No yo. Si no valoran esa energía que es la libertad y lo que representa, ellos serán lo que te pidan: Reprímete a tí misma; comienza a morir sin soñar, no seas independiente; no viajes, no vivas... Y yo me fugué con la libertad después de dos o tres palizas que papá me dio y castigos que pidiera mi madre, como eso de rodillas sobre el guayo y encerrarte en el cuarto por días, que son arrestos domiciliarios. Cuando en quienes has confiado que te aman sin condiciones, que son tus padres, no lo hacen y te castigan de ese modo, aprendes que tienes que soportar aún más por amor a otros y por amor a tí misma, ¿no lo cree usted? ¿No lo acordamos ya como verdad?».

Contra Chilín, su hermano, las palizas fueron más contínuas y se las daban a latigazos con una soga de esparto.

«¡Pero eras tan hermosa, Marcianita! Me da pena verte así, mal arreglada que hasta el guaraguao te picaría...»

III.

Es el tercer peldaño que baja. Ha regresado el mareo.

Todavía es la más linda entre todas las hijas de Marciana y Cecilio. Fue tan preguntona que, en 1915, se dio cuenta que existe el sufragismo. Había una Liga Internacional de Mujeres por la Paz y unas 25,000 de las mujeres de Nueva York marcharon por las calles pidiendo el voto.

Quería estar allí, ¿y a quién decirlo? Las mujeres de Pepino están llenas de miedo.

Sus hermanas se burlan; creen que está loca... Mas ella insiste, gústele o no a todos ellos, se irá a Nueva York. Quiere estudiar más allá de su bachillerato, ser útil. Descubrir algo nuevo. Inventar algo antes de que se le vaya la vida... papando moscas en Pepino.

Un decenios antes había regresado. La curiosidad galopó dentro de sí cada vez más apasionadamente. El amor es tan importante que vino; su padre está vivo.

Las hermanas, tras sus alegres semblantes, acudieron a verla, pero quisieron como siempre que se vaya. Que desaparezca. Una sensación de impureza las infligió al paso de los días.

Vio a su padre, hosco y frío. Marcianita sintió que se mareaba. Oyó que aún idealizaba al varón patricio, con hacienda y una sociedad con relaciones precapitalistas. La mujer debe ser, si bien coqueta, sexualmente inocente, virtuosa y obediente, que es lo principal, amén de modesta y piadosa, como la Belle of the South, según Don Cecilio supo por revistas de Georgia, South Carolina y New Orléans, que son mecas de jugosas plantaciones y riquísimos terratenientes.

Ha tenido que recordar sus reconvenciones. Ahora diez años después, cuando volvió el recuerdo del mareo y el calor de Pepino a las 12:00 del mediodía, Marcianita casi se escocota al dar ese paso, enfrentarse al padre que la esperó con el gesto ceñudo. Y le dijo: «¡No has cambiado!»

De adolescente, fue peor.

«¿Cómo se atreve Marcianita? Se maquilla, llena su cara de 'totitos' sin permiso de mamá. No deja nada a la imaginación cuando se viste».

Tal parece que se anticipó al fox-trot. Ha bailado como una negra del puerto algodonero de Carolina del Sur. Su desenfado fue tal que el ritmo danzón de su cuerpo fue la tortura mental de sus hermanas... ¿Quién la enseñó a bailar así? ¿Las Juarbe? ¿Dónde?

... donde se remeneaba María Songo fue por allá, en El Guayabal. Lo cierto es que una vez ocasionó el escándalo entre universitarios a mediados del ’20 en San Juan.

Cuando se enamoraba e hizo alguno contra ella un desplante, el varón supo que sólo en apariencia ella es frágil. Se le metió un Diablo adentro desde que se fue para la losa.

«¿Me voy o me quedo?», pregunta.

«No estés cerca de papá», pidió Sara.

Nunca necesitó, para nada, las protecciones agresivas de Chilin. Como él exigió que se le explique por qué se cultiva una voluntad débil y sumisa en un pueblo como en el que nació.

«El pueblo nació asustao, o qué es?»

No entiende, ni lo entendió en su adolescencia, el reproche de aquellas gentes que se aferraron al establecimiento victoriano y elitista. Este no es el Viejo Sur algodonero, idealizado por Robert E. Lee en 1830 ni la Barcelona de la que hablara Víctor Martínez Martínez. No había nada qué idealizar ni como belles del Sur ni como black concubines. No le acabó de gustar lo que ocurría en sus narices: Cheo Font que corre tras Cirila La Yegua. María Bejuco que da bastardos a los Echeandía...

Todavía el anexionismo colonial se fortalece a son de asesinatos, blasfemias y corbardías. Trabajan en las sombras.

Marcianita, organizadora del porvenir, vivió en carne y hueso el sistema de la estrangulación, que no siempre se solapa. Viéndolo en acción, se hizo una marxista declarada. Una feminista sin escarnios ni agendas escondidas. Una independentista corajuda... pero, en su edad humana, hay 73 años de síntesis entre la diálectica del amor trascendental y el tormento, y va a buscar a su padre, quiere verlo por última vez y se ha ido la luz por un resquicio emotivo de los huesos y, ahora para que comprenda la agonía, en su sentido dramático y profundo, se ha dividido en dos al caerse y golpearse la cabeza. Está unos peldaños más abajo. El cráneo le sangra... pero no es que muere. Cayó.

Contempla su otro Ser, el colectivo, el patrio.

Puede vivir un lapso de múltiples fragmentaciones desde los dos, a los 73 años y, al final de tal edad, sentirse completamente satisfecha. Se ha cumplido su destino entre los más honrados de la tierra, que son los que prevalecen en planos de la eternidad. Ahora puede sonreir con los ángeles, mendigos y descalzos, quienes cuidan a sus mascotas, gatos y perros abandonados y realengos que ella albergaba, desde niña, teniéndolos en viejos rancherones de la Hacienda Echeandía.

Ahora lo ve todo dibujándose claramente... muy, muy claro.

Han llegado algunos miembros de la FUPI. Allí, en un día lluvioso, están los fieles. Ocupará un ataúd de $60 pesos, el último de su tipo que Juanito Pana y Luis Cantántara echarán a una tumba en el Cementerio Viejo de Pepino.

Más duro fue el piso del edificio de Ciencias Naturales. Ahora tendrá una tumba con su miserable forrito de felpa. Es un espacio íntimo. Conservará los sentidos vehementes, como ahora que los oye y los ve.

Algunos creyeron que ha muerto definitivamente, sin gracia ni gloria.

Van a decir unas palabras en su nombre. Las agradecerá con corazón abierto. Se turnará Joaquín Torres Feliciano, otro poeta de la angustia Ramón Vargas, Rubén Arcelay, Pinchi Méndez, Evaristo Font, los hermanos Grillasca... sólo ellos dirán lo que Sara y Toño Echeandía no dirían, aunque están ahí. Unas de ellas, las hermanas, bajo la lluvia y los verbos encendidos, va a dar su último adiós con la mirada.

Para que completara el análisis que ocupó toda su vida, hoy en su muerte, se despidió de algunos perros llorosos. Los gatos, menos pulgosos, maullaron. Un juncaleño, presidente de la Federación de Universitarios Pro-Independencia (FUPI), Rafi Rodríguez dijo lo mismo que pensara Nilita (Vientós), Miñi Seijo y Juan Mari: «Ella es un ángel».

«Entre nosotros, es una luz del faro que no se apaga ni en lo más oscuro de las borrascas».

Unos perros llorosos, los que la escudaban de perseguidores infames y unos gatos, sus felinos del alma, se unieron a un nítido sollozo. Todos ellos, como su sombra, le fueron fieles incondicionalmente.

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Don Lion el Levitante

a Leoncio Bourdón Jiménez

Quienes anduvieron a la husma, creyentes de que existen los temenoi, es decir, altares ocultos y demónicos a los que se va por caminos subterráneos, no se sorprendieron de que, a principios de los ’80, muriera Don Lion, el Levitante, del que se alegó que fue brujo, nativo de Guayama. O con parentela de los Bourdón de Moca, si no miente la gente.

No le hicieron unas exequias cristianas en El Pueblo, ¿cómo hacerla si aquel negro, con estatura de 6 pies, 6 pulgadas, tenía los ojos medio verduzcos, pero con una mirada fiera y roja? Decían que, en vida, se encerraba por más de 15 días a conversar con espíritus en su bunker soterrado en Hoyamala y que el mismo Demonio se hospedaba con él. De modo que ninguno que lo conociera y supiera de sus hábitos, quiso enterarse de si una tumba se le hizo o si se trasladó a camposanto o enterarse siquiera de cuáles apellidos se pondría en su lápida. Se especulaba si uno de sus apellidos vincularía una cepa de Jiménez, o Bourdón y no alguna de Pepino…

Cuando murió tenía el pelo canoso y más de cien años de edad. Asomados al féretro, allá en Hoyamala, vieron en su lugar la apariencia de un jovenzuelo. Se dijo en pueblo urbano y campo que murió el hombre que curaba a los tullidos y que navegaba bajo la tierra, inmerso en ríos de olvido, o que flotaría como un fantasma entre cavernas, quizás cavadas por él mismo con ayuda de demonios infernales. Eso será precisamente un témeno.

Se calculó que se quedó en la edad de los 40 años, siendo más viejo y pasado el siglo. Algunos se acuerdan que Don Lion fue guitarrista fino. Y había que admirar a la mosca inmensa en un vaso de leche, trajeado en gabardina blanca, con ojos enternecidos al tocar el laúd o la guitarra. Tenía la cara y cuello grandes, cuerpo fornido y musculoso.

En los años Cincuenta, periodo en que subsistía en Pepino, determinándolo todo, la dinámica elitista y clasista de los Rodríguez Rabell, los Franco, las Damas Católicas, el Cura Aponte, los Oronoces, los Font y uno que otro Cabrero, se toleró a otro músico que competía con él, Millín Scharrón al rasgar la guitarra con destreza. A Scharrón preguntaron: «¿Quién es mejor, tú o ese demonio?»

Calladamente, lo comparaban, queriendo o no queriendo, con un ángel de ébano que entretiene al Olimpo. Y las damas zuzurronas, entre sí confesaban, desde el casino o las verbenas, después de leer sus libros de oraciones y misales de vaderécum: «A riesgo mío, escuchamos su música y, a meo penículo, yo misma lo observo. Con su mirada enervante y sus enormes cojones encubiertos. Es peligroso. Cocolo malnacido, símbolo de traición y de lujuria. ¡Líbranos, Dios Padre, de verlo y escucharlo cuanto puedas, oh Dios mío, Jehová de los Ejércitos!».

Y, tener que vérsele tan inocente e inocuo en apariencia, refugiado en la música, como un Apolo con su lira en las manos; tener que vérsele, con los dos nenes de una mujer hermosa, nenes de Ramey Field, dignos de sus ojos azules y la energía de los campos de Kansas… Mrs. Simpson seguramente se abrió a la proceptividad porque el brujo desataría su estrum con ojos distintos, ojos fieros, y esa construcción de reflejos espinales que Don Lion controla con la pituitaria vibrante o con la ingeniería de las axonas del cerebro. Es peligroso el brujo de Hoyamala.

Ya había durado veinte años cingándola, amándola, protegiéndola. Y ella, Mrs. Simpson, lo quería. Lo querrá siempre. Eso es lo incomprensible. Eso es lo misterioso. Meditaban otras viejas Leonas y Rotarias el por qué habría de quererse al negro venido de Guayama, esa versión reciente de Guilimbo que aún desdijo al Cura Aponte y a las damitas catequistas de la Iglesia del Pepino.

Cuando están con las feromonas vaginales, en alto grado humedecidas en sus loquios, por acción de axonas noradrenálgicas, ellas huelen hasta los pedos de los ángeles y el olor de Don Lion les impregna como si volara por los aires, levitando, próximo a las casas suyas y sus habitaciones. Y, de veras, hay quien lo observa cuando se va o se esconde en sus sótanos sagrados de La Chula y después sale en forma de ángel por ventanas cósmicas. Los bulbos olfatorios lo detectan como feromonas. Es él que hiede en las propias vaginas. Las niñas, con activísimos órganos vomeronasales, lo descubren, no en residuos volátiles, vahos de sus movimientos en los aires, sino en la densidad no disuelta de su presencia en las orinas.

«¡Son las adolescentes a las que él prepara sortilegios! ¡Recen, niñas, pubertarias inexpertas, que Don Lion induce a malos pensamientos!», alertaría como si diera el último consejo, Martina La Jorobaíta, vecina espírita de la Escuela Blanca, a quien él echó un fufú y la neutralizó como médium para siempre.

En los balcones, o en los patios de sus atacados con magia, dejaba una sendas cagarrutas de mierda de bruja. Las dejaba caer desde los aires en los días de cielos encapotados.

Malos pensamientos, demasiados malos pensamientos, azotaría a ese grupo de mujeres que ya han sabido lo que él hizo con ese bulto enorme de sus entrepiernas: ha corneado al Ingeniero Mr. Simpson, de Kansas. Le robó la esposa al buen americano. Trapeó con su prestigio por los suelos. Se la trajo consigo, raptándola hasta los temenoi… Hombre de tal catadura no será bueno. Macharrazo así que induce a que las quinceañeras más lindas se orinen en sus bragas, por el gusto del orgasmo imaginario, ha de ser malo.

La receptividad erótica, ovárica de estrum, es pecaminosa. Don Lion ha de tener un vergajo imponderable. Una macana grande y rica, con la cual hechizó a Dorothy Simpson. Veinte años han durado, él y la gringota de Kansas. Además, otra cosa se supo. Al fin, ella se llevó los hijos que cuidaran. Y regresó a kansas con ellos. El sólo dijo: «Está bien, mujer. Véte», y no titubió, ni fue por error que lo dijo. El brujo hablaba el inglés perfectamente, con un acento que parecía de Cambridge y ésto sumaba a la capacidad de enamorarla.

Ahora se recordará cómo fue que volvió a las andanzas y cómo obtuvo lo que obtuvo: otra niña adolescente lista para comerse, ya en su lecho. Fue la más dulce y bondadosa de las hijas de Juanito.

2.

Quien se asomó a la caja para confirmar el milagro del elíxir de la eterna juventud fue la parentela de Juanito Ponce de León, un tendero de La Chula, en las cercanías de Aibonito Guerrero. Al lado de la viuda, su madre Doña Matilde y otras de las hijas (Lala, Sofía, Ana, Gloria, Pilar, Araceli y Tinita), todavía protegidas y disciplinadas por la tía, llamada Catín La Coja.

A más iba a mirarlo, con la protesta y el recelo de Doña Matilde, Pedro Güimo, el bizco, no podía creerlo. En el interior del ataúd, parecía que Don Lion se habría transfigurado. Ni siquiera tenía el pelo canoso. Habría rejuvenecido. Y Don Pedro, otrora enamorado de una de las hijas de Juanito y por ella misma rechazado y por Catín mandado a volar porque era un gambáo, de mala pinta y ojos extraviados, un Don Nadie, mal hecho y desafortunado, testificó ante todos:

«¿Cómo no voy a defender a Don Lion? El me enderezó el cuerpo, me mejoró las piernas; yo era feo y nadie me quería. ¡Mírenme ahora! Casado, con una mujer que no se queja ni me devalúa y no veo doble…»

El que pensara robar algo de las fincas de Don Lion, o se asomara a las barracas para entrar a los temenoi, sin un permiso del Levitante, ¡cuidado! A pistola lo velaría Pedro el Bizco. ¡Por Don Lion daría la vida!

