Thursday, January 20, 2011

El pueblo en sombras / 29-42

A Cosme Santiago Acevedo

Survival is man's fundamental physical need. And self-esteem is man's fundamental psychological need. Mental health depends on a loyalty to honesty:
Frank R. Wallace


¿Habrá ido a la escuela Sopanda? No. Dicen que, desde niño, fue tonto y mejor que no fuese. Ocupará un asiento en el salón que más provechoso sería para otro cognitivamente dotado. A él habrá que colgarlo. Ese niño se juzgó académicamente como uno carente de futuro. Tenerlo en la escuela sería una pérdida de tiempo. Un gasto. Además se burlarán de él. Es cojo, negro, incómodo. Estorbará la disciplina. Será una distracción en clases. El es inconfundible.

Niños, como él, requieren de escuelas con programas especiales.

Bueno, hagamos un borrón de lo que no se hizo. Sopanda sigue siendo sopanda. Anda por ahí.

Se le quiere.

Quien lo observa, aproximándose afectivamente a él, verificará que cada vez está más malcriado. Refunfuña. Amenaza. Hace gestos obscenos. Su vocabulario es profano. Lo bueno es que hay, no siempre, pero hay, quien ha querido ayudarlo. El pueblo ya le ríe las gracias. Si mendiga, algo se ofrecerá para que siga velloneando. Han ido a su casa a saber con quién y cómo vive.

Siempre se ha sabido que es pobre. Y que tiene muchos pies para tan pocos zapatos. Sin embargo, Sopanda prefiere andar descalzo. El se cree, si no el chófer, él en sí mismo una pieza del auto. Con un juguete viejo, inventó su volante. Su carrocería defectuosa, con el poco de imaginación con que alucine, será equipo de lujo. Por de pronto, falló la suspensión. Sopandea. Falta una correa que lo sostenga parejo o una viga que pueda reforzar y nivelar la caja de su carruaje óseo. A él no lo podrán echar a un lado, escardarlo y echar al yonque. Es mucho rajadiablo y ser simbionte para que en el pueblo se le diga un estorbo. Hay en el Pueblo muchos como él, vainazas, bobos, perezosos y, como él, se valen. Se dan a querer en la generalidad trascendental del clamor público. Todo el mundo quiere un lugar. Culpa no tienen por haber nacido.

Créanlo o no. Desde que se inventó un auto imaginario, a Sopanda se lo puede encontrar en Mayagüez o San Juan y donde quiera es él mismo. Al volante lo gira, toma sus curvas, se estaciona. El se ha inventado el drama. Maneja así, descalzo y con la llanta desinflada, por las calles de los pueblos.

Quizás con esa tontería, con sus ridiculeces, ganó la simpatía. Se hizo viejo con la edad mental del retraso.

En realidad, yo, espíritu colectivo, Das Man / el Don Nadie no quiero juzgarlo. De algún modo, lo quiero. Lo tolero. No puedo escarbar sus pensamientos. No sé dilucidar a fondos sus emociones. Como todos, lo convertí en personaje; pero, algo ya sé acerca de Sopanda: la primacía de sus emociones sobre lo real. Cuando lo veo manejando lo invisible, o dirigiendo el tránsito, sé que pide el control de su vida. Herramientas de control en sus propias manos.

Obviamente, ya que han pasado los años, Sopanda está bellaco. Ya necesita sus puñetas, o una novia. Por sus gestos, señas de mano o miraditas de rajadiablo, adivino que él libra su batalla para comerse algo. Habla demasiado torpemente para que se sepa si insulta o se interesa en el diálogo. Más que piropos aprendió groserías; habla explícita de una emoción que grita sus rescoldos. Sabe algo que a veces olvidamos. ¡Hasta el más tonto quiere ser amado, admitido, respetado! Y él, más que ignorante: es feo, caretón, rechoncho. Es un ser, sistemáticamente devaluado. Es un ser de Tiké, determinado en la necesidad, pese a su fuerza.

No quisiera él que ninguno usurpe el valor de lo que desea, piensa, siente, imagina o requiere. Sopanda quiere más de la vida que lo que ha recibido. Mucho más. Injusto es que si algo ha recibido, la lástima lo inspira. No hay que decírselo de este modo. Lo intuye, lo vaticina, lo presiente. El es místico en el feo sentido de los que carecen de realidades integradas y son incapaces de discernir entre realidad y mito, hecho escueto y ficción elaborada, verdad y mentira.

Sabe que los desprecios más perfectamente consumados no se dicen con palabras. Y él no tiene el control. No maneja si no un carro de embuste. No puede asegurar a nadie que lo espera el futuro. La única manera de quedar querido, en medio de la estructura de interpretación de su mundo, es mintiendo. Ser un personaje. Darse a querer y él percibirlo es que se acepten sus roles deficientes, reírle las gracias como hasta el momento se ha hecho.

Es mejor decirle, Oye Sopanda, que saber su nombre y que él empiece a enjuiciar sus apellidos, su familia, su pobreza, el maldito momento en que lo echaron al mundo. No deseará esa memoria. El no dirá, por ser cierto, mi situación es buena, ha tenido un valor aunque lo desconozco, tengo el control.

Sopanda no es tan estúpido como uno cree. Razonar es un mecanismo de sobrevivencia, aunque él no tenga mecanismo tal plenamente adiestrado. En La Plaza, echando el plante, bien bañado, se le van los ojitos por las niñas. Ha dicho que se enamorado.

«¿Qué puede hacer él ahora», me pregunto.

Yo, el espíritu colectivo, lo he visto en su lento, pero progresivo aprendizaje. ¿Qué? ¿Acaso no tiene ojos para ver las hermosas adolescentes de la escuela? ¡Escuelas que él no ha pisado, o quizás sí, por otras razones (que no son conocimiento)! Comentaron, entonces, que Sopanda se quiso casar con La Boba. Que se pelea con Wilson el Loco por La Vaca. Y no es cierto. Quisiera más. «No más que eso mereces», dijeron. El quisiera ser libre de cualquier control de grupo; pero lo hicieron sentirse culpable de su atrevimiento, su emoción y su anhelo.

«¿Cómo que enamorado? ¿Quién va a querer a un cojo, feo y tonto?»

«Si te casas con La Boba, Món te da trabajo», le dijeron.

Por tal razón, se animó.

El, que es una vainaza, tendrǐa familia y viviría productivamente de un trabajo. Le llamarían señor. Tendría un estatus. «¿Trabajo? Esta no es la mini-Alcadía de Piro, mijo».

«¿Pa' qué tú sirves, Sopanda, si eres un santo petardo?»

En su aventura locaria, fracasado ese intento reinvindicatorio, adoptó el personaje de un chofer o de un guardia de tránsito. Ya no es quien maneja un carro imaginario ni el que frena, sopandeando. Está en la calle. En una realidad muy pueblerina y concreta y, según él, desempeñando un trabajo. Esto no lo imagina. Dirije el tránsito.

Las muchachas van a verlo. Se atreverán a cercarse, como él a los carros. Dar un chispo de su pícaro coqueteo.

«¿Me vas a dar un tíquet, Sopanda?», le preguntó una muchacha.

«Te digo después que te voy a dar», contestó. («¡El bicho!», farfullá entre dientes). El no sabe escribir ni es muy aguzado, pero, linda o fea, que no venga ninguna a burlarse de él.

El no se habrá parado jamás ante un pizarrón verde ni habrá escrito con tiza su nombre; pero los ojos grandes que tiene han aprendido a mirar las colegialas y él puede relamerse de gusto, pero no tenerlas. Sabrá que de ellas sacará una sonrisa de lástima. O quizás una carcajada cuando crea él que divierte. El quisiera ser visto como alguien diferente. Dentro de un automóvil, a más nuevo y lujoso, mejor. Al menos, le hubiese gustado ser chófer, dueño de un auto. Si cojear es su destino, él lo sabe: ¡es mejor ocultarse, moverse en un auto, no tener que caminar!

Yo, el espíritu colectivo del Don Nadie que lo mira, sé que él piensa que cojear es una falta de plenitud. Es anormal. Cojear estigmatiza. Condena. Se es menos hombre, se vale menos. Y él no es tan tonto. Lo sabe, está en el fastidio de ese sentimiento. Está mortificado y por eso ha dado el paso lógico mental ante esa carencia. Sopanda es rebelde. Ya adulto, ambicioso y amargo, no es un niño inocente que no fue a la escuela, que no sabe otra cosa que interferir con el tránsito.

Ayer lo ví, uniformado de azul. Un sueño / fake-reality vivenciado.

¡Si pudiera ganar aún más autoridad, si al fin pudiera él ser aceptado, si la gente admitiera, sin lugar a dudas: Sopanda, eres productivo. Tienes empleo, ¿cuánto te pagan? Tendrá él que echar muchos pitasos para que se le respete. O ponerse en medio de la calle, atajar con su cuerpo la marcha de los coches. ¿Cree él que de veras organiza ese flujo o está ridiculeando? ¿Qué tal si levantara multas? ¿Qué tal si lo desobedecen?

¿Es verdadero un policía armado si es un revólver de goma lo que mete en la baqueta en su costado? Por más loco que lo crean, por más aceptación cariñosa que busque de la gente, por más autoridad que quiera para sí, en aras de tener auto-estima y certidumbre, él sabe que su vida es un embuste traicionero. Jamás ha querido ser un pordiosero. La limosna es poco cuando la ambición es grande. La caridad insulta cuando el dolor es injusto. Nunca admitirá que siendo así, ser sopandeado, se paga y se atenúa su sufrimiento.

Si alguno le pasara un auto por encima, él quiere que se le pague como nuevo. Se va cansando del sopapo existenciario y de ser sopista para la limosna de los días. Ya, con símbolos de sus egodistonías, lo cantó claro: quiero aceptación y coche nuevo; quiero autoridad y mis deseos saciados. Los rebeldes piden ésto como mínimo.

¿A quién decir que es de tal forma como él siente?

«A tí, Mon Román, ladrón. Mira que no me díste trabajo».

Contra el Alcalde de La Pava, aprendió a echar diabladas. Sopanda se ha politizado. Repite lo que escuchara en las radioemisoras. Los políticos no sirven para otra cosas que robar y el chanchullo. Lo dijo Piri Márquez, siendo de La Pava.

Y, después que la queja llegara a la Alcaldía, se le citó a rendir cuentas. Van a neutralizarlo.

«¡Sopanda, ayer mismo mi esposa y yo pensábamos en tí! ¡Tenemos un regalito por ahí porque supimos que cumplíste años!», le dijo el Alcalde.

«¡No, yo no cumplí años!», aclaró.

«Lo que importa es que, cariñosamente, te recordamos. Sabemos que nos ayudas con el tránsito de la municipalidad; pero, si me dijeron que haces campaña en contra mía».

Le trajeron un sobre con el sello oficial del municipio. Hay $25 dentro.

Al fin se va contento. Callará por otro rato.

Mas Sopanda tiene una sorpresa preparada. En una ocasión dio resultado. Va tirarse de un carro. Reflexiona, en silencio, quién puede ser la víctima del golpe. Su plan es fingir un accidente tras pedir que lo lleven a su casa porque está cansado. Quien sabe si, con esta ganancia fraudulenta, se retire de ser guardia sin sueldo. Van a cuidarlo, médicamente atendido. Dirá que él resbaló por causa de un frenazo. Que la puerta no había cerrado bien. Que él se estuvo durmiendo. Que salió del vehículo y cayó al pavimento. Que le duelen los huesos. Que ha sido un accidente. Que ojalá se hubiera muerto para no sufrir tanto... «Van a pagarme como nuevo», sonríe mientras maneja ese coche irreal que se inventó desde niño.

El va delante el volante. Ahora no hay peligro.

18 de noviembre de 2005

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Pedro el Potro

Pedazos calcificados que bautizan
eslabones cimeros y ricos,
cerro cabazón que identifica
vetustos señores de durez
y de flores efímeras.

Obreros de fuego que encienden estrellas
en el negro cenit, herencia taína tejida
y de arte, artistas que labran y cultivan
para la raza.
Orgullo e idilio ante la aldea nación,
féminas hijas de Atenea y Afrodita,
hijos de Baco pero genios, altar de próceres
y poetas. Todo lo del pasado, lo de hoy, lo del después...
Pepino de Donostiarras, de ideales y de lanzas sangrientas...
Ideal de pueblo que se envidia, pero que prevalece siempre:

Ramón A. Quiles Díaz (poeta pepiniano), Pepino de donostiarras

Así le llamaban, Pedro Potro. Y se dedicó a cortar frutos, talar sus pedazos de parcela y vivir del Viejo Prat y de Edelmiro, sin que poseyera título de propiedad. No aportaba un almud a patrón alguno. Su choza fue mejor habilitada que la de algunos mayordomos. Día a día, del alba al ocaso, Pedro se pasaría sin otro afán que tentarse los escrotos y llorar para sí. Quizás alguna vez urdió e intentó ejecutar la venganza que dijo que haría. ¡Matar a don Manuel y su caballo!

Cangara, otra de las negras, ofició como una especie de sacerdotisa. Dijo que se abriría de piernas para algún chiquillo de la familia Prat. Osadía que tuvo Edelmiro que la hizo suya, sin temor al lenguaraz de su marido. Desde que Edelmiro se casó con Margarita Hermida Gavarres no tuvo ojos para otra. Su mujer no le perdía ni pie ni pisada. Fue tan celosa que hasta de la propia hermana, Eulalia, Margarita lo celaba. Según Hermida Gavarres, la mujer que no se casa se vuelve incestuosa. O pecadora, como decía eufemísticamente.