Fue congraciarse con Palomita y su familia de cinco niños lo que lo trajo a dar su duelo. «A ver qué saca vino», chisma Catín. El dice que no. Es un vigía leal, peón sin paga del muerto. Que no se atreva, nadie y jamás a portarse irrespetuosamente porque así como él odia, Pedro el Bizco agradece para siempre. Antes odiaba a Juanito Ponce y a Catín La Coja, la jamona con pata de gato, ahora les bendice. No queda una sola (entre la prole de esos cricales de Juanito y Matilde) para quienes nos tenga sus rezos y parabienes, sólida y emocionalmente guardados.

La viuda, joven aún, no llora a un anciano, sino al amante insaciable, amoroso, ente de sus gozos, devoción de su bondad absoluta. Ha callado por ahora. A todos oye y pide un buen comportamiento de silencio a los cinco hijos que con Don Lion procreó.

«No digan nada», les dijo, «pero sirvan el café a los que llegan».

En la casa, con Don Lion mientan el excitante mundo de los túneles, muchos secretos que tuvo guardados en su casona y, a oídas sordas, el olor de sus orines, el hormón griego, aguas soterradas en su cuerpo, el olor de la tierra y las calderas y los temascales. Secretos para los esoteristas y los sabios. Secretos de los temenoi, catacumbas del centro espírita que compiten con la Casa de las Almas y la Pirámide.

«¡Fue un enterrazo! Así se dirá por muchos años, así predije», dijo Magalo el Ciego, tío de la [Palomita] viuda. Se abrió paso, bastón en mano, metiéndolo entre las piernas que encontrara. A éste lo llamaban Galo.

«Echate a’cá, Galo», dijeron al Ciego que empezó a cariciar con los dedos suavemente, así como tientan la carne los invidentes, el rostro del cadáver.

«¡Ay Dios, Don Lion está tibio en la caja como si viviera!»

Al decirlo provocó las lloraderas. Sabido es que llegaron unas plañideras profesionales. Venían de toda la isla. Conocían al difunto como a las palmas de sus manos. Le cocinaban en las barracas como si fueran criadas en sus andurriales.

Y Catín, siempre cascarrabias, arrastró con premura la pata flaca, y dijo: «¡Por siete demonios, vamos a dejar al muerto en paz y cerrar ese ataúd!».

Don Tino Vargas, el abogado, se apiadó diligentemente del asunto y se abrazó a Catín La Coja y le dio unos chinitos repegones en la cola, porque, ¡qué hembrota fue Catín, desde los tiempos en que criaba a las hijas de Matilde y don Juanito! Las bañó durante la niñez. Regañó a todas, amenazó con duras tundas y les enseñó, con disciplina, quehaceres de la costura y el bordado.

Fue cuando cerraron el féretro y recondujeron a Magalo el Ciego a un rincón, con la dulce y prudente invitación a que no estorbe ni manosée a la gente. Que no se atreva a rascar con el bastón el culo de nadie.

«Echáte a’cá, Galo, y dínos cómo fue que murió este santo. ¿Qué víste tú en el éter. Dínos cosas desde tus santos ojos, visionario», propuso como moción el licenciado.

«Un día dije a Don Lion, desde la lomita de La Chula, ‘no te sorprenda que te diga que soy profeta, y no por ser ciego como Elías'. Para que yo fuese medio vidente en el espíritu, aunque no lo pedí como merced y gracia, 'no me curaste. No quisiste curarme’. Medítalo».

Para que se creyera en Magalo, transcurrieron muchos años. Don Lion estaba en planes de ir a Nueva York, a una reunión de ingenieros, de algunos, entre ellos, que él conoció en Chicago, Detroit, ingenieros de ferrocarriles… y aquí juro que dije lo que el mismo Lion le dijo a Jaunarena, cuando anunció que se iría a Barcelona, ‘no vayas”. Suspende el viaje; pero se embarcó y murió a mitad de su rumbo… ¡Don Lion no me hizo caso! Jaunarena tampoco a él. ¡Dios lo bendiga!»

A Teodoro [Choro] Ponce la misma viudita le encargó que hiciera que Magalo se callara. Sí. Desentona. Hay muchos allí cuyos testimonios son más adecuados y abonan sobre la bondad del difunto, aunque en El pueblo se había llamado al buen marido un brujo negro, temible y fiero. Satánico.

«Miren, miren, no fue que fuera del campo no lo hubieran querido. Habrá un par de malagradecidos, adláteres del Cura Aponte; pero les aseguro que a don Lion lo respeta todo el mundo», dijo Tinito Vargas y recordó a quienes curó. Gente de alcurnia: Pepe Cabanillas (a quien salvó su próstata sin cuchillo ni dolores), a Bienvenido Acevedo, dueño de Rancho Grande en Guacio, al Juez Veray Torregrosa, a Pedro Pomales y, aunque no son de Pepino, si no ricos poderosos de Guayama, a Víctor Anglade lo libró de sus males cardíacos, a don Angel Fuentes, el de las caballerizas, lo levantó de la muerte, a don José Capella Alvarez, la voz radial del «Clarín», al Cojo Añeses, aguadillanos… y según, se dio la lista hubo que mencionar sus muchas amonestaciones. Don Lion dijo a Jaunarena: No viajes todavía, no viajes…

E irrumpió otra vez Magalo el Ciego y dijo que vio claramente en su mente, desde sus santos ojos, antes de que sucediera, que unos hombres, de quienes cree que serían judíos o italianos, preparaban un embarque desde Farenga Bros, de Manhattan, y se enviaría a Pepino y se materializó con el trámite el traslado de un cadáver a Pepino. ¡Don Lion!

«Y dormía yo, por esos días, muy inquieto siendo que amonesté a Don Lion y le propuse que pospusiera el viaje».

En la funeraria de «Macana», aquí en Pepino, llegó un sendo cargamento y llamaron a la Palomita al San Sebastián Memorial, propiedad del ex-sargento [Rauli] Méndez. Y Matilde, viuda de Don Juanito, dijo a la viuda de Don Lion, su hija: Que vaya contigo Catín, mi hermana y antes vaya y consulte con Tinito, Tres Patitas, porque él es abogado e hijo de Aguedo Vargas (que supo de ataúdes y precios para las cajas del pobre). Eso le viene de familia…

Entonces, Choro dijo: Pues yo iré también y llevaré conmigo a Polo Prieto, por si hay que cargar la caja y resulta pesada por el tamaño de Don Lion.

3.

Quien vestía de blanco, con gabán y pantalón de las mejores telas, irá a la tumba igualmente vestido de blanco, al corte inglés. Lo han enterrado con un «Governor Suit», confeccionado por Santos Ruiz. Y está siendo bien llorado.

Sobre don Lion, después de ser velado en la casona, a Doña Matilde preguntaron cómo y dónde conoció su esposo a quien es, por voz del pueblo, un engendro negro y trashumante y, por igual, curiosean sobre si algo de cierto hay, entiéndase absolutamente cierto, respecto a túneles que vinculan su finca de Hoyamala y la Base Aérea norteamericana, Ramey Fields. Que si la ruta conduce a cavernas de fuego o si hay riachuelos que llevan al mar de Aguadilla. Los curiosos preguntan por los datos del acceso y permisos para consultar estos secretos, revelaciones. Son los que hoy y todavía andan a la husma y han creído verlo levitando bajo el cielo.

Y el hombre que antes fue Juanito el cojo, seis años clavado a un sillón de ruedas, ya viejo, contaba la historia de su curación con pelos y señales; pero murió primero. Puede que hoy sea su viuda la que cuente a gusto acerca de estas cosas, pero siempre agradecida con Don Lion por lo que hizo con Juanito:

«Claro, claro, que hay riachuelos bajo la casa de Don Lion… claro, claro que mi esposo fue el primero en ver sus maravillas… Lo levantó de los amarres del dolor en esta edad de quebrantamientos. Lo consolidó y le dio calma…»

Como quien despide un duelo, el panegírico le sale de la boca sobre «el hombre bien vestido, desde que regresó del Ejército». Don Lion, como él, en la Guerra del 14, pasaron las pruebas de valor que la violencia impone. Cumplió los karmas / avatares del Desmembramiento del mundo.

A Don Lion lo mataron 3 veces en la Guerra del ’14, no le calaban las balas. Sinforoso Arocho, cuando vino a Pepino, antes que él, vio los combates. Dijo que lo vio a veces muerto, al rato vivo.

«Y ésto nos lo dijo para que tuviéramos fe en que Juanito se levantaría de la silla de sus lamentos».

«Han de verse milagros en este pueblo y el mundo», añadió Magalo el Ciego.

Al decirlo así, se aludía a las guerras mundiales, pero también al Viejo Saturno de los temenoi que lo mismo se ríe en los carnavales del mundo y pone a los ricos a danzar, lo mismo que a sufrir y temer. Es la edad de armonizar los poderosos con los pobres, edad de quemar los malhumores, libertar las parejas oprimidas y dejarlas fugarse con los desconocidos, en las carnestolendas. Como en las Saturnalias romanas.

Y, por supuesto, que los vecinos lo entendían, porque, de momento (y sería en 1943), Don Lion compró una cuerda de terreno y, en breve tiempo, obtuvo otras 6 cuerdas. No se sabe cómo le vino este regalo. Y sembró con esmero. Como hortelano se vio que era capaz de dedicar entre 18 y 20 horas contínuas a la labranza. Cuando sembraba sus granos, su maiz, sus batatales y yautiales, no se daba descanso. Sus cosechas eran esplendorosas. Una calidad de producto como no se conocía en el mercado. Y nadie se atrevía a robarle por razones de una geopatía entre el sembrador y sus terrenos.

Desde que arrendó sus primeras vacas y cabrillas, todo se lo entregaba para su protección a la esfera de las ánimas. Ni las lluvias torrenciales, ni los comegenes ni los vientos, nada podían contra su casa tremenda, de amplio balcón, techada a 4 aguas…

Una vez terminada, sucedió lo que le dio fama en El Pueblo y sus barrios. Se trajo a la hermosa potranca, Dorothy Simpson, con los dos hijos que ella tuvo del marido. Era la mujer del ingeniero Simpson a quien le gustaban las mujeres de la costa, quemadas de sol y bullangueras. Y era también que, solapándose gustos y secretos, a la mujer del ingeniero, blanca y rosadita como algunos de los trajes de Don Lion, le gustaba la apolínea negrez del obrero favorito y la ternura de Don Lion cuando dormía los nenes del hombre anglocaucásico.

Casi arrobada por ese encanto, cuando él con su laúd, hecho en Canarias y traído de Cuba, interpretaba canciones para los días de invierno, motivos de luna y tristezas de la Isis osiriana, Mrs. Simpson se le echaba a los brazos. Y el Gringo, sabiendo o no sabiendo, andaba en sus andadas con putitas y engañifas. Y la mujer de Kansas, a solas en su alma, sufriendo, pero con Don Lion al lado.

Bien que se dijo, ella estaba consolada. Bien que se dijo. Un día dijo: «Me voy a Kansas, con los nenes. Desaparezco. No me busques. Sigue cingando».

Don Lion había finalizado un túnel.

«¡Si quieres alejarte de él, tienes la opción de irte conmigo!»

«¡Sí! Acepto».

Caminaron cada uno con un niño en los brazos. También otra casa que Don Lion hizo con sus propias manos la esperaba y allí se arranó con ella y le exploró todo el cuerpo y la fructificó, cuidándola y amándola como ella quiso ser amada, atravesada con riejo de carne roja y fiera. Fue una Luna que espera sol y cálido balance.

«Seré tu balance, amada», le dijo Don Lion.

Juanito Ponce en vida contó a toda la familia que la casona fue como un palacio, con todos los útiles domésticos y servicios, que no se conocieron entonces en el campo. Y que, en el batey, Dorothy le preparaba bocadillos que él devoraba con «high ball».

En Aguadilla, los mejores filé-mignon se le aderezaban en el Tony’s Bar Restaurant y, casi siempre, sin cobrársele un centavo.

Los que con mala leche acusaron a Don Lion el Levitante alegan que a Dorothy la embrujó con un talismán que ella colocó en un caro collar que le obsequió el marido. Mas el talismán preparado previamente por el brujo la prendó. «Póngase eso», dijo a ella en vísperas de que cumpliera 34 años de edad. Al año siguiente, se juntaron y vivieron 20 años de amores intensos.

El tiempo ató las cosas. Y del mismo modo, desata. Disuelta la pareja, cuando supo que su marido murió, Dorothy se fue con sus niños a Kansas. Los educaría propiamente. Después del Armisticio de la Segunda Guerra, sería el tiempo se irse.

«No es que te dejo para siempre», dijo a Don Lion, pero añoraba sus tierras blancas y nevadas. «Allá no serás feliz».
El se quedó. Ella se fue. Y había tristeza en los cielos noctívagos de Hoyamala.

«Fue cuando lo conocí», recordó Matilde, viuda de Juanito Ponce, y añadió que Don Lion pudo haberse ido con ella. No se fue. Habría podido enriquecerse como un joncho, lleno de plenas abundancias o partícipe de jugosos salarios, porque Don Lion aprendió mecánica Diesel. No se fue. Oyó el consejo, «allá en el Norte es que hay futuro; tú ya conoces el Este, el Sur y el Norte».

Era experto en calderas. Aprendió, todo cuanto se pudiese, sobre el trabajo de calefacción en trenes, edificios, fábricas. Entendía las matemáticas de la ingeniería. Leía sofisticados planos, alteraba lo conveniente y, por eso, con el mismo Pentágono, hizo migas y con militares y civiles de fama, dirigió los operativos de contratos grandes y fue de ese modo que llegó a la Base Ramey, donde ganó la confianza del ingeniero blanco… Era el Maestro de Obras, ayudante principal, eficaz en todo, poderoso entre centenares de empleados. Pero... «no se fue». Y con esas mismas palabras, calló la viuda de Juanito Ponce, preanunciando que el demonio es santo, o que a Don Lion lo usaría la mano de Dios para bendecir a los Ponce de León.

Dio otro mensaje de duelo, el tendero Santos Vázquez, del sector La Trece, entrada para La Chula: «¿Cómo que no se quiso cubierto su ataúd con una bandera americana? ¿Cómo que no quiso el sargento Macana que se velara por más de un día en el Sector Pueblo ni que saliera la procesión espírita rumbo al Viejo Cementerio? … Yo ví el primer auscultamiento de Don Lion, en aquellas fechas tristes en que Juanito cerraba el ventorrillo por ese dolor que tendría en las coyunturas y le dije: ¡Animos, Juanito, que te está hablando uno que sabe! ‘Usted tiene cura’, le dijo, ‘y lo voy a poner a brincar’… Eso lo ví yo ese día que (don) Lion entró y se dio un roncito aquí. Un domingo que vino tocando la guitarra y preguntó por Millín Scharrón».