Abraham y Eleuterio también salieron huyilones. La dominicana diría que tomar otros negros, por más jovenes y hermosos que fuesen, ya no será lo mismo. Dar hijos negros al blanco es «otra formar de morir o de matar». Ella no quiere parir hijos que no sean respetables. Si el amo mató a pistola a los infectos (de viruela) de Los Uverillos de Mirabales y uno fue de los que ella procreó, que sepa, por igual, que al matarlos él derramó de la sangre que corresponde al apellido del que se jactara. «¡No me preño para criar mataderos!», dijo a Guillermo. Lo halló en el río, tan provocativamente desnudo, y se quedó un rato a mirarlo.

Esto lo convenció de que Cangara no pudo ser su madre. No, en verdad, él no supo de quien fue hijo. La madre, al morir, lo hizo a él fruto de todas las madres. Y él, bastardo como fue, era querido. El se sentía estúpidamente blanco. Jabato y se decía español por eso.

El esclavo Pedro fue paciente, estoico y diligente, con sus propias carrañas y miserias de rencor. No atentó contra la cafrería. No hurtó ni ultrajó a persona alguna. Justificó su holgachonería y labró la mayor parte de lo que comiera. En Navidad, la única autocrítica que lo aquejaba fue su jaquetonería. Los negros que le platicaban, amistosamente, picaban su cresta. Querían molestarlo. Echaron de menos los tiempos aquellos cuando la peonada blanca temía que sus hijas fueran llevadas a su lecho; o vérselo en sus paseos, ayuntándose en pleno matorral con alguna becerrita en celo. Pedro era zoofílico. En las parcelas de Paché y Emilio Avelino, Pedro Potro fue leyenda, desde los 15 años, por estas tareas y aberraciones.

En los choteos que se hacía de la decadencia viril del esclavo, por el accidente del caballo que le destrozó los escrotos, se hallaba, cuando repitieron el chisme de que: la hija del amo Prat —Eulalia— y que estaba bajo fufú con el mulato Guillermo, brujería de Cangara. Sin embargo, bien supo él, la gente siempre habla sobre lo que no ha visto. Así que suspendió la plática hueca con quienes lo escarnecían moralmente y se fue rumbo al valladar de becerrillos, sin premeditarlo. Un lugar donde rondaba el muchacho mentado, el jabao Guillo y ella, la hija del amo.

«¡Pedro!», escuchó la voz de Edelmiro.

«¡Vuestra mujer se torció su pie! Traed el caballo y llevadla a su casa.

Jinetearon juntos rumbo al lugar del accidente. A sugerencia de Pedro, atajaron cuidadosamente por cierto trecho de bajura, cerca del vado. En realidad, ninguno de los dos esperó esta sorpresa. La bajada, lenta y... la inesperada escena de amor. Guillermo y Eulalia se gozaban uno al otro. Había bastante distancia. Juró el negro a Edelmiro que no lo llevó allí para que viera, o porque supiera nada sobre ese asunto. No espiaba a nadie. Estaba como muerto en vida.

Los amantes no advirtieran a los jinetes.

Un chorro de agua cristalina manaba entre el resquicio de dos peñas. Se esparcía sobre unas lajas pulidas de pizarral, color negro azulino y, en medio de tal paraje, Eulalia se bañaba en putas pelotas. Guillermo restregaba sus nalgas, eñangotado detrás de la Prat. Desnudos como sílfides, o criaturas de la Edad de Oro de La Arcadia. El se dispuso a poseerla, porque al erguirse su picha se pegó al trasero de la mujer y se cavó dentro de ella. Sus manos se llenaron de los senos de su amada, apretándolos a tal punto que, diáfanamente, escuchó el quejido y la voz de Eulalia que pedía precaución en el derrame: ¡Guillito, sácala!

Edelmiro no pudo soportar más de lo visto y movió en retirada su caballo. Se apresuró en dirección opuesta, otra vez en subida, por el camino que ya habían cabalgado. Pedro siguió al amo. Había confirmado el borococo, palabra con que los negros designaban al amor oculto, en secreto, que es condena urdida, o desvío de la pasión, por oficio de macanda.

De vuelta al arresto inicial y recompuestos los semblantes, socorrieron a Cangara. Una niña negra estaba con ella. Sin desmontarse, Edelmiro la levantó en vilo por un brazo y la subió sobre ancas de su bestia. Pedro cargó en brazos a su mujer y la puso sobre su caballo y después subió a las ancas y tomó el estribo, flanqueando con sus antebrazos la cintura de su mujer. Cabalgaron otra vez como dos cómplices, sin que las mujeres supieran sobre el encuentro con Eulalia y Guillermo.

Después de un rato, al ver que el patrón aún quedó a la salida de su bohío, Pedro salió a encontrárselo. Se imaginaba el por qué no se marchaba; pero no esperó la solución que él propuso para que se guardara el secreto que, en bocas ajenas, sería afrenta.

«¡Pedro, ven otra vez!»

A paso lento de caballo, al apartarse del bohío, Pedro sintió miedo. Vio que él sacó su revólver de una alforja que tenía la montura de su bestia.

«¡No temas!», dijo Edelmiro. El miedo a que él lo matara por la escena que vieron en la bajura desapareció cuando puso el arma en sus manos, con la orden inverosímil e inesperada: «Sé que me odiáis. Esta es vuestra oportunidad».

Tenía el arma en sus manos. Pudo, al menos, intentarlo. Mas, con mayor lucidez, Pedro se negó. Había mucho que perder, siendo esclavo. Más valiente sería que Edelmiro afrontara la decisión del suicidio, o se buscara otro medio para atenuar su vergüenza. Pedro dijo que un esclavo no mata a su patrón tan cobardemente.

«Mátame y véte… ¡Os daré la libertad; dinero y, una vez cumplido tu deseo, idos lejos!»

«No, mi señor. Asesino no soy».

«Traje conmigo el dinero».

Según el análisis que Dolores hiciera, Pedro había tenido suficiente tiempo para meditar los escrúpulos y antagonismos que se daban en tal relación de esclavo y señor. Su propio dolor y rencor lo había convertido en un ser pensante, con interioridad y conflictivas cautelas. ¡Atractiva oferta: ser libre, huir de Los Velez, manumitirse al fin! Además, Edelmiro lo haría partícipe de la vergüenza sentida y honor que él había perdido al ver su hermana en pecado. Lo invitaba a participar del secreto: ¡Eulalia, mujer del esclavo!

«Si honor no tiene el esclavo, ¿cómo tal cosa pide el amo, mi palabra de honor y, además que le mate?

Entonces, en la mañana siguiente, delante de la peonada, lo redimió. Le regaló un caballo, dinero para que se fuera con su mujer.


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El pacto de los Fundadores
a Eliut González Vélez, amigo historiador,
quien siempre ha sido una inspiración
Ya lo decía el Teniente a Guerra don Miguel López. Se lo musitó quedito a don José Manuel Otaloza, el representante del susodicho Duque menta'o por el no menos menta'o Don José Javier Aranzamendi. «Con estos Vélez y cesión de tierras serán muchos problemas».

«¿Qué le preocupa, Teniente? La medición se hizo; vamos a firmar todos».

Sin embargo, el Teniente sabe muchas cosas que, si las dijera a Otaloza, no las comprendería. Ellos dos están en la mismas condiciones: son dos mandaderos cumpliendo con cierto encarguito peliagudo. Otaloza viene creyendo que es fácil quitar algo a la estructura de propiedades de este Pueblo para darlas a Mahon Crillon sólo porque, desde allá en El Morro de San Juan, el Gobernador lo aprobara. «Total, la tierra es tierra. Hay muchos hatos realengos y, al final, si es tierra realenga es de nadie. Al Gobierno ni estorba, si la da o se la queda. Total, la tierra es tierra».

«Realengos sólo los perros y marcan, con sus orines y salivas, los territorios», le dijo Miguel López.

«¿Qué me quiso decir?», preguntó Otaloza.

«Lo que oyó. Que aquí, en partidos chiquitos, todo tiene dueño, aunque no sea en papeles lícitos».

«¿Por qué me dice eso?»

Y el Teniente a Guerra, antes de contestarle, se embebía en sus pensamientos, porque el año pasado, con el llamado el Deslinde de 1828 (que separó al Pueblo de Lares, o mejor decir, al parir Pepino otro pueblo), él acabó de entender lo que es la estructura de la propiedad. Hubo una reunión en la casa del Alcalde Juan Esteban Nuñez. El invitó a los Velez de Juncal, que son los mansitos y así, mansitos como son, mostraron que su cobre, tiene oro por dentro. «Que a veces hay oro en lo que se piensa que es cobre del ego».

Pusieron las cartas sobre la mesa: «Siempre que no comprometan a Mirabales, que es el corazón de la Gonzalera originaria y los Vélez, pueden deslindarlo todo, sur abajo; pero, al norte del Juncal, el Cibao es nuestro. Y le voy a decir más: Hay un pacto invisible, sin papeles tal vez, con los fundadores. Pacto de sangre y consciencia que viene de los años, ¿que será?... Ya no recuerdo... 1709 para acá, desde que Sebastián González de Miraval, alférez mayor de la villa de San Germán, con Jerónimo Ramos, alcalde ordinario y otros capitulares, entre ellos los González de la Cruz, enfrentaron a Francisco Danío Granados y María Segarra Verdugo, ex-mujer de Sebastián... Puede que, en esos días, Pepino no tuviera dueños. Tenía piratas, exploradores de bosquedales, un par de criadores de cerdos, que iban y venían. Todo se controlaba desde San Germán, considerada la Gran Villa. O antes desde Aguada. Fue cuando dijeron a Sebastián, quédase usted, con sus parientes leales, con todo lo que hoy es Miravales y todo lo que mire hacia el Oriente».

«La parentela de Tomás de Ribera, de Francisco de Soto, los hijos de Simona de los Santos, de los González de la Cruz, incluyendo a Cristóbal que fue Teniente a Guerra antes de la Constitución de 1812, todos respetaron el convenio. Joseph González, constitucionalista, cumplió, pero... la putada fue la revocación de La Papa un día de San José. Entonces, se acabó el Código Sagrado, porque La Papa ha sido la constitución más alimenticia, justa y liberal, contra los déspotas y los ladrones, como ése Pancho D. Granados y la mujer infiel, la Segarra, que pleitió contra su esposo, dizque que porque a sus hijos no los haría leñaderos ni hateros, en un mundo de bosques, sin caminos, y sin comodidades. Prefirió que fuesen clérigos».

El Teniente Miguel López recordaba a Pedro Vélez cuando elucidaba: «¿Para qué repartir la tierra a gente que no trabaja? ¡Quieren poder y propiedades para tener esclavos y pleitesías! Fue por lo que Sebastián, padre de este pueblo de Mirabal, al oriente del río Guacho, o Cuacio como Echeandía ahora lo llama, les dijo a su mujercita delante de su prole: Véte pa'l carajo tú y llévate a Francisco, el cleriquito, a la niña Jacinta María de la Ascención, aunque sean hijos que adoro...Esto es lo que yo le diría a Echeandía Belazquide que quiere fundar lo que está ya fundado en Guacio, o lo que diría a los Del Río, que hablan de tierras robadas, a su juicio, porque no están listados sus dueños que las han vivido por más de un siglo».

¡Qué equivocados están el Gobernador De la Torre y Otaloza, si es que van a creer eso! En Pepino no es así. El suelo ya está repartido de Arenas a Mirabales, del Hato de las Furnias a Altosano. Y los Vélez dicen que desde el tiempo de Sebastián Gonzalez y las gonzaleras de Miguel, los de La Cruz, Mirabales es suyo. Juncal y Cibao también. Lo que pasa es que, con la excepción de los Prat y «eso porque emparentó con los Vélez de Miravales», están llegando unos catalanes malos. Según los Vélez, son los que vienen de Sitges. En dicho grupo, él mete a los Puig, los Amell, los Bellagarda, los Sellá, a Manuel Coll, al mismo don Juan Orfila Pons, y recela a los Mercadal Orfila».

Aquí, la tierra es una extensión del alma. Y hay gente, con el alma tan extensa, que cuanto aparezca escrito sobre un mero papelito en el Libro de Registros de Propiedades, definiendo límites y colindancias de un pedazo de terreno, vale muy poco a la hora de fincar las dimensiones de sus almas. En un baldío de los que el Duque de Mahon Crillon se esperanza, sólo porque Otaloza, Aranzamendi, el Gobenador Miguel de la Torre y otras firmas locales, como la del agrimensor Juan Bautista Valera de Xirau, avalarán sus nombres, hay fantasmas de vidas ajenas y, cuando se materializan, salen los materialmente visibles. Se manifiestan, ya en carne, espíritus armados como guerreros; a veces, con la postestad adicional, que los indígenas nativos mentaban con la palabra 'yocahu'.

Aquí lo que sucede y lo sabe el Teniente es que Antonio del Río no entiende lo que son los misterios, no institucionales, no escritos, con que el campo se nutre. El es hombre de actas edilicias. Es sabio, organizado y legalista, y le tiene sus recelos a los Vélez, porque éstos, contrario a él y los nuevos catalanes, son excéntricos, aferrados y olfatean lo que concierne a las aguas. Donde quiera que haya ríos hacen milagros. Crían vacas y cerdos. Con la fuerza de la corrientes, transportan maderas, siguen la ruta del Río Guacio. Abren pozos. Con árboles de Mirabales, se transportan de Este a Oeste. Pasan por Altosano, Sonador y entregan, maderas para que construyan casas lo que vienen; venden carrales de vino o pitorro a la Aguada, la Aguadilla «y diga usted, a cualquier puerto». No temen a piratas. Los Vélez han sido hasta piratas. Fue con ellos que se hicieron ricos. Traficaban. Ellos han sido custodios de toda la Gonzalera de los fundadores, protegen a los canarios y a los andaluces.