«Yo recuerdo a Juanito paralítico», recordó el tendero de La Trece. «No servía pa’ ná a los 44 años, sino fuera por la hija con la que Dios lo bendijo», recordó que dijo y señaló a la viuda como si fuera Juanito Ponce en vida.

«Ella me empujó la silla de ruedas durante cuatro años», había dicho Juanito. «Fue entonces que lo conocí. ¡Era Don Lion!»

Se dijo que él maldijo su vida ante el negro que entró a la tienda y lo vio, haciéndose subir a un sillastro por mi hija. Estuvo maldiciendo y lamentando. y él se aproximó a ayudarla… Juanito protestó y le dijo: ‘Ella puede’. No lo creyó, pero, en fin, dio las gracias…

«También hizo ante mí el mismo juramento: Daría lo que sea por dejar este sillón de ruedas», dijo el tendero.

«El miró a la palomita». Es la hoy viudita que pedía lástima por Juanito, y recuerdo que Don Lion dijo: ‘Hay que medir las palabras, después honrarlas, señor. Pero si usted me da lo que yo pida, lo curo en 3 meses’…

Ocho días más tarde, don Juanito lo vio escribir en su ventorillo, al costado del mostrador, unas instrucciones, un listado de ingredientes. ‘Búsquese ésto, hágalo, que yo vengo el mes que viene’…

Santos Vázquez, Catín La Coja, Tino Vargas y Teodoro Choro, se sumaron a los oradores visitantes para contar aquel milagro y otros milagros. Una médium de Guayama, quien representó a Vicente Géigel Polanco, se posesionó de la Santa Difunta del político, para comunicar el alma de Juanito. Y las dos viudas, madre e hija, Matilde y la paloma, se desmayaron y hubo que abanicarlas, empapar con alcanfor sus naricitas, para que oyeran el mensaje, con la supuesta voz de Juanito Ponce y otras potencias.

Y bebí lo que él recomendaba y cada vez me sentía más fuerte, menos cansado y con unas ganas de echarme a correr por selva y monte como cuando serví en la guerra del ‘14… Contaba los días que faltaban para ver aquel señor que no dio ni su nombre… [ah, sí Don Lion] y, exactamente, al mes y bien entrada la tarde, corrió mi hijita a mí y dijo: ‘El yerbero viene, papá’.

Yo había perdido la fe de que llegara y cerré la tiendita antes de tiempo, porque el mes se me hizo doblemente largo…’Quizás tendré que llevarlo a mi casa, Juanito; pero antes, voy a preguntarle por el trato. ¿Me dará lo que yo le pida, porque usted me dijo: Lo daría todo, cualquier cosa… y, porque vino y sus yerbas me habían dado fuerza, alegría y optimismo, grité de histeria:

‘Levántame de esta postración. Quiero envejecer, a todo trote. Esta tapia tan pesada que soy esclaviza a la niña de mis ojos’.

La segunda fase de la curación se realizó otra vez en la casa de Juanito y allí le dio sobos con fuertes manos en las piernas y le dijo, delante a las 4 hijas que tenía y de su mujer, has estado muriendo con una espina de hierro atravesada que se oxida; pero, hay huesos de luz sacra y, sobre todo, un metal noble todavía en tu vida. (¡Fue cuando miró a La Paloma con dulzura!) Y llamó hueso indestructible a la misma luz sacra y al núcleo del tejido óseo. Núcleo de resurreción y dijo que enviaría de su luz a ese núcleo, después de masajearlo esa noche.

«Vendré en un mes», dijo.

En la casa dijeron, ya que en el curso de los días siguientes, Don Juanito se levantaba muy contento, más reconfortado y sin dolores, que Don Lion trabaja con metales de luna. Recordaron que dijo que más que la plata lunar, el más noble de los metales es el oro, que es fuente del Hueso Indestructible y la Luz Sacra. Y, en reuniones familiares, especulaban si él era capaz de quitarle la casa, o un pedazo de la finca productiva, sin la cual no se sostendría la Tienda de La Chula.

«¿Cuánto será lo que pida?», se preguntaban.

La comunicación del médium hizo enfática la voz de Juanito cuando dijo:

«Aquí en la casa, mando yo. Y si me pide, por levantarme de esta silla, la tienda o la casa, se la doy en pago. Aún tengo mis manos para trabajar. El me dará dos piernas, ¿no es cierto?».

Y lo esperó, otra vez felizmente, un mes y otro.

Volvió a contar los días de su regreso y, exactamente, al mes y bien entrada la tarde, se repitió el momento. Su hija dijo: ‘El yerbero viene, papá’.

Esa misma noche, junto con la niña de 13 años, lo internó en una barraca en Hoyamala y lo bajó por unas escaleras, internándose en túneles y pasaron ante habitaciones y salas de descanso. Lo condujo, semidesnudo, a una charco de aguas térmicas. Y le dio un bebedizo y, delante de él, hizo oraciones, le sumergió su cabeza bajo la superficie de las aguas. ‘Sóbese las piernas. Repita estas frases que le digo’». No supo cuantas horas después de la medianoche estuvo en los temenoi, túneles sagrados del Negro de Hoyamala.

Cuando salió Juanito Ponce vio la madrugada y caminaba, no creyéndolo, aún con miedo, o cierta incertidumbre a que durara pocas horas la sostención del milagro. Atrás iba la hija, a quien Don Lion llamó más de una vez, la «palomita». Lloraba con emociones extrañas. ¿La querrá su padre ahora que no necesita que ella empuje su sillín de paralítico?

«Pues, ¿qué le debo, Don Lion?», dijo la voz de Juanito.

Llegaron a la tienda de La Chula.

No viajaban en una carreta como antes. Esta vez sacó un automóvil que era con el que paseaba cuando andaba bien trajeado por El Pueblo y buscaba a Scharrón Rodríguez para serenatear, darse unos palos y tocar la guitarra o la mandolina como un mago.

Para contestar, sólo miró a La palomita.

A la niña que hermoseara, año con año, la quiso. La pidió sin temblarle los labios. Desde un ventanal de la barraca, la segunda casa que construyó en sus terrenos de Hoyamala, dijo él a Juanito, «salía yo e iba a verla. La observé desde antes que usted me conociera. Busqué la luz y la luna en sus ojos, ojos de metal noble y de misericordia».

De pronto, el curado y atónito Juanito calló.

«Déme la oportunidad de visitarla cada mes y, en un año más, la recibo y me paga».

Don Lion no esperó la respuesta. Dijo para así: «Que sea como he dicho».

Al cumplir justamenye sus 15 años de edad, Don Lion se casó con la muchacha. Don Juanito, su padre, se repuso del llanto y del tiempo que le dio para entregarla, pero le dijo: «Sí, el pago es justo».

La Palomita fue feliz porque Don Lion la paseaba por los temenoi y juntos se bañaban en las aguas termales, subterráneas. Se escapaban en la noche a los montes oscuros y no temían a nada.

Alguna gente sí decía que él es un brujo temible, que hizo mal don Juanito en dársela a tal negro, por más rico que sea… y ella, como él, sordos oídos, no temían a nada ni a nadie…

12-10-2007

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La mosca muerta y el barbero

a Bernardino Sánchez Méndez

Su madre, Celi (la mosca muerta) y sus hermanas, residentes del barrio Tablastilla, bien que parecían gente de historial fino. Guapas, distinguidas, sin escándalo. En el Sur del Bronx, posiblemente, fue que Celi, muchacha linda, de 24 años de edad, cambió o se enmaleció al cabo del tiempo.

A Bernardino Sánchez Méndez, el barbero, le dijo: «Regresé a Pepino, porque estoy sola y divorciada». Y fue un flechazo. Está sola y es linda. Y regresó a Pepino. Tres cosas ideales que no cayeron en oídos sordos.

Ella tiene un pelo corto, negrísimo, la cara ovalada, el cuello largo y unas manos bonitas, con uñas largas, bien pintadas. Es la más bajita de otras muchachas de su casa. Esplendorosas, agraciadas de cuerpos y semblantes.

Haría un par de días que Celi llegó del Bronx a Pepino. Fue a mediados de diciembre cuando pasó frente a la barbería y Bernardino, que despedía a Don Balolo Rodríguez a quien cortó su pelo, se detuvo en la puerta. Quiso admirarla. Parecía que la llamó con el rabillo de los ojos.

Hoy más que nunca daría alas a esa jovialidad suya, a ese cultivado y gentil ego grandioso, pero noble. Siempre ha tenido una imagen bondadosa de sí mismo. El supo que fue criar ganado en su barrio y pueblo natal, Maravilla Este, de Las Marías. El vendió meriendas en la ruta del tren de Mayagüez y, antes de poner su barbería, cortaba a domicilio en larga ruta que iba de La Central Plata a Las Marías. No es que quiera jactarse, a estas alturas, pero dice: «No hay quien recorte como yo, el barbero de los ricos».

Ya recibió unos calendarios navideños, con estampas ilustradas de campo y aguinaldos. Para que lo lleve a su casa, a la muchacha tendría que darle uno.

«Años hará que no veo su familia. Usted será la menor de tres hermanas... Has de ser Celi».

«La misma. De Tablastilla».

Ella extendió la mano y se inclinó reverencialmente. Sabía que, al negocio ante sí, entraba la crema y nata del pueblo. Al dueño le calculó 50 años, con un signo de dólares en mente.

«¿Vienes para quedarte?»

«No sé todavía si me voy o me quedo; pues tengo, allá en el Bronx, mi apartamento». Ella curioseaba con la mirada el interior desde la puerta. O tal vez quería verse y retorcarse el rostro ante los grandes espejos de la barbaría. «¿Tienes prisa? ¿Quieres entrar un momento?»

«No ahora. Si me permite, voy a un mandado y regreso», contestó.

Bernardino aprovechó para verla irse, contoneándose con tan hábil, pero sensual elegancia. «¡Es como un ángel, pero de los buenos!», meditó. Para dar seguimiento al encanto inesperado de la plática, descolgó un sombrerito fino y una chaqueta que colgaba de un gancho, apresuró el paso y compró un ramo de rosas en la Floristería de Teté y, más adelante, un licor fino.

Cuando Celi regresó, ya eran poco más de las 12:00 del mediodía. Y se supone que él saliera a almorzar, pero se quedó en la barbería esperándola. Por fortuna, llegó antes de la 1:00 p.m. De otro modo, habrían llegado otros de sus clientes. Se acicaló el lacito, cerciorándose que sobre la camisa blanca, almidonada, no se viese un pelo o un mal doblez. Pasó un pañuelo viejo sobre sus zapatos Cordovan, de la Fleurshine.

«Aquí estoy», anunció ella.

«Encantado de verla otra vez», abrió la puerta para que ella pasara y disfrutara del aire acondicionado de la barbaría. El calor del mediodía la tuvo sofocada, según su queja.

«Tengo aquí el calendario que la barbería obsequia en Navidad, este ramo de rosas y este vinito fino para se lo lleve a su familia, con mi saludo. Que sepan que yo me acuerdo de ustedes».

«¡Qué persona tan amable!», sonrió y, mientras examinaba la cachendosa barbería, sus juegos de luces de neón, el laberinto de espejos, también a ella se le hizo necesario reiterar la soledad que se vive en Nueva York, por la carencia de un cariño bueno. «La Navidad me la paso acá con mi familia; gente que me da su apoyo porque estoy divorciada y solita».

Bernardino creyó la inocencia de sus palabras, una por una.

Y a sus clientes de mayor confianza en la barbería les contó, pasado el tiempo. «Lo que nunca me imaginaría, a mis años, me está pasando, Cucán»

«¿Qué podrá ser? Cuéntalo, Bernardino».

Hacía unos turnos para unas afeitadas, el Dr. Muñiz y el Negro Padrón.

«Me enamoré».

«¡Cáspita, Santo Dios!», musitó entre las labios el doctor. Dejó de leer un periódico del día que sostuvo en las manos y cayó despapelado al suelo.

Padrón hizo girar la silla en que estaba sentado, una de aquellas sillas que suben y bajan a presión, se inclinan o se enderezan y que parecen asientos de aviones ultramodernos, costosas sillas de barbero que convirtieron al salón de Bernardino en el modelo del confort, el buen ambiente y los exclusivos y esmerados cortes de pelo que da.

«Soy el barbero de los ricos», así se jactaba. Y parte de su labor, en atención a clientes cultos, sería cultivarles aún más, recitándoles de memoria los versos de Luis Lloréns Torres, Juan Antonio Corretjer y Santos Chocano. Esta tarde estuvo distraído. En su memoria, está el rostro de la hembrita, con su dulzura pícara, como sedienta de protección y nuevo amparo. Bernardino hizo, en secreto, los primeros movimientos para ayudarla.

Dio una mirada a los lujosos sillones de su barbería. Cada uno habría costado $10,000 al menos. Los ordenó por católogo a Texas pues sabía que equivalen a la usanza de las grandes barberías newyorkinas de la Quinta y Madison. Duro sería confesarlo, pero los vendió. Pronto vendrán por ellos.

Ahora lo difícil será comunicar el cierre a su clientela, gente eminente del Pueblo y del campo, gente adinerada y aficionada a sus cortes de pelo y sus cortesías. Se va. VendIó, casi en secreto, la barbería, todo excepto la casa en Piedras Blancas, donde quedó su señora, Don Milagros Jiménez y su hija, Carmen Luz. El se irá al Bronx, donde Celi dijo que lo espera.

Por dos meses estuvo citándola en secreto. Planearon, por así decirlo, la dicha en abstracto. Se dieron besos furtivos, casi contados y fueron otras caricias las que encendieron los ánimos, desafiando la ética mariana de Sánchez Méndez. Adoró su carne nacarada y su tez tersa con sólo lamerla con su mirada.

«Tienes la crisis de los 40 años, Berna. Eso nos pasa a todos. Piensa eso que me dijíste. Deshacer tu matrimonio y andar detrás de una pollita», le dijo Oronoz.

«No hay que ser bien parecido, cuando se tiene un poquito de plata, para que vengan las mujeres a hacernos cucasmonas. A la edad de 40 o poquito más, uno se vuelve loco por una de veinte, ¿entiendes lo que te digo?», comentó Padrón.

«Es la primera vez que hablas de eso. El romance está avanzado. Vas a cerrar e irte, ¿y quién es ella? ¿La conocemos? ¿De dónde es el pimpollo que te volvió tan loco?»

«Es que ella es discreta y calladita», se justificó el barbero.

«Ha de ser una mosca muerta».

Y, de hecho, así era, pero, en 1961, Sánchez le dio el dinero de la venta de su barbería y de los 4 sillones que eran un lujo de Fígaro en todo Puerto Rico.

2.

Cuando Bernardino regresó al Pueblo estaba lleno de vergüenza. Se había dejado maltratar y engañar por una mosca muerta, por gente desconocida y él no sabía vivir fuera de su terruño. «¡Qué solo estoy aquí». El Bronx no era para él. Se culpó de encarnar una voluntad débil. «¿Por qué fui tan sumiso y no supe decir NO? ¡Maldito sea!»

Y él no era maldiciente ni llorón como para verse como ahora.

Antes vivió tan tranquilo, sonriente, servicialista, deseoso de agradar y hacer las cosas propiamente con esmero. Sabía que, con sus tijeras, aceites y navajas, ganaba el pan sin dar escarnio a ninguno, pobre o rico. «Prefiero ser bondadoso con lo poco que tengo que estafar a mi prójimo o volverme ladrón como la mosca muerta». Su moral encajó en una ética mariana, espiritualista y, además, era un asociado del Centro Luz Divina, de Baldomera Latorre, alias Doña Mayo y Rafael Orta, el culto espírita más exclusivo y de más clase de Pepino, por adscrito a la Federación de centros de ese tipo.

Algunos creyeron que Sánchez estaba mediunímicamente facultado. Esta es la persona que él es: una que ni tira piedras ni vela al guardia. Decencia encarnada, si algo ha querido desde siempre es el sello de distinción en lo que hace, servicio a través del trabajo honrado. No es político, no propagandiza, pero es un idealista. Es un independentista quieto, como son los de la bandera verdiblanca de Concho.

Bien sabe Bernardino que Albizu está preso y Muñoz Marín, como la inmensa mayoría del pueblo, contento. En el 1957, él Gobernador se despacha con la cuchara grande. Es la época de oro del muñocismo y, en el espíritu de la colonia perfumada, el independentismo suyo es tan discreto. No objeta aún nada.

Don Rafael Orta dijo, con sus términos pipiolos, lo que Bernardino ya se callaba. «¡Esta culequera de los populares va pa’ largo; pero la gente está feliz y bailando de lo lindo». Bernardino se hizo pipiolo al final. Por pragmático, se identificó con Cayo Estrada. Era un hombre sencillo, todavía un campesino, pese a jactarse: «¡Pero soy el barbero de los ricos!»

Con que no pierda su clientela, Bernardino no sufre. Sin embargo, tras el regreso admite que sufre por primera vez. Al barbero lo manipularon y le dio, al comprenderlo, una tirria que estuvo a punto de comérselo vivo.

Desde la niñez, aunque condicionada por la instancia de premio o castigo, él se mantuvo armonizado a la ética que recuerda el imperativo catégorico kantiano. No actuar de modo que se viese castigado, o remordido por su propia consciencia. Quiso los premios, no las sanciones. «Haré lo mejor que pueda en la medida de mis habilidades y recursos».

Creció de esa manera, cívicamente modélico, universal, bien querido; a veces mimético, creyendo ser juicioso; a veces autoanulándose, porque no es bueno que se ocupe, por capricho, un lugar que no nos correponde.

Si esa mujer que lo ha engañado supiera lo duro que fue antes, en tiempos de La Colchoneta, ganarse unos centavos, no sería como es. Timadora. No siempre Sánchez fue tan próspero. Vivió las miserias de La Colchoneta y antes la Depresión del ’20. Tuvo la suerte de conocer a hombres buenos, a luchadores ejemplares. Había mencionado a algunos, a quien les cortó también el pelo: Severo Arana Casañas, Agustín Vélez Cabán, Arcadio Estrada Linares, el ex-Alcalde, Paulino Morales y, dijo que con ellos, organizó el Partido Popular, «esa Pava que, poco a poco, nos ha ido sacando del hambre colectiva y que traerá la libertad que todavía nos falta».

Si mencionara tres cositas por las que anhela la vida, éstas serán: el amor al trabajo, la música que escucha desde dentro, las tijeras que le mataron el hambre y la patria que grita su dolor desde poemas. Los vientos colaos del sexo y del poder pasan. Desaparecen, se evaporan. Nunca fueron estas cosas, sexo y poder, para él unas verdaderas pasiones. Por lo que le pasó, no está para música estos días. Ni está para decir poemas.

Ahora que cayó en desgracia si recuerda a esa mujer es para maldecirla. Y sí, la está recordando… Ella tenía su chillo, con un pelo embarrado en brillantina Alka, un bigotillo menos digno que el suyo. Bernardino se lo afeita al estilo Clark Gables.

Al amante, ex-marido o socio-delincuencial de Celi, lo recuerda con un reloj Bulova que le cubre la muñeca entera por lo grande. Cree que apantalla el infeliz con su sortija de oro y el rubí rojo. El mandulete posesivo merecerá el mismo odio que la mosca muerta que narró cuentos temibles por su causa. Que es tan celoso que no quiere que ella viva con nadie, aunque estén separados. Que… blá… blá… blá…

«¡Amenaza, Bernardino, con quemarnos vivos!»

Y fue por lo que, al llegar al Bronx, cambió todo tan de golpe: «¡Tú no te puedes quedar aquí! Mi ex-esposo me asedia. Me tiene prohibido que alguien me visite. Derribaría la puerta. Te mataría aquí dentro. Se pondrá a velarte con varios matarifes. El tiene unos instintos traicioneros y asesinos».

«¡Pero me aceptaste el dinero! De eso otro no me contaste nada. Has alquilado con mi nombre y el dinero que te dí. No es justo lo que ahora dices. Si no viviremos juntos, ¿por qué vuelves donde está quien te amenaza y hastía… ¡Mira, mi amor, te dí mucho dinero! Esos son años duros de mi trabajo».

En consecuencia, está mil veces más que triste. Este amor burlado ha repercutido hasta en su cuerpo. Su calvicie ha crecido. Enflaqueció. Hoy es una lástima y se parece a todo lo que jamás deseara para sí. Maldice, se siente fracasado, cobarde, digno de un par de carcajadas. «¿A dónde vas, Vicente?», le habían preguntado antes de viajar a Nueva York, alguien que le vio en los trámites.

Estuvo tan obseso de irse con ella que siguió la broma y contestó: A donde va la gente. Voy al Bronx… Y no lo pudo creer el pueblo entero, pero no oyó consejos. Y, sí, en el fondo, por su naturaleza personal, es hombre persuadible.

Mejor que hoy no lo intenten, mejor no oírlos, porque tenía una ilusión de amor exhorbitada. Iría como un quijote a conquistar los nuevayores. Tal vez hasta puede que funde otro salón [hair cut and styling], sea en el Bronx u otra parte; pero, en este caso, lo que importa es que fue persuadido por una Dulcinea con nalga esplendorosa. Ella lo ofuscó visualmente.

De parte de Celi, con su acaramelada palabrería, no habría sospechado ni esperado este chasco. No se cumplió el anhelo de montarse sobre sus caderotas juveniles. Si en algo piensa hoy es que se montó sobre un jamelgo con zahogo, rumbo a ninguna parte.

Mientras meditaba, desde el avión, después de varias noches en moteles, solo y burlado, entendió el banquete del timo. La recordó. Ella, tentándolo con besos falsos, los primeros en su vida de esa laya y rememoró, por igual, en Pepino, las erecciones importunas, al citarse a escondidas con ella, como si fueran un par de adolescentes; él aguantándose las ganas de salpicar con semen las vellosidades de Celi, jamás pasadas por navaja alguna…

Ahora, por amargura y odio, a la erótica del recuerdo la transforma en pensamientos vengativos. Hoy si quisiera verla, «¡Dios me perdone», dice, «sería para clavarla con una daga de hojalata, no de carne ni en la carne; en el alma».

Previamente, lo habían advertido con un mensaje étereo por vía de santas voces. «¡Cuídate!» Le hablaron sobre un ángel que vendría. Y una oferta ominosa. Un negocio oscuro. Llamaron al delito un timo en ciernes. Mas Bernardino, bueno como es, autodidacta, con sólo un primer grado de primaria, dijo para sí, porque la propia Doña Mayo (Latorre de Orta), le dio el consejo: ¿Un mal negocio? ¿Y yo aceptándolo? No. Lo siento por la médium que mal condujo su advertencia. En Pepino, yo conozco a todo perro y gato. De la gente perversa no me fío. Bien sé del que me dirije la palabra y de quién me sacudo.

Bernardino tendría que ser más terco que el amor mismo cuando dejó a un lado los escrúpulos de quedarse, porque ya no soy un jovenzuelo, e irse a llevar hierro (su fierro) a Vizcaya, donde abunda el mandulete, el placer, las aventurerías y el vicio. Fierro no se urge en Vizcaya, hoy lo comprende. Ni putas en el Bronx, ya hay muchas.

Pero han abusado de él como si fuese un niño que se ha mamado el dedo. Y las mismas chamacas reventadas, como las hijas de Justo Relleno y de Candayo, se lamentan: «¡Tan decente y mosca muerta que se hacía, despreciativas con nosotras y mira lo que hizo. Cogió al viejo de pendejo, a un cincuentón, habiendo muchachería por ahí, nenes que andan calientes!»

Le vieron, a poco de su regreso, tan cambiado. Se detuvo en la Calle Ruiz Belvis donde fue su barbería. Quería ver si algo de lo suyo sigue vivo porque dentro se siente moribundo. Lo menos que se le ocurre es que alguien pueda confiar más en él, después de cometer la pendejada de largarse, con ese amor tardío, volando hacia una mosca muerta. Su identidad ha quedado en entredicho, al igual su dignidad y su autoestima. Así lo cree, mas él se ha equivocado. Ha olvidado que el pueblo-patria entiende cosas más que el corazón engañoso en uno mismo.

Cuando alguien de su vieja clientela lo llamó, sintió terror. Se hizo quien no oyó. Salió corrriendo. Antes de ver a su gente tendrá que hilar un mea culpa y decir que es un tonto, por lo menos. Echó unas cartas al correo, ocultó la mirada con las gafas y corrió a su casa a esconderse.

Para ayudar a que retome su valía como ser humano, al poco tiempo, los mismos a los que recitaba versos de Lloréns, Dávila, Corretjer, De Diego y otros tantos, Cucán Oronoz, sí, el republicano, reaparició en la escena. Siquitrilló una cucanada bienhechora.

«¡Qué gusto me da verte, Bernardino! ¿Cuánto necesitas?»

Nuevamente, él se puso a punto de las lágrimas. Como cuando se reconcilió y abrazó a la gordita, a su esposa Doña Milagros y Carmen Luz, su hija.

«Mira, Berna, no hay mal que dure cien años», le dijo Cucán; en realidad cuando ya pudo reunirse para hablarle con plata, añadió: «Olvida esa traición y vénte a trabajar otra vez. Vamos a ver que inventamos».

Al costado de la Iglesia Católica y la Casa Laurnaga, prepararon su nueva barbería, más pequeña, sin aquellos sillones de $10,000 o tantas luces o muchas boberías.

Para que sea posible reconstruirse un futuro, su mea culpa, su proyecto de vida para sí, Bernardino echó mano a sus libros de Kardec. Oraba para no morir, mimaría a su señora aún más que antes. Se perdonó a si mismo para iinspirar otros perdones. Le dijeron: «A dejar el paso lento y la vergüenza que no sirven de nada. Pónte en pies: tú, marieño de manos fuertes, tú que críaste ganado antes de acariciar las cabezas de los adinerados; tú que vendiste meriendas en los trenes, a trabajar y a decirnos poemas»; lo exhortó así el mismo Padre Aponte.

«A tocar la marímbola, házme dúo con la segunda guitarra. O maraquear al menos», le pidió Benito Fred hasta por fin reanimarlo.

Se había escondido un mes y ya no será posible que lo haga más. Lo vieron los amigos que ganó en pueblo y campo… Han convocado a donativos: Pedro Tomás Labayen, Oronoz Font y otros dan tajadas grandes; suman a los ahorritos de Doña Milagros y él ha vuelto con quienes de veras lo quieren. Su esposa y Carmen Luz, adolescente, dieron el primer recibimiento.

«Papá, no habrá preguntas. No habrá reproches. Vas a seguir siendo el jefe de la casa», acordaron madre e hija.

Ocasionalmente, Celi regresa al poblado por el tiempo necesario. Evita ver a quien le nombre mosca muerta con desprecio. Sabe que ha llenado de fango su apellido y de rabia y dolor a su propia familia.

8-12-2005

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El Gringo de Cubero

El Gringo, ex-ratero, hermano de Cuco «El Puma», Rogelio «El Camarón», Felicia, Cuca y «Papiro», vivía al lado de la casa en que vivió «La Carlita», a sotta voce orgullo de El Pepino, ícono glorificador del sensual Pueblo Nuevo. Son hijos de Don Fundador Cubero, quien como Juan, fue socialista en tiempos del poder de La Mogolla. Cada uno de los hijos de Don Funda forjó su historia, dibujó disparates en la memoria pueblerina... y salieron coloraos; sí, parecían gringos, ya que fueron grandullones, con genética esbelta, energía y buenos músculos.

En su punto de belleza, desde adolescentes, Cuca y Felicia exhibieron su esencia: ardientes, vivarachas, llamativas. Y Millán Matos, el proxoneta, les puso el ojo y se las llevó a sus bares de tugurio, donde los jíbaros galanes, después de la zafra o las cosechas de viandas y frutos en sus campos, paraban en la casa de «Ja», por los rumbos de Rabo 'el Buey, y le alquilaban bicicletas de su agencia. Harán lo que se espera, en esos años de boleros mata-penas, melodiosos y velloneras que se ubican en esquinas para, desde temprano, en el tránsito vespertino hasta la madrugada, llamar al trago y al cachondeo tropicaloso.

«¡A tirar el plante entonces!», farfulló un cliente, corta-cañas, después que a Ja rentó la bicicleta.

A ver a esas dos putas admirables: las hijas de Don Funda, concidieron.

«Echar mi billarcito es lo que me place!»

«Bailar con Felicia Camarona es lo que quiero», dijo el otro.

En fin, sus encantos tiene, por igual. Cuca Cubero... porque su propaganda, vox pópuli, alega que es la más linda de todas. Tan linda es que a buscarla, con Millán, viene Forito y Santos Méndez y la llevan a sus lugares, como si fueran baalas. Casi divina se juzga la hermosura de Las Camaronas, por lo que, en las Ninfalias, del paraíso del Amusement Center ellas son vestales, centro de las miradas apetentes.

Papiro fue un muchacho estudioso, serio, aplicado. Su inteligencia consolidaría las sobriedades del buen comportamiento. Al crecer, viendo el pueblo, su familia y su némesis, emigró a Pennsylvania y se olvidó de Pepino.

No así Rogelio, el primero de los camarones.

Tenía las manos largas. Ojos de lince velón. Por endijas de las chozas de madera de Pueblo Nuevo al Guayabal, de Stalingrado a Tablastilla, metía sus ojos salaces; se ligaba a los maridos en faenas, a las hijas que crecen, año con año, dormidas sobre catres, moviéndose, semidesarropadas, nerviosas por el frío o el calor de la noche... Un día serán hembras, dignas de que un pingo les rompa las cobijas y les visite muy hondo, vulva adentro y las ponga a gemir en despatarres. Es un espión, perseguidor de pantaletas. Se las roba de los cordeles. O mete manos hurtadoras en las tinas de lavado. Las saca del fondo jabonoso de algún baño cuando cree que ninguno lo observa. O cuando ve que alguna lavandera da por terminada su faena y cuelga muchos trapos a secarse.

Un tendido de pantaletas es un tesoro. Una tentación [para juegos retrercheros] de sus psiquis.