«Que otra gente local, aún nuevos canarios de cepa agricultora se queden con la parte norte, con el Salto, el Norte de Pozas, el Este de Eneas, arriba en lo mentado como los Cidrales, el Oeste de Guajataca, el Norte donde viven los Beltranes, a ellos no les importa... Lo que es Pepino para ellos, está cerca de los Lagos y es, por tanto, lo que se antoja de quitar al Pueblo por causa de ese protegido de la Reina, Cibao, arriba de los juncales. Ese límite en fuga sólo en apariencia, está baldío. Sin embargo, los comisarios y los pedáneos saben que allí están los Güemes y una prole de unos viejos catalanes, que son los mismos Cadafalch de Mirabales», sigue cavilando el Teniente.

«El Cibao está arriba y mal repartido, al parecer, sin dueños; pero sí los tienen. Y quien dijo que los dueños no existen es Juan Coll y Grau, Secretario del Ayuntamiento, y Juan Orfila Pons, porque éste lo quiere para sí». Cometió un error, a su perjuicio. Se lo dijo a Pedro Vélez y a Gabriel del Río. Tampoco invitaron formalmente a los vecinos colindantes.

Ahora que darían tales terrenos del Cibao a un duque de mierda, había dicho Pedro Vélez cuando se enteró, sería el «segundo paso» después de aquel Deslinde de 1828, y advirtió: «Vamos a armar el campo contra la gente de Mahón y Sitges». Es decir, aplicarán la vieja tradición de los consell de riepto. De la que habló una vez González de Miraval antes que fuera preso. «Quien no venga a trabajar y despoje de tierras a los Vélez y los canarios, los retaremos a duelo. El que gane se queda con la tierra y sepulta al que pierda. Así es el honor del campo».

«Muy poco sabrá Don Antonio (del Río) de los verdaderos ríos, espíritus en las hidrografías, poco de las quebradillas que conducen a las cuevas y de los piratas que han prestado sus cuerpos a los taínos para que se escondan del blanco que les persigue con espada y fuego, frente a sus débiles flechas».

En este año 1829, agrava este problema de ceder 45 caballerías y dos tercios de terrenos al Duque, tan sólo por solicitud de la Reina déspota, quitárselas de las tierras de Loíza, Isabela y Pepino, es que los Vélez dicen que no hay cupo para títulos de posesión en favor de Mahon Crillon. Dijo que no lo citen a las mediciones ni al Acta de Mensura, porque, si le quitaran alguna guardarraya de lo que él reclamó suyo por el Sitio del Cibao, o arriba de las «quebradillas», ya él está preparado. Sus peones están en vigilancia, escondidos, armados en vela, detrás de los flamboyanes.

A los Vélez les encanta sembrarlos. Todos sus campos tienen ya, desde mayo a agosto, floración de rojo incendio y, en las ramas de esos árboles hermosos, cantan los ruiseñores. Vuelan hasta la hacienda de Paché Vélez y los Cadafalch, ahora con nueva sangre de los Prat-Vélez y Güemes, y dan aviso. Dicen ellos que el Norte del Cibao y muchos predios, hacia el Oeste, en Guajataca, o las bañeras de su lago, son su jardín. Su entorno natural de hacendados.

En 1828, cuando se quedaron con Lares, hacia el Oriente, ellos nada dijeron. Comprendían que era necesario. Se respetó Cibao y Juncal y las perchas de extensos terrenos, entonces baldíos, o con otros agricutores al sur. En la junta del partimiento, la Gonzalera fue representada por un tal Juan Domingo, que era de confianza de los Vélez. Cuando midieron, Juan Domingo dijo: «Aquí, al sur de este río, donde está la Palma junto al árbol de agucate, puede fijarse una nueva guardarraya, no hacia el Norte. Aquí, donde es que termina la tierra del pacto de los Vélez cuando Sebastián González reclamó ésto y le dijo a González de la Cruz: Sea misión suya y de sus descendiengtes, cuidar estas tierras, que son el cuerpo del Pacto».

Desde 1800 a 1806, Cristobal González de la Cruz, Teniente a Guerra, cumplió y antes que él, Don Miguel Vélez del Rosario, Don Miguel Ramos, Don Antonio Martín González, Don Antonio Pérez, Don Lucas Martínez de Mathos... todos los González, sea que hayan venido de Aguada o San Germán, sabían de las necesarias protecciones. «Y que les hicieron una putada tras otra a los exploradores de estos campos, a quienes crearon la ruta de este paraíso, y que ese sería el fin del testimonio de Sebastián González, si siguiera pasando».

Y el hecho de tener a un San Sebastián, del que el émulo concreto fue González de Miraval, no hubiera sido posible sin Juan López de Sigura, Teniente y Capitán a Guerra del Partido de San Francisco de Aguada en 1684 y Sebastián González, el primero, y Cristóbal González de la Cruz – Teniente a Guerra. Es que ellos tenían unas razones para continuar el pacto: Era la paz con los taínos y con los piratas. Toda aquella gente que se acumuló, sin esperanza, en San Germán o en Aguada, gente de las costas, casi todos canarios, recibió buenas noticas cuando oyeron de los capitanes exploradores, gestiones fundadoras: «Los que quieran ser parte de una nación, bendígala o no España, país que nos abandonó a la suerte; sepan que traigo la bendición de un Santo, santo martirizado que se atrevió a desafiar a Emperadores. Nosotros tenemos testimonio de ese Santo porque somos de las Santas Hermandades, no de las tradicionales, que son Las Guardas de Castilla, sino la de homes bonos de San Sebastián, el Mártir de Narbona».

Y Sebastián González de Miraval, al quien se tuvo como judío converso y mal cristiano, como lo acusaría Francisco Danío Granados, al cabo del tiempo, para que se le quitara cualquier vestigio de autoridad, poder o propiedad que tuviera, convenció a no pocos con sus razones, como Teórico Evangelista del Pacto. Estas incluyeron el castigo con consell de riepto a todo «rico home o eclesiástico que fuese ladrón, el castigo de jueces que, sin previo juicio, condenase excesivamente a cualquier persona que con carta del Rey o quien aplicara la justicia en beneficio propio, o cualquiera que exigiere impuestos abusivos».

Dijo que él halló la Tierra Prometida y que estaba escondida entre culebrinas de aguas y pepinos de cal y que había que talar muchos bosques para que se entrara sin problemas a la Nueva Tierra. La bautizó. Miravales, que colinda con Guacio, al sur de Calabazas. Advirtió que, como fundador, su meta siempre será un pueblo de valientes, como el que lo inspiró en Asturias, pueblo que hizo una primera Hermandad del tipo de las que él teoriza. Fue en Asturias en 1115 que los vecinos, no sólo aprendieron a perseguir malhechores sino que, de paso, «ponían fin a las depredaciones, abusos y tropelías de los próceres y magnates».

Este es el origen de todo, el mensaje que oyeron la descendencia de los Vélez, los Del Río, González de la Cruz, López de Sigura, Sotos y Galarza y otros entre los vecinos originarios que, contrario a las proles que nacieron de don Luis Añasco, colonizador y compañero de Juan Ponce de León, cuando llegaron al Norte de Mayagüez y Las Marías, por octubre de 1733, se dedicaron a matar a los indígenas y a burlarse de los sacramento por todo el Valle Costero del Oeste. Entonces, el vecindario de Añasco que se conoció, antes de que se entrara a Pepino, con la nueva cepa de los González y mirabaleños, fue realmente como «ciudad donde los Dioses murieron».

Y, ahora en el año de 1829, en la misma finca de Juncal, donde se citaron para el Deslinde de 1828, Pedro Vélez no está. Hace falta. Sin embargo, el Teniente Miguel López, sumido en cavilaciones, está viviendo en segundos la eterna simultaneidad de una experiencia, mística y práctica. Los próceres y magnates de quienes Sebastián González hablara, se han invocado en Pepino en presencia de Antonio del Río, Lorenzo Mercadal Orfila, José y Manuel López, Juan Bautista Valera de Xirau, y se disponen a un despojo, descrito como Acta de Mensura y Orden de la Reina y su vocero, José Javier Aranzamendi. Quieren que se declare un pedazo de Pepino, tierra del Duque de Mahon Crillon y que cedida la tierra, sin que nadie proteste, que Otaloza se vaya contento.

«Si ésto se aprueba, señor Otaloza, habrá problema en Pepino. Usted no sabe, pero, este Pueblo es Santo y fue elegido para una Nueva Jerusalén por uno de ellos, el fundador y cada vez que se corta un pedazo de esta comarca, se rompe un pacto».

23-01-1986
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La Papa: Nombre dado a la Constitución de Cádiz 1812 / porque se aprueba durante la cosecha de ese producto

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Don Manuel está borracho

Más allá de la infancia percibía
noches de hondo luchar, noches amargas:

Juan Aviles Medina (1904-1994)
Una noche de grandes lluvias, Pascual, el hijo de Edelmiro, halló a Eulalia, su tía, perdida en los campos de yautías y ñames. Cuidaba del Abuelo. Manuel bebió y se aturdió y, así agotado por los excesos, dormía la zorra. Bebía para llorar a Edelmiro, el muerto. Lloró porque, sin recordar cuál fue el motivo, golpeó a Eulalia. Sentía mucha vergüenza de haber pegado a su bolsa 'e jiña después de años de mimos. No supo cómo mirarla a la cara, al menos, hasta que desapareció el moretón de su carita.

Durante tres días, don Manuel se había ausentado de la casa del amo. ¡Bebía con desfachatez inusitada! Los peones temieron su hurañez agresiva. El amo estaba irreconocible, desgarbado y atroz. Eulalia recibió la primera pescozada de su vida. En su rostro se marcó el moretón enorme. Dijo haberse caído, enredándose en bejucales.

A las 5:00 de la madrugada, después de mucho buscarlos, la familia dio con ellos. ¡Ambos hechos una calamidad! La hija tiritaba de frío; pero, desde las 10:00 de la noche, no se separó de Manuel, según se dijo. Y tenía su cabeza sobre su regazo, cubriéndole con la sombrilla que Josefa, marquesa de marras, ex-amante de Juan Bautista Topete, recogida de Prim, dejó cuando les visito en Mirabales. Sin duda, Eulalia no tuvo las fuerzas para subirlo al caballo y regresarlo a la casa. Pascual supo que Pedro no se había ido, porque lo vió cerca de ellos, en acecho, con su machete en la mano. ¿Qué pretendería?

«¡Sal de ahí, negro!», gritó Pascual. «¡Sal o te mato!»

Y Pedro salió. Perdió la oportunidad para materializar la hazaña: matar a Eulalia delante de su padre.

Nicasia, su madre, accedió a irse a Cuba. La viejita se vistió para el viaje con un vestido de tela de bayal y una blusa de piqué. Su pelo había encanecido al máximo; pero seguía siendo largo y abundante. Eulalia la peinó y afeitó la barba del viejo Manuel. Cuando puso el barbicacho bajo la garganta de su padre, comparó los ojos de ellos con los suyos. Antes de la afeitada, miró a Nicasia: ¡seca y dura como pasa; pero 75 años no había quitado sus ganas de vivir y trabajar! Sus ojos azules, brillantes y enormes, expresaban alegrías y tristezas, esperanzas y decepciones, con la sabiduría natural de su fuerza y su amor.

«Seguís siendo una rabona, bolsa 'e jiña»—, dijo él. La última vez que alguien le diría tan cariñosamente tal grosería. Se fueron en septiembre de 1865, poco después que Margarita lo hizo y algo antes que Emilio Avelino muriera en Cidral.

Por la carta que Casildo Vélez del Río envió a su hermana Ximena, Eulalia supo que sus padres no se fueron con la pariente Pamela; pero Nepo La Pasca fue quien les recibió en La Habana. ¡Un sentimiento de soledad se apoderó de Eulalia! Al menos, sí esperó que Nicodema escribiera alguna vez. Que la recordara. Y se cansó. Un día le dijeron: «Dáles por muertos!» Son tránsfugas espirituales.

2.

En 1867, Eulalia Prat hizo su primer viaje para unas compras en los almacenes Cabrero & Hijos. Como heredera de la hacienda, oyó que muchos quieren saber si vende sus cafetales. Le preguntan si todavía Manuel hace carretas, o tiene peones que corten árboles y aserren maderas. Estuvo en tal diligencia y se le acercaron para darle noticias sobre los achaques que tenían en cama al buen amigo * de su padre, don Andrés Manuel. El viejo, padre del poeta Manuel Joaquín y Andrés, el administrador del almacén Cabrero.

Como no subía al Sector Pueblo tan frecuentemente como se esperaba de ella, se le desconocía en la Iglesia y el párroco, Hilarión Antonio Gallardo, se quejaba de la familia Prat cuando gente de Mirabales iba y le contaba de que se fue el jefe de su barrio a Cuba, viejo hacendado. Y cuando murió Edelmiro, hijo del jefe del barrio Mirabeles, se dio una situación de pesadumbre. Se murió ateo, sin óleos. Se mató suicidamente porque la hija del jefe del barrio cedió a darse sus amores con Guillermo, el Jabato. Esto se sabía por todo Mirabales, Cidral, Juncal, Las Marías y Furnias, dicho por la peonada. Hablarse escandalosamente de Eulalia Prat debió ser la venganza de Margarita Hermida Gavarres, Pedro, el Potro Quebrao, y el mismo Tomás Nuñez, el ex-novio despechado. «Echen a volar la historia de esa puta, la maestrita».