Es un fetichista consumado. A la copa del corpiño la muerde, sin lograrlo. A las pantaletas las huele, las besa y, en alucinaciones, se las ingenia para vestir a sus amantes. En su imaginación varonil, quisiera ser como Elvis Prestley o, al menos, como Rubirosa. Es que El Puma, con deleite, fuma la yerba marihuana. Vive desde el alma jocunda; pero su carne sube a un carro acelerado. Y lo lleva hasta las nubes donde el placer juega su billar y él siempre gana y autoriza, por ello, a que limpien sus raíces y cimientos de carencias y violencias.

Rogelio se conoce los callejones donde hay bares y ventorrillos. Es, en la fondita, de Tito Vargas donde come su platillo de cuajito, morcillitas y modongo y, a veces, se atraganta. En el barecillo, con Don Pita, el consejero, es donde él espera que avance la noche, ya que irá hasta el Casco del Pueblo y buscará una tienda con vitrina.

Donde haya maniquíes femeninos, con bustos que le quepan en el puño, verá a entes casi en pañales o en falditas. Ante estos figurones o angelones se hará unas pajas en caliente. Serán puñetas enervantes por la abundancia líquido-jariosa de su impulsión y erotismo. Dejará el semen chispoteado contra el cristal de la vitrina y volverá a Pueblo Nuevo, sonriendo. Las puñetas puede que se lo coman en vida; pero, son más fáciles de adquirir que la droga, o el alcohol, o las mariposas en la noche.

Este es un titerón con palomilla. Bebe y jode cuanto puede; pero cuida su predio y tolera los valores que le enseñara su padre desde los tiempos en que Chilín Echeandía cuidaba la lealtad del voto por la Unión Republicana y La Mogolla, etapa que presidió el buenaso de Don Nito Cortés, alcalde socialista del Pepino.

Don Funda y Chilín anduvieron con la Banda de los Siete Puñales, negros pistoleros de Tras Talleres, Santurce, pero profesionales. Extorsionaban a punta de revólver. A los valientes, boquirrotos, los neutralizaba el miedo. Con los siete puñales, a muchos liberales se dieron sus matariles y golpizas.

El padre educa como puede al familión que tiene, aunque de hembrotas, como sus hijas, sabe poco. Espera que se casen bien, que ganen sus billetes, si es que no son tan tontarronas como El Puma pajiolero.

Con tal escuela, se explica el por qué El Gringo, el más chico de los varones, cayó preso. Está en la Correccional de Menores. Siempre fue bochinchoso, travieso, amigo de garatas y abusos. Arrasaba los carritos de los ventorrilleros. Robaría frutas y, cuando chico, aún no adolescente, la artesa de los dulceros. Se enfrascaba a los puños cuando era provocado. La impaciencia la tuvo, a flor de orejas, por terquedad de no querer oir a quien lo surte de imploros, o de buenos consejos.

Lleva unos meses de penitencia en la Correcional después que asaltó la Farmacia Rabell frente a la Plaza de Recreo. Como La Providencia de Gerardo Pérez, es uno de los establecimientos más viejos en su ramo. El saldo de su robo fue poco, centavería y menudencia que apenas sirvió para una sola noche de disfrute. El y otros rateros se fueron a La Plaza. Habían comprado unos dulces y cada cual un helado. Sobró muy poco y El Gringo dijo: «Pal' carajo. El resto es mío; mía la idea».

Haya sido mucho o poco, fue a don Chucho Rabell a quien robaron. Y él viene, como dijo Don Funda, de la cepa de santos. Rabell, padre, fue Padre Espiritual de Pueblo Nuevo. El fabricó el primer parque. Cuando fue el Alcalde, don Narciso dio cimientos a la luz del progreso. Fue tipo y figura de Prometeo.

«Robar a él es como robar a la madre», oyó que Fey Méndez, el Alcalde, le dijo.

«Rabell Cabrero fue santo», realegó Don Fundador, quien una navidad quiso que El Gringo saliera de la cárcel. Tenía nostalgia de su muchachito, al quien sólo le adujo como tara, «es que es travieso; se ha criado sin su madre».

Dos meses más y El Gringo salió libre, por gestiones de Fey e imploraciones de Cubero, padre. El prometió, ante el Alcalde y Fundador Cubero, que trabajaría en la limpieza, higiene y embellecimiento citadino. Trabajar en lo que sea es mejor que la cárcel.

«Trabajarás para la Alcaldía; pero, un robo más que cometas y yo te mando hasta Oso Grande», lo advirtió Méndez Cabrero.

Ha cumplido bien. Del primer cheque, sin que nadie lo pidiera, El Gringo repuso lo robado. Fue donde Chucho Rabell con el dinero y don Funda vio a su hijo arrepentido y lloraba al decirlo: «¡Don Narciso fue santo! Dio el parquecito a Pueblo Nuevo, nos hizo unas calles...»

Se refirió al hijo del médico catalán, que llevó su mismo nombre, al viudo de Consuelo Fernández, madre de nueve hijos!. En 1906, el Gobernador William H. Hunt lo nombró Alcalde del Pepino.

Cuando don Fundador Cubero le conoció, se aprendió las palabras que hoy dijo a su hijo. Don Narciso Rabell Cabrero es prócer de la Patria y el primer Padre-Fundador del Pepino moderno. Ante el propietario robado, lo declaró:

... que sin él no se tendría acueducto ni planta eléctrica ni buenas calles... y tú robaste a su hijo, cuyo ancestro es santo y de prosapia...

Y El Gringo lloró y quería arrodillarse ante Don Chucho como si éste fuera un sacerdote «de los buenos».

No lo permitió Rabell Fernández y, pocas semanas después de este incidente, al que pasara por la calle, frente a la Farmacia, con la cuadrillas de Sanidad, lo llamó.

«¡Gringo, te llamó don Chucho», gritaron.

El viejito blanco, canoso, se apostó en la puerta de la vieja botica. Una caja, empapelada de azul, sostiene con sus manos.

«¿Qué se le ofrece, señor Rabell?», lo saludó El Gringo.

Don Chucho no esperó reacción ni más palabras. Puso la caja en manos del muchacho.

«Un obsequio que te doy. Lo tienes merecido».

Con el mismo dinero que Gringo Cubero devolviera, le compró unos zapatos. Este gesto cambió la vida del ex-ratero para siempre.

Ha sido ejemplar su comportamiento.

Es buena persona y honra regenerada de los Cuberos.

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La sangre que se escurre

Noviembre de 1957. Hombres de sangre ardiente enlutaron la tarde. Sábado, a las 3:00 pasado meridiano. Don Felino, el dueño del barecito en la Loma de Stalingrado, sospechó unos signos agorantes de tragedia. Se lo dijo al propio Lolo Nuñez: «Es la tercera ronda de rones que vendo a tu compadre Lencho y quisiera que fuese la última que le vendo». Agregó una amenaza: «Tu compadre se pone majadero con mi hija y, si lo sigue haciendo, lo tundiré a trancazos».

A la mano, bajo el mostrador, tenía el madero. «No temblará mi brazo cuando se lo parta encima, amigo Lolo».

Al paso de las horas, la sospecha trágica se intensificaba. Entre cerdo y cerdo que el matarife destasajaba en su casa, regresaba horas más tarde. Hora tras hora y cumplía con el mismo ritual: elegía un disco de la vellonera de la barra, bolero descarnado de la época; se surtía del agasajo contingente de admirarla y apretaba sus labios para no soltar, con indeseada grosería, unas palabras que ofendieran a ella ni a su padre ni a clientela presente.

Sin embargo, son muchas las señales que delataran la pasión que lo carcome. Lencho no es listo. Es matrero. No verbaliza fácilmente lo que quiere. O lo que siente. Es más que solitario, traicionero. Mira con ojos lujuriosos que hasta el mismo Lolo lo reprende cuando Lencho visita su casa y observa que ni con doña Ana, su comadre, disimula sus lascivias y desalientos. «Lolo si tiene suerte y es más viejo», alega Lencho.

Mas Lolo Nuñez, vecino en Tablastilla, está en la inopia. Ana, su mujer, tiene tres hijas de un primer matrimonio. Lolo la hizo procrear cuatro más, los suyos. Al menos, cuando se acuerda, Lencho Colón es generoso. De algún cerdo que mata, lleva a la casa alguna grosura y calma el hambre de todos. «Aquí, compay Lolo, para que coman los nenes». Es que son siete, en total y, por de pronto, Lolo compra al fiado. Siempre lo mismo, la carne es lujo, máxime cuando no está empleado plenamente.

Lencho ha vuelto. Es el cuarto asomo suyo a la tiendita de Felino. Marca sus discos en la vellonera. Entrega un billete de diez dólares a quien, por su gusto, lo mandaría al demonio. Felino observó el gesto de escarnio en la boca de su hija. Lolo lamentó que el compadre abriera la boca vulgarmente, insinuando sus besos. Con la lengua se limpiaba los bigotes. Lleva unos tragos demás y en el pensamiento una muchacha, tan sensual y pizpireta que presupuso que le meneaba el rabito.

Y, si es así, ¿por qué estos celos?

Propuso una canción descorazonada para la vil ingrata. Pidió dos conitos de ron porque apuraba el primero sin inmutaciones. Así palo tras palo, el licor se escurría por su garganta con más velocidad que antes. «Esta Navidad no la paso solo», gritó ante Felino.

«Conmigo no será», murmuró la muchacha, casi evitando que su padre la oyera. Mas se hizo rotunda la osadía del borracho.

«A usted es que me refiero».

Don Felino respondió con el gesto de buscar la tranca y despedirlo a golpes. Habría sacado un machete. Por fortuna, a fin de evitar confrontaciones, el buen Lolo concilió el asunto con presteza. Tomó a Lencho con delicadeza por los hombros. Lo hizo mirar a su rostro; Felino ya sólo tuvo ojos para el fantasma de la hembra que le huía como Atalanta a Hílaco. Se envalentonaba y no lo convencía la amistosa persuación y serenidad de Lolo Nuñez. A los 40 años de edad, si bien se daba sus traguitos, éste aprendía del buen consejo, la necesidad y la mesura. Por el contrario, Felino era un tunante presuntuoso.

«Compay, ya, ya... deje éso. Usted no está para hacer amenazas ni peticiones. Anda bebido».

«Es que estoy loco por ella, Lolo. Voy a pararle el caballito a esa mujercita para que me respete».

«Ella le dijo que no, así que deje eso. Mire que bebido, sufre más».

«No me amenace con eso. Bebo para no sufrir. Es lo que haré, pararle el caballito a ella para que me respete».

«¡No, no! ¡Has perdido el juicio!», lo aguantó por un brazo para que no avanzara hacia ella y le diera una bofetada prometida, según lo que había dicho una semana antes.

Forcejearon.

«No me ofrezca más consejos, ya! Se acabó».

«No seas bobo, Lencho. Entiende».

Este epíteto de bobo lo ofendió más que su interpretación de que Lolo obstaculizaba su romance con la hija de Felino. Lencho buscó entonces el cuchillo con que clava la garganta de los cerdos después que da un marronazo sobre los cráneos porcinos para así atontarlos y que queden quietos.

No valdría otro consejo. Delante de todos los presentes, sacó el cuchillo carnicero y dio unas cuatro puñaladas al amigo. De repente, viendo con terror el cuchillo-matacerdo, empapado hasta el mango por la sangre de Lolo, dijo: «Lo hice porque es un entrometido, pero no quería hacerlo».

Un segundo de reflexión, al ver lo que había hecho y escuchar los gritos y clamores de todos, salió del lugar con el cuchillo en la mano. Lo vieron salir, rumbo a Tablastilla, los hijos de Andrés Pulga que azuzaron a otros mozalbetes de la chillería a ir tras él. Con el revuelo dentro del bar, se coló la noticia. Avisaron a Ana y llamaron un médico. Cuando huyó y se le vio por la muchachería, cuchillo en mano y el puño sangriento, no fue como se creyó por un momento, por estar cumpliendo con tareas del oficio o por examinar algunas porciones de carnes entregadas. Salía del barecito, no de un colmado. Su rostro estaba al rojo vivo y desencajado, casi con pánico, como pocas veces se le había visto.

Asesinó al compadre. Quedaron siete huérfanos.

Ahora, en Tablastilla, con una cajita de ataúd que Guilo Vargas hizo, el sótano se acabó de llenar. La casucha, hoy sí pareció estrecha e insuficiente. Se apretujaban en tal covacha, unos a otros, a más de los trece vecinos más compadecidos. Siete niños y la viuda. Lloraban porque mataron con cuchillo matacerdo a Lolo Nuñez. Se inquietaron porque su sangre salía de las heridas, incoagulable, y se escurría del cajón. El chorro era sonoro, no por mero gotear. Fue caudal de llanto lastimero. Se recogía en un baño de lavar ropa que se puso bajo el rústico féretro.

En un comienzo, la sangre salpicó el piso hasta que lo observaron e informaron con el grito de alarma. El cajón no está forrado ni el cuerpo embalsamado. No se estila en Pepino entre vecinos tan pobres. Los Nuñez, del Callejón, eran de esos.

Han tratado de enfriar el cadáver con hielo y sal, con lástimas y rezos. No se puede hacer más. Gotea la sangre. Gotea y se escurre.

«¿Cómo fue?», preguntó un curioso cuanto más quedito pudo. «¿Quién fue el que lo mató?» Se oyó la pregunta, sin embargo, como si utilizara un altavoz. Tanto fue el silencio que desafiaba el gotereo de sangre.

Aconteció que después que Lencho Colón, vecino del callejón de Guillo El Soco, entre las 2:00 y 3:30 de la tarde, destasajó unos cuatro lechones. Huyó del barecito de Felino, hombre pacífico, emprendedor, padre de Olga. El vendía, entre 1950 y 1955, cuanto podía. Surtía hasta al fiado. Cortaba el pelo, despachaba sus rones y vivía así, ajetreado.

«Agarraron a Lencho», informó uno que supo. Uno que tuvo el presentimiento malo. Es Felino. Se paró en las afueras de la casita del velorio en Tablastilla. Quiso que no se digan sobre el asunto rumores que no vienen al caso. Háblese propiamente sobre don Lolo y el lío de Olguita. A su juicio, murió como inocente. «Y a su asesino, yo mismo tuve ganas de sacarle los sesos». Sorprendentes palabras las que dijo. Un odio por Lencho se lo estaba comiendo.

Ejemplificó con don Lolo al especímen del hombre bueno traicionado por el amigo falso, el matapuerco. En resumidas cuentas, Felino salió y expresó pésames; pero tenía que saborear este gusto. Aclarar, defender a don Lolo, lamentar la situación de hambre y angustia que su muerte causara e informar el destino de Lencho, el causante de la vil tragedia.

El policía Echevarría se daba unas cervecitas, junto a Vitín Oppenheimer, cuando vio la avanzada de la muchachería. Estos dijeron que Lencho, ebrio y alucinado, corría como loco en escapada y todavía llevaba consigo el cuchillo carnicero. El arma del delito. Que mató a un buen vecino en Stalingrado. Echevarría se puso en vela para interceptarlo.

«¡Suelta ese puñal!», ordenó al encuentro de Lencho. Desenvainó la pistola de reglamento. Lo advirtió como dos o tres veces.

«¡Desármate! ¡Suelta el puñal!»

«No», él se negaba. «Es que no sé lo que me pasa. No sé ni lo que he hecho».