El cura supo todo, pero en gesto de gentileza, el Padre Gallardo la saludó con cariño ante la familia Cabrero, ignorando toda habladuría.

«¡Eres una linda muchacha!», fue la única exclamación de Gallardo. Había pensado que era mucho más vieja.

Juan Bautista, primogénito de Cabrero, asintió con la cabeza; pero salió rumbo al almacén. A ella la pasaron a la habitación donde Andrés Manuel convalecía. Oyó que dijeron, como en secreteo del servicio doméstico: «Es una Prat».

«Quiero ir a Mirabales a ver a Manuel cuando convalezca. Me gusta discutir con él».

E hizo un recuento sobre la última discusión. La oferta de John Tyler, expresidente del Norte angloamericano, a España en 1843: dar su ayuda para mantener su dominación sobre Cuba. La idea fue evitar otros brotes revolucionarios, con motivación bolivariana, anti-esclavista y maquinaciones, desestabilizadoras, subversivas, británicas. Como inmigrante y procedente venezolano, con nexos administrativos con el Rey, Cabrero se conocía los detalles de aquellas revoluciones boliviarianas que, en parte, lo trajeron a esta antilla.

En los tiempos en que Prat llegara a Pepino, no se hablaba de otra cosa: la conspiración Soles y Rayos (1823), con Simón Bolívar a la cabeza y, en marzo de 1826, otra conjura en Cuba de Francisco de Agüero y Manuel Andrés Sánchez, de simpatías boliviarianas y contactos en Cartagena (Colombia). Estos revolucionarios murieron en la horca, después de su aprehensión.

Un complot de La Gran Logia del Aguila Negra fue descubierto en 1830 y, por tal razón, España recrudeció su poder represivo con el envío de generales con facultades omnímodas y deseos de ejecuciones, e.g., como el período de Miguel Tacón y Rosique. Entre 1834 y 1838, Tacón decretó una guerra sin cuartel contra las ideas emancipadoras y contribuyó a la expulsión de los delegados cubanos de las Cortes Españolas. Este veterano de la defensa de Orán anuló en Cuba el derecho a la posesión y portación de armas por los ciudadanos, al tomar el mando militar.

Hace poco más de quince años, recordó Cabrero, que lo que más llamara la atención a don Manuel Prat fue la existencia del tal Nepo La Pasca que fue su amigo en una Escuela Naval y cómo leyó en una guía de viajeros que reparó unos barcos en el Puerto de Cárdenas al gobierno de España. Y coincidió ese trabajo de Nepo con una invasión. «Y ví los yankes por primera vez, como Jacob cuando dijera al soñar con una escalera de la tierra al Cielo por la que bajaban y subían ángeles y querubines».

Con expedición de 600 hombres, en su mayoría anglomericanos, Narciso López salió de Nueva Orléans en 1850, desembarcó en Cárdenas el 19 de mayo y se apoderó de la ciudad. Al no hallar apoyo pupular, se retiró con la bandera que fue diseñada en New York en la casa del poeta Miguel Teurbe Tolón. Y volvió, al año siguiente, con tan mala suerte que, antes que organizar revolución alguna, cayó preso de los españoles y fue ejecutado.

Todavía se asustó don Nepo La Pasca, ya regresado a La Habana. Tras otro pronunciamiento contra España, se fusiló a Joaquín de Agüero, Ramón Pintó, Isidoro Armenteros, Francisco d' Strampes y otros, en 1851.

«Papá se fue a Cuba. Me dejó sola para siempre; pero no se preocupe. Mi casa está para usted, don Andrés. Venga porque yo casi no voy a ningún lado y que me hable de política, como con mi padre, me agrada».

La tradición de los Prat fue enterrar en Las Marías a sus muertos en un huerto de boababos africanos.

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( * ) En la tradición de la familia Vélez-Cadafalch y Prat-Vélez, se adujo que Manuel Prat Ayats mantuvo una amistad con Andrés Manuel Cabrero Escobedo, «desde los años que se reedificaba la Iglesia Católica» y que enviaba al Alcalde Segundo, Agustín Cabrero, «a comprarle maderas de su finca». La fecha entonces del comienzo de esta amistad sería 1835 a 1838. Doña María L. Rodríguez Rabell dijo que Manuel Prat fue el primero en el campo que aplicó la ley de La Libreta del Gobernador López de Baños porque su propia peonada le estaban robando y no le querían trabajar como se debía.

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El disparo

La triste hora de partida,
la hora aquella del antaño,
que nos hizo tanto daño:
la hora de la despedida.
Son las cosas de la vida...
¡qué más podemos hacer!
¡Revivir hoy el AYER!
despedirnos del Pepino!

Juan Roure Marrero (pepiniano adoptivo), Volver a Pepino
Cuando murió Edelmiro en Las Marías, Pascual, su hijo, tenía la edad de 22 años. Oyó las voces de alarma que provocó el disparo; pero, al parecer, nadie en Los Velez identificó por dónde provino el sonido del tiro. La visita del esclavo Pedro y la entrega del paquetillo que Edelmiro había dejado para él, extrañó a la suspicaz Margarita.

«¡Un disparo, oímos un disparo!»

En finca tan inmensa, buscar al herido fue como buscar una aguja en el pajar. A los 5:00 minutos de haberse despedido, Pedro volvió a la casa del amo y preguntó a varios peones asustados, reunidos en el batey:

«¿Sonó disparo, ah?»

Fingió su conducta porque él sabía algo. Obedeció al amo. El mayordomo y Pascual salieron a investigar.

Pedro se unió a los peones que salían, de improviso, del espeso monte, por distintas direcciones y caminos, para ayudar en la búsqueda del hombre armado. O del herido. O del muerto. E hizo que la mayoría de ellos pensara confusamente sobre el incidente y, sobre todo, que se enteraran de la amistad y el aprecio que tenía a don Edelmiro, «quien me emancipó y quiso que trabajara para él, no para su padre».

Fue Pedro quien puso a Edelmiro sobre una carreta para llevarlo a Juncal y fue Pascual, quien dedujo que se cayó del árbol de baobab, porque vio rastros del espeso ramaje sobre el cadáver. Se informó sobre el accidente tal como Pedro quiso y se bajaron de las más altas ramas hilachas de la camisa de Edelmiro, manchadas con sangre. «De una caída, iba a perder la vida mi Cielito!», dijo Nicasia desconsolada.

La pistola se disparó sola, al caer: conclusión general. O él se suicidó. No se supo. Nadie fue experto. No se llamó un forense. Y el padre, Don Manuel, no quiso saberlo, sólo que se lo entierren en Las Marías para que las vírgenes le consuelen los pecados antes que lo reciba Dios. Para Manuel, es mejor que pensar en Pedro, como el asesino. «Este negro quebrao es un cobarde. No tendría las agallas pa'matarlo».

Eulalia lloró tanto que Pascual se arrepintió alguna vez de culparla de tener amores con Zarratea, el Vasco. Le remordió la consciencia por haber hecho infeliz a su padre, por causa de sus diretes de comadre y las discusiones que, entre Edelmiro y Margarita, se creaban. Por eso, se fue de la casa de Margarita, tomó por mujer una chica de Juncal y nadie supo más de él, yéndose del Pepino, tal vez con los Hermida de San Juan.

Pasado el sepelio y las novenas, el entierro en el bosquecillo de Las Marías, Pedro no se había marchado. Quiso probarse más hombre que Guillermo. O de si era capaz de chantejear a Eulalia. Traía tal confusión en su cabeza que no sabía si odiar o amar a la hija del amo.

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El carabalú de María Peregrina
a María Peregrina Font-Thompson

Hembra de genio nervudo,
mi jíbara pepiniana,
quiero traerte mañana
mi pabellón y mi escudo.
Para que le dé un saludo
con criolla reverencia
es hora de hacer conciencia
en nuestra amada terruca:
César G. Torres Rodríguez (1912-1994)
Joaquín Oronoz lo organizó. Movilizó a su primo de Ponce: el licenciado Font-Echeandía. «Vamos a echar algo en sal que valga más que las cortejas», le dijo a Agustín.

«Yo voy a hablarle primero. Después lo rematas tú».

«Sí, sí. Me molesta que ese imbécil tenga tantos hijos realengos».

Cucán Oronoz cree en redimir los nombres que en el lodo del carabalú y el chisme ingrato se revuelcan. Y la jamona Concha Font es una que vitupera a los hombres, precisamente, por salaces y burlones. Mujeriegos, puercos, infieles... ¡Tanto odia a los machos / fornicarios / con hijos realengos por doquiera / y tanto a la ramería que ella misma se cose las pantaletas! Que nadie se imagine ni su nalgatorio. Mejor beata, con toca y mantilla, que puta con uñas de gata... y bien que se junta con los que odian a los bastardos, se une al güiri güiri, con que Zaida Pérez y algunas Oronoces se entretienen, incluyendo a Emilita Arbona y la esposa de Rigo, que es de la prestigiosa familia Echevarría. Tela para cortar ya tienen. El carabalú que Cucán ha formado para redimir al banquero Millón Font y agenciarse la gratitud de Peregrina, la bastarda.

«De plano, hay mujeres que, amén de ser bastardas, no tienen el mínimo de clase», dijeron las representantes locales del blanquitaje y elitismo.

Y comparan a Carmiña, hija de Manuela Cabanillas, con Peregrina. «Han de sentirse como gallinas en corral ajeno; no imagino que puedan estar juntas».

«Serán como aceite y vinagre», ríen.

«Si hasta el mismo Abraham Bonilla me lo dijo», lo citan, «de Krajo no le vendo ni un carajo». Es que Carmiña es fea de cara. Es retardada, bruta. Es mujer para un sargento. Hembra sólo valiosa por lo que tiene de nalga. Y, Emilita Arbona, esposa de Cucán, sabe que es una injusticia que ésto se diga. Es objetivamente cierto que Peregrina y Carmiña son distintas; pero, «ambas han de ser buenas señoras, con virtudes, dignas de sus casas». No por ser pobre se es puta. No por ser bastarda se es una «buena para nada». Y Emilita dice más: «Yo apoyo a Cucán. Que haya un reencuentro de hermanas. Que haya reconocimiento, reconciliación de padre e hija, perdón, la oportunidad de convivencia. Que con el apellido debe ir parejo una cierta credibilidad».

Victoria Font adujo: «Ha de ser una machorra, cazafortuna esa tal… golondrina sin nidaje, palomita viajera» y aseguró que la intuición femenina se lo dice. Seguramente, según añadió, María Peregrina dirá a su hermana: «¿Cómo crees, Carmiña, que puedo dedicarte tiempo? ¡Es que la gente de hoy, en este pueblo, o en cualquier otro, ya no está por nadie!»

Ahora, en 1956, por causa de Cucán, se está a punto de presenciarse un milagro. La gente rica de Pepino está nerviosa, Cucán quiere ser el milagrero. Invoca y une fuerzas. Habla aquí, comenta allá, siempre siquitrillando... Ahora se pinta como el casinista de la Nueva Era, no de la exclusión y el atropello. Viva la fraternidad. Ha surgido hasta un club de caballeros al que se unió Trichulis. A veces, «no, siempre, hay una segunda oportunidad y hay que rezurcir los prestigios acabados por la vileza de la cobardía». A veces hay que salir al Topos Uranus y ver las Ideas, no desde los cubujones donde se acomodan las sombras. No desde las cavernas.

Todo sucedió cuando, entre tragos, Cucán y sus amigos, Bonilla y el novelista y defensor de su padre [Cheo Font Feliú] repasaron la historia del poeta, Moncho Lira, aquel enamorado, hijo de Rosa Torres, cuyo delito parece … haber sido ser tan pobre. Un hijo natural para acabarla de joder. Quintín Perdomo, cura tan respetado, decía: «Es cierto que es pobre; pero tiene luz». Y si Quintín Octaviano Perdomo todavía viviese, diría lo mismo de María Peregrina. El llamaría a su confesionario al pecador, tú, Emilio Font y diría lo que procede en estos casos: «No has tratado bien a Peregrina. Es cierto que nació en el Joyo de Millán y fruto de tus aventuras, pero esa niña tiene luz».

¿Y quién que tenga luz va y coloca y encubre, o esconde su candil, bajo el calabacín de sus ambiguedades? Y así fue que hizo José Mislán con un poeta, Ramoncito la Lira, su hijo, dejándole sin el apellido, sin nutrición paterna, sin aire para que su luz se esparza y queme oxígeno… y mire usted, ahora lo dice Oronoz Font, no el Cura Aponte a quien él [yo, Joaquín Nicolás] mandó a la porreta en tiempos del Partido Acción Cristiana.
«Para que merezcamos la luz de su verdad, hay que escuchar al pueblo».

«Y Tablastilla sabe que María es una Font de tu sangre».

El pueblo sabe que, además de Manuela Cabanillas, madre de Carmiña, Emilio Font tiene otras «costillitas» y «secretos» más abajo del Joyo de Millán. Se desbalaga, como en su tiempo lo hizo Cheo, con Cirila la Yegua, hermana y linaje de Sandalio.

2.

María Peregrina ha triunfado, sin ayuda de ninguno. Es la mujer de éxito. Es la promesa luminosa. Es otro pie de espada blanca. Y entra en La Fortaleza con Doña Inés Mendoza, la Primera Dama, se le tiene en la mayor estima. Y eso conviene a este pueblo. «Te conviene a tí, Millón. No es bueno que te entierren con la fama de un bicho miserable. O que se diga: ¡Mira qué padre malo! Tiene una vela y la tapa con un calabacín. La espachurra con un plato, en vez de hacerla luz que ilumine nuestros mundos».

Tablastilla y el pueblo entero la vio desde pequeña. Es una hermosa Font. Es la que para el tráfico en el Pueblo, desde los 17 años por los años ’40… Se extraña su silueta desde entonces. ¡Qué dos piernas tan lindas! Y su busto, excelente… Desde sus años en la Escuela Secundaria, los mozos del pueblo se relamen. La vieron irse a Nueva York y hay una cierta tristeza en los varones. Un pedacito de pueblo se sumergió en las sombras. A María Peregrina le perdió la pista. Mas ha triunfando. Es célebre y de cada marido que se le muere hereda sus millones.

María aprendió inglés. Después se supo cultivándose aúN más. Habla un francés fino en las grandes fiestas y, cuando se casó con Casenave y vivió en Puerto Rico, quedó viuda. Entró a círculos selectos sanjuaneros. Ahora está casada con el primo del rector de la Universidad de Puerto Rico. Es un hecho que está dictando la moda del jet-set y se le observa cuando baja, o sube, de su limousine de luxe. Se le oye cuando diseña y da órdenes, o hace negocios en inglés o en francés. Su mundo es refinado.

Ha de tener, así de hermosos sus riñones, aunque no tiene hijos. Lo que más ama es su colección de cuadros. Cuando se siente afrancesada, da cátedra. Algo de ella recuerda a Marcianita Echeandía Font en sus mejores tiempos. Son ideologías distintas. Marcianita, radical. María Peregrina, anti-proletaria. Mas ella expresa su admiración por Renoir y Cezanne. Va a conciertos. Oye música clásica.

Alguna pintura en sus colecciones es un Renoir auténtico y ella paga lo que sea. Colecciona arte. Tiene un Picasso. Vive en el esplendor de su prestigio bien ganado y merecido. En su taller de ropa, en Nueva York diseña y cose junto a ocho empleados. Elige selectivamente el talento. Es una mujer que sabe. Cuando se cansa, se viene a su mansión de Puerto Rico, en el Viejo San Juan. Y se deja chulear por Frontera, cuya penosa muerte en manos de Pata de Cloche, la conmovió de veras. Pero, en este Puerto Rico, la homofobia impera. El pecado de Iván fue ser excéntrico. Gay. como se dice en New York. Un mariconazo que escribe la nota social para el periódico El Mundo.

En Nueva York, donde importa muy poco si ella es bastarda, dicen que la boricua parece una alemana. Tiene la elegancia de su estirpe. Es inteligente, lista. Tiene que serlo cuando la aclama el jet-set de América Latina y su nombre se cita en los periódicos. La busca el Certamen de Señorita Universo para que vista a sus reinas o concursantes y el jet-set de los petroleros venezolanos. Bien que, desde sus años juveniles, habría podido ella ser Miss Universe.

«¿Viste lo que dijo Iván Frontera en su columna?»

«Hay que traerla al Casino y presentarla, Millón. Tú dale un beso cariñoso en público. Arrebátesela en ese montón de bellacos muñocistas».

En fin, que echaron algo en sal para que Peregrina se asentara en estos nidos. En algo quiso velificarse hasta Carmiña, su hermana. Ella dice que también merece su aprecio y no lo tiene. No lo tiene porque está en Pepino, donde su propia gente la difama y a su piel se la escardilla como quien arrancara mala hierba de los jardines familiares de los Font originarios.

Cucán no quiere que la claque elitista a la que ha pertenecido se vaya a cañocales. Desde la muerte de Alicia Franco y el quebrantamiento moral que el sacerdote Aponte produjo en este pueblo, se está derrotando el prestigio de apellidos que tenían su charisma weberiano. Una mística cuasi mística, fascinadora, pero secularista, porque «tú sabes, Millón, hay que tener los pies en la tierra, aunque un poquito el alma en el cielo».

«¿Pero qué dirá Carmiña si le doy una hermana con la que no ha hablado nunca?»

«Millón, déjamelo todo a mí. Estos no son los tiempos de Rodríguez Cabrero como para dar bola negra al poeta enamorado, al hijo de Mislán? Empecemos ya a corregir errores… Yo soy el León Mayor; yo hago carnavales y traigo a Pablo Elvira y a Casals, si es necesario».

… que no la vayan a ofender, diciéndole… es baaastaaaardaaaa… sss...

Eso sí, bastarda, señalada, murmurada. A escondidas, en la casa de los ricos fue descrita con estigmas. Linda. Nadie lo niega… pero es bastardaaaaaaaaaa... No conviene que esté presente en el Casino. Que venga a nuestros bailes…

Queriendo o no, año tras año, a ella hicieron lo que a Ramón María, poeta que hoy tiene su busto de bronce que lo honra en medio de la Plaza Baldorioty. Hoy que se sabe que fue admirado por los próceres De Diego, Muñoz Rivera, Luis Rodríguez Cabrero, hoy que las escuelas son bautizadas con su nombre y se cita en las tesis doctorales y se rescatan sus poemas del olvido, todo el mundo quiere a Ramón María Torres, el bastardo de Mislán…

Y Cucán le dijo al primo: «No dejemos que sean otros los que se lleven a Peregrina a sus palomares. Escríbele una carta y díle: Soy tu padre. Perdóname».

Y lo arreglaron para que fuera de este modo: reconciliativo, civilizado, socialmente adecuado. Hasta Carmiña buscó a quien la amara, sin verse en el maltrato. «No soy un saco de paja, María, y así me tratan», dijo a ella por sincerarse; pero tenía la fama de morona y la cara feuca. Y María Peregrina detectó, tal como el Pueblo lo chismara, que sus mundos eran diferentes. Ella hiede en su Pepino de sombras. Inicialmente, le regaló un perfume. Carmiña, elemental como en lechiga en penumbras de macho golpeador y en antro de mediocridades, con el vaho elemental de la mala alquimia. La Peregrina, como las propias rosas, muy a gusto al conversar sobre otros círculos, mundos con anhelos y costumbres distintas. Sí, con otras gentes. Entonces, le dijo lo mismo que a Millón, su padre:

«Yo dejé el Joyo de Millán en el olvido; pero, nací ahí. No lo niego».

También así lo dijo a Carmiña porque ésta le dijo; «Te necesito».

«¿Y para qué?... Yo me fuí de Pepino; pero ya nada tengo aquí. Somos hermanas por papeles. Sólo eso».

Fue un momento tan duro. Tan poco sentimental. Como el asesinato que perpetró Pata de Cloche. Por un momento, ya que aceptó el apellido, reaccionó, desafió el silencio, como quien pregunta ¿qué hice? y miró a su padre. Millón aseguró que, a partir de este momento, pondría a su disposición su mundo, sus finanzas, sus amistades…

«No es necesario, señor. Usted es mi padre en papel. Ahora, mi amor y futuro apellido ha de ser Thompson». Aludió a un enamorado.

Emilio Font, su padre, supo al fin que todo fue inútil. Antes ella se dijo Casenave y Benítez… Ahora anuncia que será Thompson… «Ser Font en papel, tan tardíamente, no cambiaría a María Peregrina. Un apellido no le quitó el sueño. Ni ha abierto puertas ni se las ha cerrado. Ha vivido para creer en sí. Dijo: «Como Stirner».

«¿Quién dijo?», preguntó Cucán.

«Stirner, la referencia al yo absoluto, individualizado», aclaró Font.

«¿Me entiende ahora? Oronoz… licenciado Font-Echeandía».

Ellos guardaron silencio, pero pelaron los ojos. Uno y cada uno de ellos. Fue como una bofetada con guante blanco.

13-9-1990

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¡Aquí viene Oppenheimer!

«Northeners came to view slavery as the very antithesis of the good society, as well as a threat to their own fundamental values and interests»: Eric Foner

Víste de blanco quien es más negro que las mismas tinieblas. Es más que una moda en el pueblo. Hay quien se pregunta por qué. Vestir de blanco da estatus. Observan a Oppenheimer. Seis pies al menos de estatura. Ciento ochenta libras acomodadas en su altura. Su carne maciza se entalla al inmaculado traje, de níveo lino, con que se adereza una vez que sale de la Central La Plata y le sonríe a la gente con dentadura de oro. Tiene la boca reluciente, mucho sol de oro con que anuncia que es hombre bueno y trabaja muy duro. Es un hombre que sabe y cita a Henry Clay y James Monroe. Habla mucho sobre el Norte. Valores fundamentales. Una buena sociedad idealizada, donde el color de la piel es lo de menos.

Los negros no se deben ir al Africa. No deben ser devueltos. Es un error. No es justo que los manden a Liberia. Sin embargo, el ideal de Clay y Monroe es que se larguen. Se vayan al lugar de su ancestral procedencia. Oppenheimer guarda un héroe en la cabeza: el negro libre y rico. Uno será como James Forten. Uno de Baltimore. Uno que él mismo, si se esfuerza, puede llegar a ser.

En ocasiones, cuando Cheo Padró, el socialista, da sus discursos en el pueblo, él va y lo oye. Después, de regreso a La Plata, los comenta y les dice a los ingenieros: «¡Padró, ese aprendiz de comunista, no me gusta!»

Hay gente que en el Pepino de los Treintas ya lo percibe por su espíritu de contrariedad. Le dicen:

«¡Carajo, nada que sea negro a tí te gusta! y Cheo por tí saca la cara».

«No es él a quien necesito que me eduque», dice Oppenheimer. Comienza una insolícita justificación que raya en la jactancia. Que gana buen dinero y que le sobra para tener muchas cortejas. Cree ser afortunado. Vive en los rumbos de Piedras Blancas. Sus amistades, con la cuales ensayaría la poca amabilidad que algunos creen que tiene, se concentra en los alrededores de la Farmacia Echeandía.

Con el paso de los años, su actitud comenzó a cambiar. El tema de sus conversaciones dejó de ser la identidad de negro y sus ideales de éxito personal. Sin duda, se entretuvo con el orgullo de satisfacer mujeres en la cama por los litorales, donde hizo rumbos. Se volvió muy gritón y se autoanunciaba, con voz estentórea, por cualquier lugar donde pretendía su asomo.

«¡Aquí viene Oppenheimer!»

A partir del día que perdió su trabajo, se convirtió en el terror del pueblo. Atacaba a la gente sin motivo. No soportaba una alusión a su vida de don Juan. Supo que contrajo una sífilis y la frustración se tradujo en odio por el sexo femenino. Sin trabajo, descuidó el esmero que celaba para sus blancos vestidos.

Los vecinos ya lo consideraban uno más entre los locos y pordioseros del Pueblo. Sólo que él no sabía mendigar. Era un loco violento. Echaba bofetadas a quien él interpretara que lo miró con malos ojos y golpeaba muy duro. El pirotécnico Augusto Torres fue uno de ellos. Quedó tendido en el suelo en una tiendecita que ocupaba el terreno, donde se construyó el Teatro Gloria. Aquella noche Augusto charlaba con amigos y le escucharon, sin preocuparse mucho, cuando gritó, desde lo lejos:

«¡Aquí viene Oppenheimer!»

Ninguno esperó que con un flashlight, sin mediar aviso, Oppenheimer diera aquel golpe que puso a Augusto a ver las estrellitas de los sesos.

En aquellos años del decenio del ’30, Pepino no contaba con más de tres o cuatro policías y, en vano era decirles, que Oppenheimer ya no era el mismo. Ya no hablaría sus temas del Norte progresista americano ni haría sus críticas contra Henry Clay. Su cerebro se había deteriorado. De hecho se le dificultaba reconocer a los hermanos Padró Quiles, de quienes llegó a dar elogios como negros buenos y que todo el mundo quiere. De Pueblo Nuevo, Oppenheimer recuerda a Lola La Colorá y, allá en los congales, han de estar los policías, ligándosela, como él antes de la sífilis que contrajo y lo apartó de los centros de entretenimiento.

«¡Ahí viene Oppenheimer!», ahora es el pueblo quien lo dice. Vendrá a golpear a alguien y cometer un robo. El paga la mercancía, pero en billetes de miedo. El toma lo que quiere cuando entra a un negocio. Impone el pánico. Hay comerciantes que se esconden debajo de las fanegas, bajo sus mostradores, o salen por las puertas traseras antes que él entre a sus establecimientos. Cuando el negro forma sus garatas, alzando la voz y poniéndose bravo, hay que darle dinero. Es la única manera de calmarlo porque, si no se hace, no se va. Asusta la clientela. Desata líos. Reparte puñetazos. No falta donde hay pelea y ron gratis.

Toribio Hernández tiene una tienda de mercancías frente a la Iglesia Católica, o más bien, en los predios de la Plaza del Mercado. Se fue a ver una novia que vivía en el barrio Pozas, mas olvidó llevarse su revólver Smith & Wesson 32. Acaba de acordarse que, en la tienda está su hermano Horacio, de 15 años de edad, y que le advirtieron que Oppenheimer va en camino hacia la Plaza del Mercado. Toribio quiere desandar la ruta y posponer el viaje a Pozas. Oppenheimer, según dice, es ya un loco peligroso y tan joven encargado de su tienda, como es su hermano, puede que sea víctima fácil del tunante.