«Tira el cuchillo al suelo porque voy a esposarte. Mira el revólver con que te apunto. No huyas porque te doy un balazo. Si avanzas, te corro a tiros y te vacío el arma en tus espaldas», explicó el guardia.

«Entonces lo rindió y se lo llevó en su carro, esposado como reo», terminó de contar el tendero.

Y, según continuaron los rezos y los pésames, importaba saber por qué un compadre mató al otro. Ciertamente, otra vez sería don Felino quien deseaba decirlo.

«¿Quién es el culpable y cuál es el motivo?», indaga la gente, parentela y curiosos. Llegan hasta del campo por afán de saberlo. Y, si es la prensa, con interés en el caso, Felino se hace indispensable como el cuchareta que lo sabe todo; alegando, por demás, haber vivido con sus ojos protectores en Olguita, la hija suya que, por linda y juvenil, rompe corazones y a todos encandila cuando va por la bajada de Pueblo Nuevo.

Con delicadeza y suspicacia lo ha dicho. Alguien enamorado a lo divino, residente en lo profundo del Callejón de Guillo, es el asesino. Confirmó que el fisgón de Olguita se enceló porque lo que su hija tiene de diablesa, también lo tiene de niña protegida. Por su causa fue que vivía entre infeliz y contento. La espíaba al observarla parada en la Loma de Stalingrado.

Y, es verdad, Olga es bonita, alegre, coquetona, mas a nadie suelta prendas todavía. Es la hija de don Felino quien tuvo a Lencho como ajíaco. Es la espinita clavada que lo angustiara porque, como filosofara el muerto en vida, «las felicidades perfectas no existen, ni muriendo».

Lencho se quejaría con el compadre. «Me desanimas; me estorbas mis amores». Lolo dice que no es cierto, sólo que del propio acusma de su alma es que él toma sus recriminaciones y las tuerce y no las racionaliza. «En amores, no maduras, Lencho. Te portas antojadizo y vas para viejo».

En más de una ocasión, se justificó: «Estoy loco por ella. Hago cualquier cosa por tenerla y hacerla mía esta Navidad».

«Malo, malo; pero cada cabeza, un mundo», supuso.

«Tú dáme por mi lado; díle a Felino que soy bueno».

«Mejor callaré, compay, porque con las cosas de padres e hijos no miento. Un consejo, si quieres, deja eso. Olvídate de quien ya te cantó muy claro, que no te querrá nunca».

Comenzó a sentir el dolor de los celos pues la hija de Felino sonríe a todo el mundo. Lo ha escuchado y no lo quiere creer. No soporta que ella le sonría a ninguno que no sea él. Lencho, además, tiene un hijo abandonado. «Es mala gente», le dijeron, nunca Lolo. Es evidente que él es irascible, posesivo. Se informa solo. Se le va la lengua cuando bebe. Tanto que, con respecto a Olguita, dijo que le gustaría convencerla de que se ande con cuidado. Si es que ha de ser suya, «mejor que no sonría tanto, porque yo la quiero pa' mí y para que sea madre de mi hijo».

Don Lencho, tras veinte años de prisión, buscó a su compadre. No recordaba que lo había matado. Repasó, en medio de pesadillas y alucinaciones, la última conversación que con él había tenido. Recordaba las palabras de su amigo.

«Estás mal, compay Lencho. Te irá mal si buscas a esa muchacha tan joven y jariosa. Tú no le interesas y lo dijo a su padre. No es a tí a quien ella quiere».

«Pues eso me lo tendrá que decir a mí».

«¡No la busques más! No sufras con ese embuste de que puede quererte».

«Que venga y me diga que no soy hombre pa' ella; si tiene otro pretendiente que lo vaya largando, porque le voy a quitar la cabuya que ella se da por caliente».

«Es que, por joven y en la edad de marido, son muchos los que la rondan», insistió Lolo.

«Pero aquí hay hombre y mejor que yo ninguno», dijo el enamorado.

Había sufrido otra pena de la que tenía muy confusos sentimientos. Mientras cumplía su condena carcelaria, a Freddy, su hijo, le dieron 20 puñaladas. Entonces, se preguntaba cómo pudo haber sido.

«¿Dónde está viviendo mi compadre?», pregunta Lencho. No recuerda que lo mató hace 20 años.

«¿Qué le pasa Lencho? Los muertos ya no perdonan», le dicen.

«Yo maté a uno, no a dos. ¿Por qué vienen a joder conmigo?»

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Pedro el Bujarrón

Cerca del viejo parquecito, entonces llamado El Parque de Rabell en Pueblo Nuevo, a una esquina extrema de la casa con balcón, de Tito Vargas, funcionó el barecito, donde Pedro merodeaba. Desde 1920, estuvo abierto como un pocito alegre de ron caña. Y Pedro y su vecino, Billi Torres, iban jovenzuelos a examinar el área. Billi, excediéndose siempre por su gusto de alcoholes. Pedro, mesurado y tranquilo.

No muy lejos del bar, también cerca del parque, la casa de La Coja, quien sentada y bien pintadas su boca y sus pestañas, reunía a las bochinchosas de mi Pueblo; edificaba los chismes como altares y exhibía sus tetas y hembritud exuberante, excepto la pata coja. Un poco más abajo, el bar de María Songo, casa de citas y bailes. Y ella, negra esplendorosa, que sabía mover como un molino, con salero y ritmo, todo lo que Dios le dio por nalgatorio. Este fue, por igual, el vecindario de la juvenil y hermosa Mirtelina, quien de niña se bañaba en pantaletas, calenturienta precoz, a la vista del muchacherío.

Y Pedro Torres, alto, blanco, con los ojos azules, gentil, cordial, aprendiendo a vivir, con 19 años. Y sus amigos, desde entonces, siguiéndole los pasos, porque es un joven bueno y comedido. Estudia, observa y tiene sueños. Piensa, ya que ha iniciado una vida en Estados Unidos que un día regresará, lleno de plata. Venderá joyería, zapatos, prestará dinero, ayudará a los más pobres. El ama estos lugares pueblerinos y pasa frente al balconcillo de La Coja cuando están las muchachas en el comadreo, examinando quién va y quién viene. El ya ha oído cómo lo colman de elogios, aún las chismosas. «¡Pedrito sí es bien parecido!» El se volverá a Nueva York, mas ese comentario será un grato recuerdo. Quiere llevarlo consigo.

De la ruralía de Guacio llegó, estableciéndose en el sector Cayey, un nuevo vecino para Pedro y su hermana. Uno que, distinto a Billi Torres y David Traverso, no siente ningún deseo de andar con ellos. Uno que los mira de reojo y no les siente simpatía a ninguno.

El vecindario entre las callecitas de Cayey y Miramar es una meca de artesanos, capital si se quiere de carboneros, cocineras, ebanistas, reposteros, muebleros, cargadores, quincalleros, gente que dejó el campo y se enfrenta a esta racha de pobreza que la Depresión ha traído, además del desastre del temporal San Felipe. «Se acabaron las fincas de café y los platanales», había sido el lamento desde 1928.

Rondando el sector de Tito Nieves, María Songo y La Coja en Pueblo Nuevo, a veces se topan con Ché Pelao, quien les mira torvamente. Se siente acomplejado porque es prieto y tiene el pelo negro ensortijado. En adición, El Pelao está adquiriendo el oficio de carbonero. Ha escuchado que Pedro habla el inglés y, en secreto, sin decirlo, lo envidia. Dijo: «¡Por sus ojos azules, el pendejo ya se siente americano!»

Ha entendido que Pedro ahorra sus centavos y volverá al Norte a fin de trabajar mucho más y culminar sus sueños. Ha visto que David se enternece al presentir su ausencia. Con Pedro, David halló al amigo más fraterno, orientador y tierno.

Por su parte, siendo un recién llegado al casco urbano, Ché Pelao se aburre y busca la peñita de ron en Pueblo Nuevo y, al ver que se van sus vecinos, nunca dice: «¿Me les uno? ¿Vamos juntos a bailar con María Songo?» Se va tras ellos, a distancia, como ladrón que los persigue en secreto.

Los mismos Guillo y Carlos El Soco, pirotécnicos de la misma negrada que mancomuna a Cayey con Pueblo Nuevo, han observado que Ché Pelao no sabe preguntar lo que conviene. No disimula si algo lo disgusta. Se mete donde no lo llaman y pide vela en todo entierro, siendo tan torpe de palabra como de actos.

Con él se ha identificado a un buscapleitos.

De Pedro se sabía que tenía un presunto cortejo. Es David; no fue dato que Pedro, o David Traverso, pregonaran. No era tan obvio, pero, Ché Pelao se había enterado. Hoy David no se personó con Pedro. Se quedó estudiando en su casa. Pedro es el mentor y corrigirá la monografía que lo tiene ocupado.

Sus vidas fueron tan privadas, como la de Gabriela, «la quincallera», hermana de Pedro, de quien se dijo, por juzgársela alta, blanca, grandullona, con ojos verdi-azulinos, modales cuasi-varoniles, macharrangos: «Tendrá miedo por algo el hombre que se junte contigo, ¿eh?». Sí, faltaba marido a la mujer y Cheo Pelao dijo que parecía machúa y vestiría santos, si no ocurre un milagro, pero: «¿y qué coños te importa a tí, so pendejo?», respondía ella. Lo dijo al mismo Ché Pelao, rumbo a su casa de la Calle Cayey, yendo hacia el Cuartel de la villa.

Nunca antes dieron una reprimenda verbal tan rotunda a Ché Pelao. Gabriela lo tildó de entrometido, lo apellidó pendejo y se fue a sus anchas hacia su casa. La desazón lo tenía hirviendo de coraje, sin desquite y por aburrirse y no hallar a quien dar parte de este cuento, terminó en la barrita, cerca al Parque Rabell Cabrero, el ex-Alcalde, donde está Pedro, quien cortésmente contesta los saludos.

Sean los que sean sus estilos refinados y sus amigos, la honradez lo distingue. No bebe al fiado. Trabaja, paga, no mendiga y, por eso sonó a provocación lo que Ché Pelao dijo, siendo testigos Genito López, Pablo Palomo, Rogelio el Camarón, Don Perucho y los hermanos Quiles:

«Tú que tienes suerte con los hombres, consíguele a la ojizarca uno que le sirva aunque sea para velar la quincalla».

«¿De qué habla usted? ...porque no me suena a nada bueno...»

«No te vengas haciendo gente. Que yo sé que tú eres del otro la'o. Si no pato, pato y medio y bujarrón».

«Lo que sea o no sea es asunto mío; pero, si me acusas de serlo, me lo va a tener que probar. Y lo peor de ésto es que te voy a comer el culo pues estás tratando de ofender».

«Eres un maricón y un pato desgraciao y lo sostengo».

«Cállate, Ché Pelao. Deja al cliente tranquilo», intervino el bartender.

«Mire, me está faltando el respeto... y ni con usted ni con su familia, yo me meto. No creo que yo merezca éso».

Necio en no irse y con una mirada descarada, hizo que Pedro Rivera se despidiera cortésmente, aconsejado por su propia prudencia.

«¿Vas a la casa? ¿O a travesarte con tu marido?», azuzó Ché Pelao, al no ver al compañero de Pedro e interpretar que le huía.

«Ya le dije que yo no merezco que me falte el respeto y es la última vez que se lo digo».

«Si tarda mucho es cobarde», dijo Ché para picar su orgullo y su coraje.

«¡Vámonos fuera de aquí, al parquecito Rabell y entonces resolvamos ésto al pelao!»

«En éso es que soy bueno», dijo Ché.

Y pasaron frente a la esquina de La Coja. Esta vez Ché Pelao quiso que las muchachas lo vieran. Allí anunció que iba a comerse a un bujarrón de Cayey a puño limpio y que se trata de Pedro que lo trae harto. Rafael Seguí preguntó de qué se trata; mas no fue necesario. Se estuvo vaciando el barecito y todos cruzaban hacia el parque como quien espera el espectáculo más grato.

No tardaron en hallarse Pedro y Ché Pelao ante el gentío. De veras que estos muchachuelos sí quisieron golpearse. Nadie se atrevió a separarlos.

«¡Es pelea de honor la que sostengo!», dijo, tan ausente de su parsimoniosa tolerancia, Pedro el blanco.

Se azotarían como fieras.

Se rompieron los huesos sin que ninguno diera muestras de vencer ni rendirse. Se rompieron las almas casi literalmente, pues corrían los ríos de sangre y el sudor en sus frentes. No se supo si es mejor el blanco o el trigueño. Fue una feria en oropel de jinquetazos. Un salvajismo que mezcló la decadencia del pasado y el ánimo de un huracán en ciernes.

Cayeron, cada uno, por su lado después de aquel intenso bombardeo de golpes y patadas. Aquella noche la estrella fueron los puños ejemplares, sin guantes, sin manoplas, dedos de manos hinchadas, apretada dureza desnuda de los dedos, apretada y doliente violencia de nudillos.

Al fin de tan histórica trifulca, Ché Pelao se cuidó de referir siquiera a don Pedro como antes, pato / bujarrón y, menos insinuar que era cobarde. «Tirarse al pelao», brincar a puño pelao, es mucho más honor que el mero cocoteo. Y Rafael Seguí vio la sangre a chorros de aquellos energúmenos y apuntó la fecha en su recuerdo. 1930. Y Billi Torres, otras veces borracho en otros bares del tiempo, declamaba sobre el valor y el honor con un tono lorquiano de la muerte. Elogiaba los puños de Pedro Torres, su amigo, no del boquirroto Ché Pelao.

Genito López, a veces triste, rememorando a Pedrito, decía: «¡Que no quiero verla, que no quiero ver la sangre [de Ignacio Sánchez Mejías, el torero], del bujarrón sobre la arena [el parque]!

En la barrita de Richard, frente a colmado de El Veterano, a menudo podía verse a Pedro, alias el Bujarrón, ya viejo. Se daba sus traguitos, siempre prudente, respetuoso, bien vestido. Se perfeccionaba en nostalgia el hombre bueno. Vivió mucho tiempo en Nueva York antes de regresar a San Sebastián del Pepino.

Allí volvió a hallarse con los viejos amigos. No se jactaba de aquellas cosas triviales, juveniles; mas no pierde el hábito de algunos licorcitos: recordar versos con Billi Torres, Victor Oppenheimer, Rafa Seguí. Hay que saludar a las nuevas generaciones que del ’30 imaginaron al presente, con más ilusión, examinaron las viejas querencias, expusieron los nuevos desafíos hasta ese ’60 que parece que enciende las nuevas luchas de la patria y los retos del Tercer Mundo. La izquierda, aunque en combate desigual, se asoma.

Pedro ha cumplido, posiblemente, sus ilusiones propias de progreso. Es prestamista privado. Vende joyería, ayuda al prójimo. Autocontrol es virtud que siempre ha tenido. Ha vuelto, más autodidacto, el hombre de honor, afable, valiente y duro como sus puños…Seguro que está solo, sin mujer, todavía; mas sabe ir, sin escándalo, donde sea bien amado.