Toribio no llegó a tiempo. Horacio se estremeció de pies a cabeza cuando el negro gritó: «¡Aquí llegó Oppenheimer!»; pero, una hora antes, con curiosidad de muchacho, el adolescente se entretuvo con la fascinación del arma descubierta, guardada en un armario. A solas, aprovechó la soledad y se llenó la mano con ella, se imaginó portándola en la cadera como un vaquero del Oeste. Se figuró, en su fantasía, como el valiente Marshall Dillon que quitaría fantasmas criminales de su paso. Horacio se aproximó a un taburete de la tienda, donde colocó el Smith & Wesson, pues, por el entusiasmo de tenerlo entre sus manos, no lo había guardado. Precisamente, por la cercanía del arma a sus rodillas, desde el lugar en que estaba sentado, cuando oyó:

«¡Aquí llegó Oppenheimer!»

sin pensarlo, casi por instinto, recogió el arma del taburete e imitó la voz de quien amenazaba:

«Aquí està Bueyón» [Bueyon, su sobrenombre], gritó Horacio, apuntándole.

La reacción fue inesperada. Al negro se le puso el rostro blanco. Lo estaban apuntando con un arma por primera vez, por lo que, entonces, salió como una bala del negocio. Tan histérico y aterrorizado estuvo por verse encañonado que no reparó en el jovenzuelo, sino que gritaba por la calle en su corrida que alguien lo quería matar.

Santo remedio. Jamás volvió a entrar al negocio de los Hernández.

Los comerciantes vecinos supieron del incidente. Roque Vélez López, Ney Hernández, Pablo Quiles, los gemelos Maso y Manolo Rosa, el viejito José Gonzalez [Chavito], en fin, gente que testificaron las tropelías del loco y la hazaña vivida que lo apartó de los alrededores.

Desde entonces, al verse a Horacio Hernández y recordar al energúmeno, zurrado de miedo, lo saludan diciéndole: «Ahi llegó quien le puso vergüenza a Oppenheimer».

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* Este cuento sobre Vitín Oppenheimer se basa en una historia aportada por Horacio Hernández Campán y de la que él mismo escribió un relato recordando el incidente y al pepiniano Oppenheimer, loco violento del decenio de 1930.

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Los tiempos del Amo Paché

Con tu sabor a jengibre
ponte más linda que nunca.
Todavía no está trunca
la esperanza de ser libre.
Deja que en el aire vibre
la trompa libertadora
que cuando llegue la hora
de dar bala y no saúco
en el lazo de un bejuco
morirás si eres traidora:
César G. Torres Rodríguez (1912-1994), Novia de mi pueblo

El recuerda el día en que la esclava más vieja de Francisco José, el Amo, le dijo: «Nunca el esclavo es feliz. Es una falsa idea que tiene el amo bueno: Que nos puede hacer felices, sólo porque nos da un techo y un trabajo, en ocasiones hasta su apellido». Cuando él oyó esa idea, aunque le diesen azotes, simuló que hizo labores, pero ninguna hizo

Aprendería a engañar a quien no lo valorara como un ser libre. El dijo a la negra: «Pensé que eras muda. ¡Ay, carajo, has hablado! Y los patrones que la llamaron Muda y no lo es». El no supo ni quien fue su madre. Le dijeron: «Murió y es mejor que aprendas que, peor fue la vida de quienes te trajeron al mundo y antes de Josep Velez Güemes de Feliú y Codina (1730-1812), quien murió en Mirabales y era Amo Malo. Y es mejor que aprendas que después que Bernardino López de Victoria, escribiente de Cuartel, fue el testigo, con vecinos de la Villa del Pepino, incluyendo al cura Delgado Nicasia Vélez se casó con su primo Manuel Prat Ayats, peninsular, en fecha de 1820, dándose aprobación a su cédula de vecino, fue llamado Amo de reconciliaciones»

Ella decía que vio, con ojos los ojos en blanco, a Manuel Prat huir de la Invasión Francesa a España para que se ablandara la maldad de los suyos, hombres blancos y violentos. El P de Prat se hizo agricultor y artesano; porque el pudo ser P de pirata, guerrero de los que pelean desde barcos; pero aquí vino a comer tierra de la mano los López de Segura y de los González de la Cruz… Ella decía que no se lo comió el carlismo en la zona de Reus porque las oraciones de mi corazón lo trajo… yo quería que él criara cabras e hiciera carrales porque nos quedabamos hambrientos con los hijos maltratantes de Vélez Güemes de Feliú y Codina y no queríamos decir nombres tan largos y todos se fueron haciendo una sílaba, una letra, cada vez más maldita… y todos los blancos son P, perversos, pendejos, prevaricadores…

Al amo bueno que realmente no existe, ella lo designó con la frase «antes y después». Después de Manuel Prat, el entonces recién llegado, comenzó una cierta tolerancia, se trabajaba más, pero el castigo fue menos y antes de Paché, el hijo de Josep Vélez, se trabajó muy poco, y la tarea de castigar se hizo en bruto. Antes de Paché y su padre, el negro venía libre o con algún amo de Saint Domingue o Guarico. Mas la creación de la primera república independiente de población negra en América ocasionó un profundo miedo, o desconcierto y temor en el continente, que pasó a Europa y a España y, entonces, los amos desde los primeros acontecimientos, en 1791 y a lo largo del siglo XIX, temieron el fantasma de Haití, «porque llegamos de allá, prácticamente todos los que huímos o caímos en el cimarronaje, los que fuimos a Cuba y los que avanzamos hacia Puerto Rico

Había un Amo Malo que era Paché. El fue hombre cruel, más que su padre. Desde que ella lo conoció desarrolló la idea de que seres como él no merecen ni sus nombres ni sus apellidos. Uno no debe hablar siquiera con ellos. Es mejor no tener lengua visible para darles razones. Así que aprendió a llamarlo de la forma más breve posible.

Todos los esclavos tendían a llamarlo Paché, abreviando el Pancho Francisco y el Cheo / José de su nombre. Ella, la esclava vieja, lo llamó «P», no de Persona. No. P de pendejo. En su estupidez, esos blancos gachupines como P creen que es, por cariño que lo llamas Paché. De su P, él pensó que por Patrón. Es por causa de que aún, la vieja esclava, inasimilada, habla su lenguaje africano y no articula bien como si tuviese una afasia de lenguaje, o una tartamudez innata. Pero no. Ella no es muda. Es una sacerdotisa con el alma muy antigua. Ella dice que su familia se asociaba a una sociedad secreta, con un conocimientos originados hace 6,000 años en Dahomey. Un sabio, posiblemente llamado desde el Cielo-Serpiente la puso en contacto con Loa de Voudoun y con altera de Ayida Wedo.

El cree todo lo que ha aprendido de ella. Ella tenía niños instruídos con sus consejos. Y eran silenciosos como ella. Obedecían al amo; pero también a ella. Pedro ha sido el niño rebelde. No siempre le hizo caso a ella. Su naturaleza masculina es intensa. Viene de Petro, Loas violento. En Dahomey, él representaría el rito Rada, la carencia de un discurso humano articulado, la afinidad con el agua o las bebidas blancas.

«Tú no les des información. Dáles silencio. Ellos no son dignos de oír palabras».

Ella ha visto a varoncitos amarrados al cepo del candombe. Los castigan con cuarenta azotes de látigo. En ocasiones el delito ha sido tentativa de ultraje o enamorar a las negritas. En la hacienda Los Velez de ese barrio perdido del Sur, Mirabales, la sexualidad fue un privilegio como lo decretó «P» [Francisco José, el Amo].

La esclava más antigua vio los migrantes que llegaron de Venezuela por un edicto de Gracias. De los Arvelo, vino Higinio. Y los Ps lo utilizaban para que contara voz en cuello los foetazos que verdugo negro diera azotara a otro negro. ¡Nunca se supo quién fue más cruel, si el blanco o el negro con los suyos! Pero quien se salpicara de sangre con el látigo fue siempre un cobarde, a su modo, y se le daba un jornal extra por aplicar el castigo, según la costumbre.

El, a quien ella, llamó «hijo de Petro, Loas violento» ha sido muy paciente, estoico y diligente, con sus propias carrañas y miserias. Fue adolescente grande, musculoso, hermoso y los que lo vieron en faenas, lo aconsejaron bien para que no sufriera candombe, porque fue precoz y miró con lascivia a cada negra que hallara en su camino y aún a las mujeres casadas del peonaje.

El no atentaba contra la cafrería. No hurtaba ni ultrajó. Justificó su holgachonería y labró de la tierra la mayor parte del fruto que come. En Navidad, se le dijo: «Sé cristiano» y lo fue. La única crítica que aqueja su temperamento es que es jaquetón y narcisista. Es como el blanco. Los negros que le conversan, amistosamente, pican su cresta. Echan de menos los tiempos aquellos cuando la peonada blanca temía que sus hijas fueran llevadas a su lecho, o vérselo en sus paseos, ayuntándose en pleno matorral con alguna becerrita en celo. Si mete la verga en animal, ¿cómo que no lo hará en una hembra blanca, en hijas de su amo?

En las parcelas de P (el Paché) y el P(endejo) Emilio, él fue leyenda desde los quince años de edad. Tenía una enorme pinga y las mujeres se echan suertes para que él en ellas diera algún fruto, especialmente para enriquecer a Manuel… Y fue que tuvo suerte que no fuese con P de Paché con que hallara gracia y dio más de una decena de hijos a la hacienda para que Manuel Prat no gasta en comprar en esclavos y presumiera tener los suficientes.

Adolescente aún, uno de los P / patrones, lo sorprendió atorándose una marrana de las que se haría como guisado en Navidad. Y era muy temprano en la mañana y él buscaba, por braguetero y gustoso de los cancos, las becerrillas, a veces las cerdas como su recurso extremo y maníaco, y tenía miseria sexual en su vida adolescente a contragusto porque el casquete y la exuberancia sensorial estaban prohibidas por Los Vélez, aquella timocracia rural, para la cual ya el muchacho tenía secretos de odio en el buche.

¡Pero, por aquella pinga enorme, a los quince años, él se vanagloriaba con negros y blancos, libres y esclavos, de su edad! Tenía la jaquetonería de los P.

Sin consultar a su padre, el hijo de P ordenó que se le amarrara al cepo, tan desnudo como se lo halló. Hubo que surtirlo a puños para dominarlo y Emilio, hijo de P, tuvo suerte porque anduvo con cinco de sus fieles peones. «Si no, tú lo matas».

«¡Si pegas al hijo del amo, él P te mata!», lo amenazaron.

Lo azotarían con chicote de cáñamo y baracoas trenzadas. Para confusión del esclavo, el amo Francisco José detuvo el bayú que se organizó, poco a poco, para su tormento. Un ruido de tambor avanzó como brisa por las jaldas. Alguien vería que llevaban amarrado al pobre muchacho esclavo. Con un ritmo de batá se informaba sobre el batuque y el candombe. Sólo la negrada de 1830 sabía el significado de esos tambores quejumbrosos. De ese aviso. Y la tristeza ya tenía una velocidad de invocaciones y velatorios en altares. Esta mañana ya dolía a sombra y sangre.

«Azotes no, Emilio», dijo el padre.

Al contrario, ordenó que se preparara la marrana de inmediato, haciéndose de ella un manjar. Reunió al peonaje alrededor del rufián, ya atado y desnudo y, tres o cuatro horas, ya había cocimiento y olor grato de carne.

«Suéltalo. Que venga y coma», dijo P. Y todo el manjar sería para él y tendría que comer lo guisado delante de todos, sin dejar las mínimas caspucias del pailón.

«Que coma hasta que del atracón se reviente».

Y, por tanto comer, ya echaba eructos; pero sabía comer sabrosamente sin pensar que tras ese hartazgo pudiera provenir la muerte. Estaba ya candoncho y le era vergüenza estar desnudo y ver que lo mirara todo el mundo. Y pidió agua, pero le dieron mejor unos buches de pitorro. A un par de horas de comer, se echó un primer viento y dijo:
«Cágome».

Desde ese día, el Amo Paché dijo que cada vez que le produjera un nuevo esclavo para la hacienda, satisfacería su naturaleza de tragantón innato y, en vez de permitir que se ayuntara con las marranas y soquetearse a solas, lo premiaría con mujer.

«¿Querrás hembra ahora que estás harto?», preguntó P y soltó unas risotadas.

Potro, el galopín, hizo un gesto aprobativo.

«¿Negra o marrana?»

«Negra».

Una decena de negras, de todas la edades, solteras y casadas, con parejas e hijos, se reunió a verlo, porque así lo quiso P y el hijo. Y no daba al adolescente, pena alguna por estar desnudo, si no las afrentas se le hacían. La burla.

El devoró el pailón de carne de marrana. Unas con asombro, risas, lágrimas y temores, apenas se atrevían a preguntar qué hizo el muchacho que ha comido en abundancia y por qué se le tiene desnudo, o fue amarrado al cepo y después obsequiado por el amo. Obvio fue para todos que estaba bien dotado.

El Amo P, sin quitar la vista de sus genitales, lo llamó potro por sus grandes cojones y semental por sus apetitos venéreos. Lo envidió por la morronga porque él, podenco y muy viril en sus mejores años, ya temía su decadencia. Y las negras lo sofocaban y no podía satisfacerlas él mismo.

El comió a dos carrillos, con gula indecorosa, y ahora decir a todos cuál fue su delito se lo exigió el Amo como condición de dar a él una hembra de su color y gusto.
Con muy burdas palabras, afortunadamente breves, lo dijo. Necesitaba hembra y, no hallando una, tomó una cerda y derramó su semen en su útero.

«Y esa es la marrana que comíste», se burló Emilio.

«Pero sacrificamos el animal. Lo hizo infame. Su acto es sacrilegio. Dimos su carne aderezada al que llenó de impureza un animal. Aún así, no quise que se le latigara... Ahora tendrá que comer carne otra vez y comerá de mis conejas. Todos los cerdos que manche se lo daré a cambio a que tenga hijos, fuertes y bien nutridos, para mi hacienda, y no serán sus hijos. Para mí, los engendra... En una jaula tengo una coneja que no pare y tal vez él pueda preñarla, que transmita su semen a las bestias», advertía.

Y escuchar con la seriedad que el criollo, cepa de los Cadafalch de Vinarós, decía estas cosas ofendía a todos, incluyendo al muchacho esclavo.

El amo P mandó a buscar al animal estéril que parecía una inmensa y redonda rata, con ojos asustados. Pesaba muchas libras que arrastraron la jaula, en vez de sacar al animal.

«Esta será tu primera hembra. Adelante, semental, exhíbete en el arte que te hace digno de las bestias... Ya que te gusta la carne, cómete la coneja viva porque viva te comíste una marrana».

Sabía lo que el amo pedía. No había cuje. Quería ver actos de zoolatría. ¿Quién es más perverso?

«Házla que gima y se escuche el llanto de esa conejuela nulípara por los cerros», decía el viejo.

«No puedo hacer lo que me pide, amo».

«¿Prefieres cuarenta azotes y quedarte sin negrita esta noche? Te creí más listo, negro».

La tentación fue grande una vez hizo que se acerca una esclavita de la misma edad adolescente que Pedro y en cuya belleza él ya había reparado. El se la acercó, jalonéndola en el trayecto y plantándosela a su lado. E hizo más. Rasgó a la altura de la axila la tela de muletón y del jubón que ella vestía. E hizo salieron dos senos hermosos con pezones oscuros y vírgenes. Ella se tapó, llena de lloros y fugándose.

«¡Te la pierdes! Eres una parte de esta ralea de infelices, sin méritos».

«No la pierdo».

Se agarró la pinga para que el calor de su fuerte mano pudiera comenzar a excitarla.

«¡Venga, puñetero! sea por la negrita que prometo esta misma noche».

Fue directo a la jaula, abriéndola con violencia. Jaló al animal por una pata. La conejaza estaba nerviosa; pero él era hábil con los animales. Sabía sujetarlos y someterlos. Los ímpetus de fuga fueron en vano y la pelambre de la bestia fue suficiente estímulo a sus testículos y glande. La gente vio la dureza gloriosa de aquella polla, color del ébano y él apostándose a las mañas iría a penetrarla de un solo pujazo, acertando no metersela en el culo, sino en la vagina. Entonces, hizo dedos al fijar la garganta del animalito a tierra y dominar con el muslo su lomo, hasta aquietarla; cuando agarró la pata de la coneja, levantándola, se supo colocar y antes que el animalito echara su gemido por sentir la picha caliente del intruso, las niñas y mujeres echaron sus gritos, viraron la cara, buscaron algún rumbo. Querían irse y no y no oir, pero el P / amo / echó dos balazos al aire.

«De aquí nadie se va hasta que yo lo diga».

Se detuvo las que creyeron que iban a eludir la escena deL ultraje.

Habría unas que cerraron los ojos, pero, aún tapándose los oídos, aún con leves chillidos conejiles, el suspiro orgiástico del negro, su respiración intensa en aras de vaciarse, fueron como coro amplificado. Y él eyaculó y gritó: «¡Ya!»

Y se levantó, de repente, dejando que escapara la coneja como liebre que persiguen las fieras más atroces. Y la pinga babeante del semental estaba entera, chorriándose con abundancia sobre sus propios muslos, mezclando sangre y semen entre los dedos, porque aún queriendola bajar y ocultar ya no podía. Su nombre de potro quedó en la memoria de esa gente para siempre.

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Sabiduría de Catín La Coja

Imágenes alcahuetas de amoríos,
perfectas serenatas de bohemios
para el viajero que pernocta, entre tus sombras,
pinceladas que de amor los dejan ebrios...

Así son tus noches, mi Pepino...
donde duermen nocturnas mariposas,
donde cantan coquíes enamorados
olvidando sus horas quejumbrosas.

Así son tus noches, mi Pepino,
de radiantes perfiles, guapas mozas:
Carmelo (Melaneo) Cruz Santiago
poeta y artesano, Noches de mi Pepino


«Ji ji ji ji». Es la risa de Catín. Bordadora de mano de oro. Como ella en los quehaceres de festones no hay otra. Para transmitir su arte en el bordado, ha levantado desde las 5:00 de la madrugada, a las siete hijas de Juanito Ponce. Ella sabe que la construcción social de alguna marginalización en el trabajo es posible en la industria de la confección de la ropa; «pero es una suerte ésto de trabajar, podamos cumplirlo desde casita», consuela a las muchachas. Ella sabe que el trabajo libera u oprime. Ha leído que el Gobernador, al que llama Moncho Reyes, apoya a Milagros Benet, mujer que pide la aprobación del voto femenino, organizó una liga sufragista y defiende a la mujer trabajadora frente a otras formas aristocráticas de trabajo. Le ha gustado esa frase de Milagros Benet que se la copió a Luisa Capetillo y a Ana Roque de Duprey.

Catín quiere que antes que se concentre en la prensa, pues a eso de las 12:00 del mediodía sale por El Imparcial y El Mundo y de paso ve a Tinito, las niñas muestren lo aprendido. Vendrá a supervisar, a valorar, a ver si le hacieron caso. Por algo, aleccionadoramente, saca de su tiempo y les conversa. A las nenas de Matilde, las informa sobre la vida rutinaria y sobre los posibles desafíos. «Parece un sargento detrás de ellas», dice Ponce, quien bien que conoce los gritos y la obediencia porque fue veterano.

Catín es disciplinadora, pero tiene buena fe. También es una mujer vivida. «Ji ji ji ji», se ríe. Que no les quepa duda. La pata de gato que tiene no le ha quitado astucia ni gozo de vivir. Ella se crece ante las insuficiencias. Tiene sabiduría, dizque parda, como la gramática en que aplica los ojos y lee. Aprendió solita. Es cierto. Es jamona. Y lo jamona no le quita que se sienta una hembrota. Es hermosa, con el pelo negro todavía, suelto y lacio. Su piel tiene una rosadez, firmeza con tersura blanquecina. Es hermana de Matilde, la señora de Ponce, campesina que también posee lo suyo.

… pero, «ji ji ji hi», Matilde es la matrona en el campo, desde esos años del ’20, durante los cuales se ha iniciado el Needleworker & Garment Center en Mayagüez y Aguadilla. Sé siente digna de que en Pepino la oigan hablando de la mujer en los talleres. «Yo, por mi parte, soy la verdadera bruja». El permanente numen donde quiera que se para. Cuando va al Pueblo y deja el campo, Catín La Coja es seguida por Tres Patitas, el licenciado Tino Vargas. Y es él quien le dice: «Catín, eres la crica más sabrosa del barrio». Ella le suelta su poco de cultura. «En Pepino hay mucho que hacer por las mujeres; no sólo el arrimarle el bicho grande».

No es que el Pueblo no tenga moral. Como una de sus riquezas, El Pepino tiene mucha vida libidinal. El erotismo fluye como huellas vegetales y minerales en las aguas porque la gente se baña en charcas —«diga usted, El Peñón, La Mina, Las Orfilas, Las Tres Piedras, charcas por donde quiera, aguas cristalinas y embrujantes»— y éste hábito es legendario, desde los tiempos de Peroalonso y González de la Cruz, los Mirabales pobladores de 1700, que vieron taínos en Babumamey y el Salto de Guacio. El Culebrinas es un espíritu acuoso que riega los cricales.

Y la casa de Matilde y Juanito está inmantada con brujerías naturales, con ninfalías taínas y, para hacerla más fértil, con la esencia del negro levitante, don Lion. Ese fue quien levantó de su parálisis a Juanito, cuando se pasaba maldiciendo y contagiando de tristeza a todos. Fue entonces que Catín llegó, cuando después del Gobernador Arthur Yager, antes de cumplirse el año, se puso a un boricua de gobernador interino, José E. Benedicto. Duró lo que el salto o el brinco de Montgomery Reily. Ha sacado sus cuentas con su aritmética de risitas, JI JI JI, y calcula que fue en 1921. De hecho, la fecha en que Milagros Benet dijo: «Mire, Moncho Reyes, va siendo hora de que nos concedan el voto, porque las mujeres dejan los ojos en la costura y bordan muy lindo. Están hambrientas y cegatas, cose y cose, hincándose los dedos con la aguja desde 1900».

Catín dijo cosas a Matilde, su hermana, poquito antes de eso. «Tenga fe. Sométase a don Lion. Llévelo al brujo. Esta familia no está muerta porque don Juan esté baldao de sus espaldas y con las patas mongas; mírame a mí, La Coja, y yo como cascabelito. Le voy a enseñar a las nenas todo lo que sé, porque, en la prensa se dijo que si esta industria sigue como va, aún bordando desde la casa, el país originará diez millones en dólares en menos que el decenio acabe y que Puerto Rico se irá pa’arriba y nosotras, con él». Y ya que, según se dijo en las noticias, «hay que formar generaciones, es bueno que se sigan mis consejos».

Entre los que saca de allí y los que saca de allá, añade de su cosecha y les habla a las muchachas, hasta que las ruboriza.

«Ji ji ji ji», dijeron al oírla, imitándole su rita boba. Es que parece que lee a Luisa Capetillo, la dirigente de Arecibo, que habla de amor y sexo, al tiempo que se víste como un hombre y desafía la moral del Establecimiento.

«Eso que ustedes traen entre las patas no es engaño. Es una riqueza y es un recurso útil para el epitalamio». Ji Ji Ji, se ríen como si hablara en guasa en la minga y con gente charlatana de un cotarro; pero no. Catín La Coja habla en serio. Todo lo real es para ella racional. No es posible hacer metafísica con lo objetivo. Los a priori los determina la necesidad y cuando se vea un Ente, no se venga a engaño, no se vio un fantasma. Se está ante lo que tiene sustancia. La gente no se casa por amor, entendiendo por amor un a priori, o una enlequia, o una pócima mágica.

«El hombre se casa por eso que sabe que está bajo sus faldas, tapadito. De eso que tienen entre las patas no se averguencen nunca, aunque hubiesen sido cojas como yo… Yo les bañé desde chiquitas. Les cambié de trapos cuando se cagaban encima. Yo sé que son cricúas y, si su mamá no les habla sobre estas cosas, por pudor, yo sí. Lo hago porque hay hombres que no son buenos partidos, dicen palabras dulces y se comen de lo que le das, si es que das y se van… pero si se quieren casar bien, no con el valepaná como Magalo, si quieren hacer felices a los esposos y que nunca les falte lo que ellos también traen, además de su trabajo pa’ los hijos, aprendan desde ahora».

«¿Qué cosas, Catín?», las interesa.

«¡No den poquito! Sean generosas. Si das un vaso de agua, que sea la más fresca y lléneles el vaso. La mujer que ofrece un jugo de naranja y trae un chispito en la tacita da malos indicios. El hombre se fija y dice, ‘miserable’, ‘así tendrá su boquete de chiquito’, una raja escondía y seca, ¿me entendieron?»

«Sí», y la imitan: Ji Ji Ji.

«Si le piden un jugo, una taza de leche, o un vaso de refresco, llenen el vaso, que sea vea el Ente, la Cosa, la única sustancia, porque el ser de la cosa debe verse. Es materia. No es engaño. Sean prácticas, mijitas».

«Ji ji ji ji», se ríe Catín La Coja. Y ya, en la confianza de sus sabrosos consejos, repetían la risita las hijas de Juanito.


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Los ultrajes contra Eulalia

Van más de dos siglos de historia de vida,
Vida con historia, siempre florecida
De esperanzas nuevas, de anhelo y de afán...

Tenemos orgullo, forjamos cultura.
Labramos rencores, sentimos bravura.
Guardamos amores en el corazón:
Juan Avilés Medina (1904-1994), Himno a San Sebastián

«¿Cuáles son los peligros que lamentáis en estos días?», preguntó una mujer que tuvo fama de ser ardiente, guapa, irreverente e informada. Su padre fue un anti-esparterista declarado. Espartero: regente de mano dura en España. Don Manuel juzgó que sería necesario lo que el Capitán General de Puerto Rico propuso en 1847: asentar nuevos colonos en la isla. «Hay mucho negro haragán que ya no trabaja el campo y sólo conspira».

Los peligros que su padre juzgara como reales, por el contrario, para la muchacha, son las cosas buenas que pasan en la isla. Que el esclavo ha tomado consciencia y se defiende de quien lo atropella. Su padre festejó, por primera vez, a uno de los gobernadores de la colonia. Lo llamaba Vizconde de Bruch, Conde de Reus, héroe de la Vicalvarada, Grande de España y Marqués de Castillejos. Ella no. Con secretivo pensamiento, le dio el nombre de hijo de la gran puta.

Ciertamente, Eulalia y don Manuel, su padre, aún si hablaban del mismo personaje, el ilustre prócer, lo refieren con aspectos distintos. La mujer ardiente y guapa, a la que Hilarión Gallardo llamó La Rabiza y la anti-isabelina, piensa que Prim i Prat es un fraude viviente. Un monárquico retrógrado, hijo de puta. Claro que no lo decía delante de su padre por respeto.

Se ha sabido que Prim estuvo en Cuba, en los días en que Josefa Prat, solía llamarlo «mi primo de Reus». Dicen que, por saber si ella estaba en Veracruz, sin órdenes de Madrid, Joan embarcó en San Juan de Ulúa y luego en Veracruz, y dijo «es cierto que un indio tiene a México en la ruina; pero yo odio el Imperio Napoleónico y los franceses no gobernarán el Caribe ni a México en el Norte».

«Si es cierto que eso dijo, yo lo aplaudo», dijo Eulalia.