Y fue bien recibido. De Corea y Vietnam siguen llegando veteranos, a todos los saluda y los comprende. Algo ha cambiado. La esquina favorita ahora es frente a Gonzalo. Para darse a los recobros de memorias y anécdotas de pueblo, le hablaron otra vez de Ché Pelao. «Ese no cambia». Es un chota, anti-independentista. «¡Es otro Lolo Pulla, traicionero! El Pelao maldice a Albizu Campos al que culpa de una nube en el ojo de Maneco, su hijo.

Ahora es chófer de carros públicos. A quien ofenda la nación, se refiere a los Estados Unidos, ha prometido: «Le rompo el alma, a puño pela’o». Recordaron la tunda que se dieron Pedro y él en Pueblo Nuevo, cerquita de la casa de La Coja y el balcón de Tito Vargas.

Pedro oyó a los que le dijeron valiente:

«¡Qué bueno fuíste para los golpes. ¡Qué lección de sangre díste a Ché Pela’o!»

«¡Lo callaste aunque fuese por un día!»

«¡Cubriste con su sangre al desgracIado!»

Pedro meditó un segundo sobre la memorable golpiza que se dieron.

No esperan la respuesta que él adujo:

«¿Qué pasa, Pedro?»

«¡Esa noche es el único recuerdo triste que tengo de Pepino!»


07-02-2005

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La muerte de Nano Ortiz

a la familia de Justino Ortiz Valentín, Jr. y su esposa Ana María e hijos:
Roberto, Sonia María, José Angel y Ana Emilia

Al hijo de Don Tino Ortiz, que es hombre querido, como su padre, a veces se le haya enfrascado con pleitos del espíritu, que son menos comunes que pleitos con la carne. Nano conversa, si encuentra con quien sea agradable que lo haga, con profundidad. Si viaja solo con un pasajero, o han quedado en el vehículo quienes sean conversadores, se habla gratamente con Nano.

Entonces, él se sincera. Declara lo que siente. Visualiza una comunidad. Discursa cómo la quiere, cómo se gobierna. Acusa o determina, si es necesario, un origen que explicará sus males. El es independentista.

¡Cómo amaba a Pepino! Además, es alegre. Organiza las parrandas de Hato Arriba, con los Romanes, y se unían sus vecinos y amigos de su familia, Geño y Luis Ambulancia, con toda su gente.

Como si experimentara con lo nuevo, en tiempos pos-eleccionarios, Nano Ortiz lanzó un pelo al aire, un pelo de sus cavilaciones. «Ojalá ésto sea un cambio de caciques; yo aún no lo creo». Triunfó la Convención Constituyente. Existe el ELA / Estado Libre Asociado. Decirlo así, supondría ya un escándalo. Si los caciques referidos por su boca son Cucán Oronoz y sus asociados del Partido Republicano, Cayo Estrada, alcalde nuevo, tendrá verdaderos desafíos. «No dudo que Cucán seguirá manipulando y junto a él los ricos de La Central Plata, la usura; lo que gobierna es el dinero y la fuente que lo acapara», Nano Ortiz lo dice, pero...

Jamás, cuando opina, impone nada. Ni puntos de vista ni dogmas conocidos. La puya o pelo que echa al aire es una observación, intuitiva por sencilla: «Al pueblo lo van a seguir llenando de miedo y de PRERA».

Si Nano es experto en algo, o creíble para quienes lo escuchan, es porque sabe cómo han realizado la faena del empequeñecimiento moral y sicológico de los liderazgos, porque la gente es buena. «Buena en su mayoría pese a que explotan sus ansiedades, el hambre que han sufrido y la fragilidad de sus expectativas y complejos».

A él han tratado de desacreditarlo al decírsele que es contestón. Administrarían su silencio, si él se dejara. Hasta los mismos independentistas, ¿qué no decir de los populares?, le piden que se tranquilice. Que no sea tan rezongón y quejoso. Quiérase o no por los pipiolos, tarde o temprano, se impondría el estadolibrismo. La esclavitud con la cadena larga.

Por cierto, siendo hombre sencillo, tiene convicciones. Defiende a Pedro Albizu Campos. Dice que, entre Concepción de Gracia y Albizu, dos patriotas buenos, si alguno, posiblemente al recular, traicionará a la patria, ése será Don Concho. ¡Qué escándalo que Nano lo diga! Hermes Acevedo se arranca los pelos al oírlo. Víctor Cardona Fuentes se le come con los ojos.

«Si vives tan encojona'o con los pipiolos, házte nacionalista».

Punto. Y silencio.

Sin embargo, el tema que ese año, el 1954 y en la calle tan politizada, le quita el corazón de sus asuntos (que son, preferentemente, su hogar, sus dos hembritas, dos niñitos y, en fin, su esposa Ana María que los cuida) es prosaicamente empírico. Uno: que Belén manda a un sargento marieño, de apellido Guilloti, a que espíe la casa donde deja su esposa con sus hijos.

Y doña Ana María Jiménez es bonita. No son celos lo que conturban a este hombre. El sabe lo que tiene en su casa: la decencia encarnada. A más, ella tiene la piel trigueña clara, pelo negro, cuello largo, cara linda, agraciada de nalgas, ni una onza de grasa en su cuerpo, de 5.6' de estatura, con extremidades velludas y delicadas. Lo que molesta es el afán de joder y meter miedo de Andrés Belén quien lo hostiliza y envía sus soplapotes. El espionaje gratuito.

Sus preocupaciones ha ido centrándolas en lo que observa el hombre con sus ojos. Lo rutinario que ve de suyo. Cucán que no pierde el poder, social ni económico, aunque llegue al municipio Cayo Estrada. El campesinado que deja los barrios de la ruralía y se traslada a New Jersey. La Central La Plata que pide jíbaros de gabacho para la economía y después los abandona en tiempo muerto. No hay opciones para el joven pepiniano: los bares de Pueblo Nuevo o Stalingrado, o el Norte, el barrio frío de Perth Amboy o los embelecos militares del Pentágono. Corea es uno. Que se vaya el pepiniano de soldado, una labor a la que dan su energía y celo reclutativo la cepa de Oronoces.

Nano, quien vive en la Calle Corton, cerca del barecito de Eduardo Rodríguez, por los rumbos que en la cúspide de la Loma de Stalingrado van a la casa de Chago el Flaco e Izquierdo El Burro, es sutil. Entiende lo que se ha puesto de moda, después del final de la Segunda Guerra contra el Eje y el comienzo de la Guerra Fría. La manipulación sicológica. La nueva guerra se basará en acusaciones. Juegan hasta con la farandulería. Sacan espías de la manga; los ejecutan en la prensa, una y otra vez. La palabra de moda es espionaje. El cine del futuro será el que inspire Morton Sobel, Ethel y Julius Rosenberg, ¿por qué no? y esos nacionalistas albizuístas que intentaron el asesinato de Truman, pero que, finalmente, no se comen el marrón. Alegan que son patriotas. Los únicos confraternos.

«El que no corre vuela en este pueblo», dice Belén.

Así es Nano Ortiz: en el fondo, un albizuísta encojona'o, que comienza a descubrir que en Puerto Rico se están acomodando los moclecas en el trono. En Fortaleza. En las Alcaldías. En todo. Que los uniformados de Muñoz Marín sueñan con espionajes, con discursos del tipo macartista. No cualquier mandillón pudiera entrar al juego. Andrés Belén sí quiere. Obvias son sus ínfulas de grandeza y sus ganas de irse a San Juan, con prestigio de héroe a lo Joseph MaCarthy, inquisidor al estilo de Hoover y represor espartano, como en el prusianismo modélico.

Después del encarcelamiento de Albizu, ya se entiende que el poder gravita desde el Norte, como desde España un siglo antes. Como las colonias estructuralmente son estacionarias, el pueblo que la sufre tampoco tiene prisa. La justicia llega tan y tan tarde que, al final, se olvida hasta la causa por la que ha llegado y el ajoro con que se invocó que llegara. Nano lo escucha a diario cuando viaja la ruta de Pepino a Aguadilla y en regreso: «Siempre en las mismas, Nano. Siempre estamos jodidos, pero contentos y nos ponemos contentos porque ejecutan a dos espías socialistas. Después explotan una bomba de hidrógeno. Uno sin entender nada. Más política que comida en la mesa... Que electrocuten a los Rosenberg, ¿qué progreso nos trae? ¿o que sabemos que sea cierto? Nada, pero estamos contentos y esperando que la bomba H no vaya a estallar en las manos al gringo. Esperando que los espías no se resuciten después que van al infierno».

«¡Qué mezcla de miedo y conformidad se vive! Si no hay control sobre la guerra, la pobreza, el hambre o los peligros, te sientes triste y jodido, no resuelves nada. ¿Qué podrías hacer? Si no tienes la responsabilidad ni el conocimiento sobre lo que pasa te sientes contento, no culpable y eso es como el alivio. Dicen que, después de acabar con los nazis, lo que hay que buscar es a Dios y la felicidad», responde Nano.

«Eso no se busca ni se compra como onzas de manteca».

Calín, la hermana, lo aconseja al oírlo. «Tú no arregles el mundo. El mundo se arregla solo. Ni busques tres ni más patas al gato porque el gato, como es, es como Dios quiere que lo veamos». Nano, chofer de carro público, cree que sus ojos ven lo suficiente. Son ojos sinceros y leales a la realidad. Aún quiere ver mucho más y atreverse a decirlo. Su hermana dice que oír es mejor que ver porque el ver compromete. Todo lo que se oye, sin haberlo visto, duele menos. Se convierte en chisme. «Y no es bueno que el chisme se tome por cierto».

¡Calín, buena hermana, es como míope! Odia el chisme. El «gato como es», que le ha sido programado en el alma, alude a la conformidad predicada, obediencia urdida y que al control social contribuye. Ella está a raya. Oye mucho y no ve. Y por no ver, no importa ni lo que oiga. A ella dijeron: «¿Qué pasa, Calín? ¿Se metió Justino o Anita en líos? La policía vela su casa».

Nano es lo opuesto. Observa, calla y escucha. Todo lo quisiera saber, viéndolo, oyéndolo, viviéndolo, y más tratándose del asunto con Belén y Guilloti. No quita su dedo del renglón.

Demarcada por un deber impuesto por otras fuerzas que no son la verdad, lo que Calín le pide es canónico. Da consejos, como los del cura del Pueblo de San Sebastián. «Que Anita busque a Dios, vaya a la iglesia» lo exhorta y él, Nano Ortiz, quien sabe de un gataso semejante, se lo describe en sus cuatro patas de inmundicia. «No la mandes a la boca del lobo. Entérate quién es él»... Aponte, en las sombras, se transforma en pantera, en lince, en camaleón.

«¿Que ella busque del Cura Aponte? Que sea lo último que haga, Calín».

Aún la gente crédula y pasiva lo llama la Fiera Santa. El Cura Aponte es pícaro, mujeriego, suplefaltas. Lo piensa: «Ese abusador, de afiladas uñas, otro criminal del pueblo». Calín se excusa. «¡Uy, ni sabía!» No supo quien no ve y sólo oye. Evadía decir a Nano que la presencia de la policía ya les hastía. Anita se ha quejado. Tiene miedo. Jerónimo Ramírez, en cierta ocasión, se refirió a lo mismo. «No dejaré que me quiten la paz esos buitres que me espían y que no van a tardar en quemar mi periódico». De él, se atreve pedir algún consejo.

Cuando le hablan acerca de los Echeandías y la democracia y el anexionismo, Nano se persigna. «Es la gente que hambreaba a todo el pueblo en tiempos del Jacho», recuerda que don Justino Ortiz, su padre, decía. «No hay rico bueno, Nano. Ni hoy ni en aquellos tiempos», adujo.

«No hay policía bueno, Nano», acaba de insinuárselo Ramírez, el poeta y maestro.

Nano no es corpulento. Más bien, es de estatura casi menos que mediana (5.6", musculoso, bronceado), pero él se siente un gigante. No como gato flaco y hambriento. «No se apure, don Jerónimo. Yo, por mi familia, me como a ese hijodeputa a galletazos».

Nano y Calín dibujan en sus mentes el hambre del campo y epidemias. Tiempos sobrellevados. Hambres y enfermedades que pasaron también por sus cuerpos. No, en balde, son humildes. Comprenden sus propias vidas y las de quienes han sufrido. En los ojos, boca del alma, alimentan y guardan la misercordia. Cumplen la tradición con villancicos y reyean con parrandas navideñas por el campo.

Los ojos distorsionadores de la gente cobarde, recelosa y envidiosa, son menos avisores que los suyos. Gente con tales ojos son los cómplices. Nacieron ya hartos, o nacieron sin una boca dibujada para que se nutran. Ojos tendrán sin cuencas, pupilas sin iris. Nano, ojos sinceros, por el contrario, da su recuento sobre lo que ha visto cada día. Por eso él abre sus ojos ampliamente. Juguetones ojos porque los mueve por muchísimos caminos, según maneja por las calles, costas, ruralías y dobla hacia todas las direcciones. Hoy juega, comunicándose con ella. Sus ojos llegan antes que su cuerpo. Se preocupan por Ana María y se lo indica: «Sé que te espían cuando estoy de viaje; pero toda la Loma de Stalingrado ya sabe. El vecindario te cuida. Cuidan mis hijos y a tí. No tengas miedo».

No que él quiera probar cosa alguna, ni siquiera que los ángeles de la guarda existen. Tenía, empero, que afirmarse en la idea de cierto perspectivismo. Darse confianza, sea pues en la gracia benévola del vecino. Quizás alegaría que el alma buena comienza con la suma de ojos colectivos. Al buen ojo no lo ciega un no-ser de gato pardo.

Un día se llenó su pisicorre con una familia de emigrantes. Se fueron a mitad del decenio del '40 a Perth Amboy (New Jersey). Regresarán allá [pues en Pepino no hay trabajo]. Por de pronto, al pueblo han llegado y se llevarán a otros, después de la Navidad que está a las puertas y, de paso, dijeron que celebrarán la Constitución del Estado Libre Asociado. Será su primer aniversario. Lo que el jefe de familia dijo, con una sonrisa tan triste, Nano Ortiz lo recuerda y lo repite para sus recuentos. «¡Muñoz se ha convertido en verdugo de Albizu, por mandato americano! Eso es trágico. Muñoz, quien ha sido tan bueno para el pobre, el que se ensaña con vil modo».

No fue él quien dijo, sino el pasajero. Habría querido decirlo así y sentirse en un país libre. Muñoz el Vate se ha convertido en recadero de asesinos. Jalaron, por causa de los nacionalistas, las orejas al Vate. Seguro que el Senador McCarthy y Hoover no lo querrán subordinado a subversivos. El comité del Senado sobre UnAmerican Activities puso de moda la palabreja. El léxico se amplía: espionaje, subversivos, asimilismo... ¿Qué se le va hacer? ¿Van a tratar mejor a los Rosenberg o los albizuístas? ¿A quién ir, en este caso? No se piense que van a privilegiar, por su acción conspirativa, a los nacionalistas, sea lo acontecido en el Congreso o Casa Blair, o la revuelta en Río Piedras ... Luego, ya cautelosos, heridos de silencio, se hablarían de las nostalgias. Tontas nostalgias, lugares comunes y ésto sería preferible en lo que resta del viaje. A punto se ha estado de que Nano se hundiera en su mortificador torbellino de dilemas, sin fin. Otros 400 años de karma y determinismo.

«Estos hoyos de las calles son mi felicidad; estos jamaqueos del carro».

«Todavía las calles siguen igual. Hay que echar una manitas de brea», comentó Nano.

«En Perth Amboy, no hay calles emboquetás como éstas».

«Qué bueno!»

«Para que dure el carro».

«Sí».

En 1942, se había inaugurado, por gestiones del negrito Cheo Padró, la primera escuela secundaria. Alguien de Perth Amboy suplicó durante el trayecto ir a verla cuando se entrara a Pepino. Ocho años de espera para ir a ver tal maravilla. «Pásame, Nano, frente a la escuelita que mientan porque, si no la veo, no lo creo». Nano entendió la súplica. Este gato incrédulo supo de la Fiera Santa que se opuso.

«En diez años más, si Pepino progresa, será por esa escuela, ¿verdad, Nano? Yo la esperé y no se construyó. Ni aún yéndome a Perth Amboy, supe que al fin vendría. Una escuela pública, la high school del pobre».

«Hay mucha pobreza todavía. Uno la ve cuando viaja del Aeropuerto pa'aca», dijo el más jovencito de los emigrados. «Pepino es como la campiña, sin trabajo».

Apenas Nano mencionaría La Pava [que barrió en las elecciones y consolidó un nuevo estatus], cuando distinguió la sombra y figura de otra fiera. Esto es lo que malvisualiza el hombre con los ojos. Ese alacrán a quien Min Méndez parece que inventó su dentadura como homenaje a las ratas. El policía Andrés Belén.

Observó que acomodó las nalgas sobre el asiento de una motocicleta policíaca. Es una Harley Davison.

«¡Vaya lujo que se da ese policía!», una muchacha lo chotea.

«Como en Estados Unidos».

En cierta esquina vio a Belén, pretendiéndose the ultimate biker, ready for maximum track time. Las colegialas habían salido del campus. Desde los portales se acercaron a ver la Harley Davison. Los varones, a la distancia prudente que Belén permite porque está en funciones. No habrá arresto, pero su detenido es mal ejemplo para ellos. Es un pobre beodo que se levanta del pasto. Belén lo azotó con insultos. Lo humilla. Amonesta a Marco el Loco.

El discursa en voz alta. Lo estila al reparar en la atención que recibe si hay adultos: Que ningún ebrio consuetudinario, «usted, malnacido, sirvepaná», se acerque por los rumbos de esta escuela. El declaró que cada escuela es la justicia de Muñoz, en nuevos tiempos. Mas la institución tiene ya casi diez años en funciones. No entiende que fueron socialistas sus creadores: Cheo Padró, el legislador y Nito Cortés, el Alcalde de La Mogolla.

Aburrido de la muchachería, después de sus alardes, arrancó la Harley Davison, animal de dos ruedas que se fabrica desde 1901. Por primera vez, en Pepino, se estaban viendo aquellas máquinas veloces, dignas de la frase que Belén inspiró, gracias al celo con que cuida el tránsito. O la tranquilidad ecológica, o la protección ante ruidos innecesarios, en el pueblito. «Cógelo, Belén, que va sin freno». ¡Qué bueno que lo perdió de vista! A Nano no le gusta encontrárselo.

Esa rata mellada no lo engaña y no que se crea ni poco gato ni mucha fiera para ponerlo en su lugar. Lo que el chofer dice es que tiene el derecho a vivir tranquilo, a decir lo que siente, a diferir y comentar, sin que ninguno se lo quiera pillar con sus coacciones. Recordó el día cuando se inició la mutua ojeriza.

«¿Qué fue lo que usted dijo?»

Se le pegó irrespetuosamente casi a las narices. Sintió su aliento. No lo había visto que se aproximara, pero lo agarró del brazo velozmente y se encararon rostro a rostro. Se lo dijeron: Te observaba como un chacal que estudió su ataque. Te vio desprevenido. Te jaló el brazo, ¿víste? Fue una provocación. Descaro. Nano lo conoció por primera vez de ese modo, por lo que intercambiaron sus palabras, casi desafiándose.

«No fue con usted que hablaba. ¿Qué me escuchó que dije?»

«Hablaba de política».

«Pues, bien. No está prohibido. Estos no son los tiempos de La Mordaza».

«Es que usted no sabe nada de política. ¿Quiere justificar las violencias de Albizu Campos y criticar a Muñoz y al gobierno americano? ¿Quiere defender el comunismo? Le voy a decir lo que es política, por si se atreve a hablar como habló otra vez. Aquí en la isla, desde antes de Corea y mientras dure la guerra: «Dios en los cielos y Muñoz en la tierra».

Justino Ortiz, Jr. ha sido un hombre tolerante. Expresa su respeto por los demás. Admite el buen principio. Voltaire lo dijo para enseñar cómo se discrepa con justicia. Su padre, don Justino, se lo inculcaba. Mas, desde esa tarde en la Plaza, poco antes del '50, cruzadas las súbitas palabras, o hallándose él tan desprevenido ante quien vino a molestarlo, odia al policía. Con sus ojos, por causa de ese intruso, investiga todo y no dejará que él mismo sea llevado al matadero como corderito. No es neutral ni lo pintarán en la pared como fantasma. Se cuida porque la mala voluntad de Belén es como un cáncer que se esparce. A todos tocará, buscando células que reventar de ira. De Belén se queja ya Toño Palomo, Yayo El Turco, Chucho Ramírez, el maestro, Hernán Sagardía y el negro Puro Juarbe. Y quienes saben acerca de ese antinacionalismo que se estila, congraciamiento con el Vate en Fortaleza, dan otros nombres de cruzados: Agustín Vélez, Vázquez Güets, policía, Puyi Méndez, el constitucionalista cascarrabias y otros tantos.

Para olvidarse de una o más arbitrariedades provocadoras de Belén, dedicaba sus fines de semana a vivir en familia. Un día, con dos de sus niños, bien vestidos, en el interior de su pisicorre, dio una vuelta por el pueblo. Estacionó unos minutos y volvió a ponerse al volante.

«Mire, tenga cuidado cuando salga. No vaya a chocar otro vehículo por estar atendiendo sus chamacos».

Al recordar que ya lo molestaba, con sus rondas ante su casa, susurró para no dar importancia a su coraje:

«Váyase pa'l carajo!», encendió el motor y enderezó la camioneta para irse.

«Aún no le dije que se vaya. Parquéese ahí».

«Sígame a Pueblo Nuevo. Voy a dejar a mis hijos en mi casa».

Mariano Ramos, testigo de palabras entre ellos, tuvo miedo que Belén sacara la pistola allí mismo porque vio que desabotonó la funda del revólver y estuvo en el empeño de interceptar a Nano en el interior mismo de la guagua. «Aquí no se meta, abusador, que están mis hijos». Ramos fue quien intervino y detuvo a Belén. «¡Por favor! Sea la paz por los niñitos».

Como reacción, el policía hizo una señal a un segundo. «Lo perseguiré a donde quiera que se meta», dijo a Raúl Méndez. Así lo escuchó el testigo Alberto Rodríguez Linares. Andrés Belén tenía sus planes ese día. Siguieron la pisicorre de Nano. «Pisarían sus talones». En el jeep policíaco en el volante manejaba Guilloti, sargento que, pese al rango, dejaba que el viejo policía resolviera los asuntos a su modo. Adjuntándoseles, Méndez de civil. Dejó los dos nenes en el balcón de la casa y dio voces a Ana de que, con ellos se encerrase.

«En fin, ¿qué le pasa a usted conmigo?», dijo acercándose al jeep del policía. Belén se había bajado y explicó que frente a la Plaza de Recreo, ya le había dicho: «Usted déme la licencia y no discuta. La autoridad soy yo».

«Si no me dice por qué me detiene, no se la doy», contestó Nano.

«De que me la da, me la da».

«Usted se las pasa persiguiéndome y me mira mal. Eso es asunto suyo, de su mala fe, abusador; pero hoy, como verá, paseo con mis nenes. Para que no los asuste, ni los mezclemos en ésto, los voy a llevar a la casa y después arreglaremos lo que sea».

Fue un domingo, 4 de julio de 1954.

Chago, vecino de Nano, vio que Belén ha sacado su revólver de reglamento y con él apunta a Nano que ha subido las manos en alto. Pide: «No me mates».

«¿Recuerda que le pedí la licencia y se negó a darla. Ese es el delito. Y me dijo, además, que me vaya pa'l carajo», ha pedido a su sargento que anote, pues, bajó del jeep al notar que se han asomado otros vecinos, además de Chago.

«Belén, termina eso», dijo el policía jovenzuelo. Hacía cuerpo bonito como si ligara a Mistelina. O la buscara con la mirada en los contornos. Raúl Méndez, policía, está vestido de paisano.

De pronto que a Belén se lo ocurre tirar violentamente su macana. Quiso que golpeara contra los genitales de Nano de modo que bajara sus manos y se diera la ocasión de disparar contra él. Aduciría unos movimientos sospechosos. Nano esquivó el golpe de la macana. Bajó sus manos y, siendo que Belén buscaba cercanía, hizo el disparo que entró por el ojo izquierdo de la víctima. Había caído en el entrampamiento. Y el guardia casi lo mataba a quemarropa. Se disparó a una pulgada de distancia. Defensa fatula y aparencial, en caso que tuviera que alegar que forcejearon, o que el disparo se produjo, sin intención alguna. Fue un accidente.

La macana rodó bajo la pisicorre. Andrés Belén sonrió como si el frío asesinato le añadiera más rangos.

«Un bandolero, un comunista menos; por antiamericano».

«Llame la ambulancia. Se va a desangrar», pidió Chago al sargento Guilloti. La llamada nunca se hizo.

«Bajó las manos. Iba a recoger la macana y agredirme».

El sonido del disparo y los gritos de Ana llamó la atención de otros vecinos que comenzaron a juntarse. De las cercanías del kiosko de Eduardo Rodríguez y, en marcha frente a la casa de Izquierdo El Burro, bajaban los curiosos.

2.

Fue un domingo, 4 de juio 1954. Como a las 6:00.

Esa tarde mataron a Nano.

Y la razón sería que él se sincera. Declara lo que siente. Visualiza una comunidad. Discursa cómo la quiere, cómo se gobernará. Acusa o determina, si es necesario, las causas que expliquen sus males. Lo mataron porque era independentista. Porque ni a los mismos correligionarios permitiría las traiciones como aquella que ensayaron, truncamente, en la Convención del PIP en el Teatro Sol de Aguadilla: reprobar al nacionalismo, escupir sobre Albizu Campos y la Revolución del '50. A puerta cerrada, se reunieron unos cientos. Llamarían subversivos, en nombre de todo los pipiolos, a los que más golpes han asestado al coloniaje y al imperialismo.

Y Nano dijo: Que no lo hagan en mi nombre; Baltazar Quiñones Elías dijo: Que no lo hagan en mi nombre; la Dra. Margot Arce de Vázquez, dijo: Que no lo hagan en mi nombre. En la casa de Nano, en la Loma, así como en la casa de su padre, Don Tino, en la casa de su hermano, también chofer de pisa-i-corres públicos, hizo que se dijera: Que no se maldiga al valiente en mi nombre. Que no se escupa sobre los mártires en mi nombre.

Hato Arriba estuvo presente para despedirlo. Cinco guaguas no se daban abasto trayendo a sus amigos al velorio. En la Calle Cayey, donde lo celebraron, había un sagrado areito. No había muerto cualquiera. No fueron los ojos de un tunante los que vaciaron su sangre con el tiro a quemarropa del esbirro. Quien murió fue Nano. Por muy poca gente se trae una bandera borincana tan inmensa y se emociona el corazón con gesto intenso.

Un dirigente del Partido, quien también dijo en el Teatro Sol, Que no lo hagan en mi nombre, despidió el duelo. Vibraba su voz emocionada. Quien ha muerto es un valiente. Oye, Pepino, con bocina de tus choferes, murió quien ha sido un buen esposo. Un buen padre. Un buen vecino. Un amigo. Ana, viuda a los 27 años de edad, tiene derecho a saberlo. Se puede perder la vida en manos de un pistolero o de traidor cobarde. Se puede ir a la cárcel y sufrir muchas torturas. Nano es historia indispensable de la patria. El paga el precio para que un día sea la patria libre.

Como Nano Ortiz ya falta, ella sobrellevará su lucha por la vida. El esfuerzo cotidiano. Tendrá que explicarlo a los niños. Que sepan, según crezcan, que son hijos de un patriota. Que las niñas que él adoraba lo sepan. Lo mató un policía provocador, muñocista, sin escrúpulos. Uno que es peor criminal y más chota que Lolo Pulla, el bujarrón. Uno que mata por la espalda al indefenso y, por cinismo, clama aplausos y apoyos de respetabilidad institucionalizada... Ahora que Nano falta, que sea Ana María quien se amerite con lo que Nano aprendió en Aguadilla: El independentista no se vende por protecciones del Estado ni hace negocios con su opinión ni libre albedrío. Enséñale a los cuatro críos que él encarnó el principio.

Han pasado los años. Los hijos crecen. En Navidad, a los niños no faltan los regalos. La visión comunitaria sobrevive. Buena vecindad, respeto público, honradez, dignidad. Valores. Misericordia.

Han fracasado lo que juraban que la viuda no saldría adelante. Ni viviría feliz por causa de ésto: la putada de aquellos dos esbirros, a los que simplemente trasladaron a otro pueblo. Una amonestación y a seguir en sus rondas criminales... Seguro que los gavilanes pensaron: Ella se entregará a otro hombre. Es mujer joven. No querrá el duro trabajo de criar cuatro muchachos. Al pendiente se pondrá para que venga alguno y le cuente de la vida impune del que mató a Don Nano. El Estado Libre Asociado que prácticamente exoneró al agente, también por la vía legal de la defensa de la viuda, admite que Andrés Belén «se apartó del marco de sus funciones como policía estatal», por lo que el 22 de abril de 1955 se inició la acción correspondiente, el reclamo por daños y perjuicios por la suma de $40,000.

Mas Ana María Jiménez, en Stalingrado, se levanta muy temprano. El Estado hizo su burla. La demanda fue cayendo en oídos sordos. La esperanza se mata con tiempo y dále largas, como dijera el Lcdo. Víctor Alberty Ruiz, otro independentista encojonado. Cada semana, para Anita, la jornada será de igual espera. Súmese lo intenso del trabajo: mata dos lechones, a veces unos cabros y una decena de gallinas. Las pela; prepara del holocausto su faena. Obtiene del estripaje su material para unas pailas de cuajitos, gandinga, morcillitas... Va y las vende. Honra cada minuto de labores. Cuando termina la jornada, como si se citara en los ojos de Nano, busca esos pleitos profundos del espíritu que permitan que ella sea la historia indispensable de la patria, relevo del esposo en lo valiente. Ahora es ella la que declara lo que siente, visualiza el mañana, sin vender las lealtades... si otros lo hacen, como dice a sus hijos, será el problema ajeno, vergüenza de sus consciencias. Cobardes ambivalencias. Que no sea en nuestro nombre que así vivan, o el daño que implique lo que hagan. Nano no ha muerto en vano. Yo, que lo entiendo, lo digo.

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