Fue en los días del Convenio de La Soledad. Y se preguntaba, Josefa lo mismo que Eulalia, la maestrita cidraleña: «¿Por qué siempre se cobra lo que se debe en el momento en que el deudor más necesita? ¿Por qué tanta impaciencia tiene quien explota al prójimo y lo endeuda para una posterior cobranza con creces?» E Hilarión Gallardo, Cabrero Escobedo y Prat-Ayats, tan legalistas, concluyeron: «Lo que se toma prestado que se pague, cuanto antes. Y si México debe a los franceses que vayan y cobren, a punta de cañones».

«Prim hizo bien presionando a ese indio malapaga», dijo Prat. Tiene esa mentalidad usurera que a su hija disgusta.

«Al fin, te oigo hablar con cordura, don Manuel», le dijo Cabrero. Otro que cojea de la misma pata, piensa Eulalia, discreta para no ofender.

«Y, ¿qué pensáis, hija, que tan callada has quedado?»

«Que México necesita el dinero para armas. Que los franceses, a quedarse con ese país es que han ido, no a cobrar unos míseros empréstitos. Es la costumbre del imperio: velar que estás postrado y enfermo para ir a cobrar y no perdonar ni dar su tiempo. Es como funciona el imperio napoléonico: con coacción… ¿por qué no somos solidarios?»

«… porque se trata de un indio, hija, y los indios son salvajes y no pagan. No saben de riqueza ni dinero. Son mezquinos. Los juaristas son hebertistas, como dice el señor Coll que es maestro».

«¡Ay, padre mío! De quien te has pegado. Ese turulato, tan pendejo». Silencio. Este pensamiento no lo pondrá en palabras; pero se irá. Hasta aquí dio su aguante a la tertulia.

Y a Eulalia no le importó que dejara a su padre con explicaciones en la boca y desazonado frente a las narices de Cabrero, el dueño de toda Guajataca. Ella hizo un mutís de desplante y ni las buenas noches. Corrió fuera de su presencia y dio un portazo para esconderse en su habitación y llorar porque su padre es racista, prepotente y no se informa bien. La desautoriza cada vez que puede. Ni siquiera entiende por qué viene Cabrero, o la gente de Castro, de Calabazas. Ella se lo ha dicho. Vienen a ganar tu confianza y hacer que vendas baratito... Para quedarse con su fundo de Mirabales, o tierras en Juncal que él tiene, hasta la barba le hacen. Y a las tierras que diera a Edelmiro en Juncal, las quiere Casimiro de Soto, el de Perchas. «¿Y acaso no observas que, de improviso, te sale como amigo, viejo amigo, tú que eres tan malas pulgas y no crees en zangarriadas?: Poco falta para que te llame Vizconde Prim, Laureado de San Fernando... mira, padre mío, te hacen la barba esos bribones».

Pero ya no importa. Se fue a Cuba. El bocón odioso, don Manuel, vendió lo suyo por miserias. Ha de querer una gran tumba que diga: «Prat murió en Cuba, junto a Nepo La Pasca». O junto a su viejita que era sangre de Prat-Cadafalch de las genuinas... Y dijo alguna vez, el padre que ama: «Antes Mirabales y Las Marías fueron como la misma jiña, la hacienda de Josep Vélez Güemes y Codima y del viejito González (el del hato original, quien mataba conejos salvajes) y a él, a los dos, los despojaron. Usted no, don Andrés. No lo digo por usted... Fueron los Orfila y los Mercadal. Quisieron un poblacho para Francisco Pruna, Benito Recio y los Beauchamps, porque eran sus amigos. Y la partición la hicieron para joder a Los Velez... Pues bien, con pan que se lo coman. Son otros tiempos».

Ahora ninguno pedirá a su padre una explicación de lo que dijo. Ya sacó del alma y la boca del odio los disparates que le dio la gana, ahora es un politiquillo a la violeta, un sentimental que evoca su héroe de marras: el Capitán Juan Prim, el que propuso blanquear a Puerto Rico, posiblemente, llenándolo de comerciantes de Tarragona y Cataluña, gente como esa que despojó a Alicea, el britapraja, gente como Coll y Grau, los Amell, gente peligrosa y ladrona. Eulalia, ya en soledad, ido su padre, «limpió el campo y a todo el mundo dijo que se fueran para el carajo. Si no van a trabajarme, prefiero que se vayan. Yo no alimento a vagos» (D. Dolores Prat).

«¿Cuáles son los peligros que lamentáis en estos días?», preguntó esa misma mujer. Y le hablaron de la Amenaza Prusiana El Padre Hilarión, siempre llamándola a la Iglesia, aunque sea para una Fiesta de Precepto, porque tiene mala fama de atea. Y tiempos son éstos en que los dominios del Papado peligran. Hay una amenaza de quedarse «a merced de los infieles», si el rey Victor Manuel y Napoleón III no respetaban el pacto para defender el Vaticano.

La Iglesia del Pepino necesita la unión y la oración de sus fieles.

«A mí, cuando pregunto sobre estas cosas, en realidad, me interesa algo más práctico y cercano. Es que yo pienso que hay muchos ladrones en el Pueblo y, ahora cada barrio, tiene un dueño que jala a los peones. Estoy preocupada sobre con qué comeré mañana si me quitan las tierras... Y que Mirabales es un espacio que me sirve como hoyo. Como tumba».

Quería decir que el peonaje se concentra en las fincas de Alers en Culebrinas. Es dueño del barrio completo. El compra esclavos y vende. Trae y lleva. Lo mismo pasa con Juan Rodón, que es el dueño de Eneas, y Juan José Liciaga que se ha quedado con el Pueblo, junto a Francisco Rodón. Son hacendados con liquidez, prestamistas, como Ramón Díaz, dueño de Saltos. «Todo el que es peón, o estanciero pequeño, se va y se vincula con la Viuda de Orfila y Bercedóniz, todos endeudados y quienes tenemos un puñito de cuerdas más, las más abandonadas del campo, no hallamos quien las trabaje, porque, si no tenemos con qué pagar el ron, o no vendemos a fiado, sólo quieren cultivar para ellos mismos, comer de la tierra, que es bueno, pero hacerse un rancho en hacienda que no es suya, no pagan ni con trabajo. Eso no es lo que Betances dice en sus mandamientos para el pobre».

2.

Que la robaran era lo de menos. Total, finalmente, les vendería a los poderosos. A los que accesan capitales o prestan sus nombres para traspasar también a otros. Les vendió a Arocena y los Rodones, por cariño. Luego a los Arce. A Inés Ramírez, en Cidral. A Magdalena Ruiz, en Guacio. Y, sin embargo, le hicieron mala propaganda porque, muerto en España el General O’ Donell, ella (no su padre) se declaró partidaria de Ruiz Zorrilla y Serrano, enemiga de Isabel II.

«No. No. ¿A mí que me importa la reina? No soy enemiga de nadie. Yo sólo dije que una república es mejor que un poder unipersonal de un prohombre rodeado de moscardones».

«Es que no entiendo lo que usted quiere decir, mujer de Dios».

«Yo entiendo que usted no sabe que hay repúblicas, además de monarquías».

Se reprodujo el Manifiesto España con Honra y Dominga, su hermana en Barcelona, se lo envió muy oculto entre telas y obsequios. Pero ésto de ir al Pueblo y saludar de paso al cura, no es común. Máxime cuando ya culpó a la Iglesia de Pepino de no dar un permiso para que ella se gane la vida, enseñando primeras letras, que es lo único que ha pedido desde que se fue su padre. No es justo que la vayan hambreando de ese modo. Que la obliguen a vender para poder pagar sus peones y encima le digan que es una golfa, afecta a dar su amor a cimarrones.

Y él cura, porque ella se niega confesión, no cree en ella. Va con los ex-Alcaldes Vasallo y Martorell y la vitupera. «Hay que sacar a esa mujer del Pueblo». La llama la Rabiza. Tras su carita linda, está la demonia. La indispuso con Galbaraim, aunque sólo Genaro Eleuterio López defendía sus méritos. «Es una pobre mujer sola y tiene cultura. Mira lo lindo que habla. Alguien la cultiva desde Europa» y, entonces, dijeron que López es anti-isabelino y apoya los pronunciamientos que dividen a España y alientan rebelión en las colonias.

La peor cosa que a doña Eulalia le quedaba por sufrir ocurrió el 23 de septiembre de 1868. La ranchearon y la preñaron, según se supo después.

La casa estaba tan sola que ella accedió, sin resistencias, a que Guillermo, un mulato del que se hizo amante, entrara en las noches y la amara. A veces, él llegaba y la puerta cerrada, significaría: Esta noche no. El se regresaba a su ranchería entonces. Siempre obedientemente.

«El ordeñaba mis cabras; yo tenía su ayuda para sacar de la tierra algunos panes y viandas».

Ese fue un día en que se satisfizo a sus anchas. Ella le contaba las penas. La mala fama que tiene por amarlo. La mala gente que ventila propagandas. Las presiones que le ponen para que se vaya de Pepino y venda todo. «Yo te ayudo en lo que pueda, Lala».

A las 2:00 de la madrugada, se oyeron voces de alarma de uno o dos peones al principio. Gritaban frente a su balcón y la recámara. ¡Habían puesto fuego al taller de Manuel, a su antigua barraca, a la cabestrería! Y el fuego se miró, desde algún punto de la hacienda. Olía a quemado en la zona de peonada. Algunos campesinos que no le trabajaban, pero, en sus campos se apropiaron de lo que no fue suyo, corrieron a la casa del amo, tan cercana al pradejón.

«¡Se quema el taller, se quema todo!», gritaban en el batey.

Eulalia estaba en cueras, ya levantada y buscando sus ropas.

«¡Nos queman, Guillo!», dijo ella.

El se puso sus calzones de cambaya y salió a apagar el fuego. Buscaría los quinqués y cubos de agua. Por su parte, ella cotejó que una sombra apagó el velón que había encendido a tientas. Alcanzó a ver que un hombre al que creyó ya ido de su vida. Un enemigo de su padre y de su hacienda llegó, Un rival para su alma y para Guillo. Y él la empujó sobre la misma cama, donde se la había poseído minutos antes. Le aseguró: «¡Ahora serás mía, puta! Donde un negro echa su leche, ¿por qué no yo la mía?»

La desvistió nuevamente, desgarrándole el escote de la blusa, jaló con fuerza de la saya. No tenía pantaletas. Y, a pesar de las patadas que ella echó, su resistencia, se deshizo de sus pantalones y la ultrajó.

3.

Como veinte peones se citaron para cargar, una y otra vez, sus latones de agua y derramarlos sobre las rancherías en llamas. Eulalia se personó a luchar hasta el amanecer contra el fuego. Subía latones de agua a las carretas y, por amor a la barca de su padre, a su aserradero maderero, se expuso a los peligros y al esfuerzo. Parecía la mejor de los socorristas, olvidada de sí misma. No hubo tiempo para tenerse lástima. Ni habría tiempo después.

Tarde en la mañana, cuando aún no se había bañado ni cambiado sus chamuscados vestidos, informaron a ella que hubo una revolución en el Sector Pueblo. Cientos de insurgentes, al grito de Libertad o Muerte, enfrentaron a las autoridades. Salían de cada barrio que podían. Venían de Lares unos, donde tomaron el pueblo. En lo que hoy sería la Plaza Pública de Pepino, frente a la iglesia, cayó herido a bala el revolucionario Manolo, el Leñero. Confiscaron su estandarte, o su bandera blanca, con letras en carbón que leían: ¡Viva Puerto Rico Libre: Libertad o Muerte! Otro rebelde cayó a las puertas del Cuartel de Milicias en Pepino.

El Gobernador José María Marchesi y Oleaga, quien había servido en Cuba como inspector de la caballería del ejército y, tres años antes fue Ministro de la Guerra en 1864, habían ordenado desde 1867 una lista negra de intelectuales y dirigentes potenciales del liberalismo. Marchesi fue tan represivo que, desde antes de la rebelión de Lares y El Pepino, había recaudado nombres para sus listas negras.

Por causa de un motín de artilleros de la Guarnición de San Juan, ordenó la ejecución del cabo Benito Montero, cabecilla del movimiento. Fue en junio de 1867, que se inició la roña. Ahora entiende el por qué fueron tan excluyentes y quisquillosos los que pudieron darle un cargo de maestra.

Ya se allanó la casa de los amigos de Montero y se le torturó para que diera nombres de liberales. En El Pepino, por este medio y motivo, se sospechó el vínculo de los amotinados en la Guarnición de Artilleros capitalina con Elías Suárez Pumarejo, miembro de las Milicias del Pepino.

«No dudo que te busquen. Es mejor que te vayas de Mirabales y nos dejes la hacienda», le dijeron los cabrones. Unos de apellido Arvelo.

A varios días de su ultraje y la quema, cuantificaron que la revolución movilizó entre 300 a 800 hombres. Y las tropas de milicianos leales a España allanaron las casas de Ana Martínez Pumarejo, Antonia Pino Corchado y Rosa Medina López. En Lares, la casa de Mariana Bracetti («Brazo de Oro») y Obdulia Serrano.

«Es extraño que no hayan venido por tí, Eulalia».

«Yo no tengo un revolucionario escondido. Y mi consciencia es mucho limpia que el que me mandaría la guardia y hablo de Chiesa, Martorell o cualquier cabrón que viva de la Alcaldía».

«Discresión, Lalita», le dijo Guillermo.

El militar español Carlos Antonio López se personó, con 15 milicianos, a la hacienda Los Velez de Mirabales, el primero de octubre, porque en Camuy se supo que hubo una quema por los insurrectos. Los milicianos buscaban al negro Atanasio (de la «Cueva del Negro»), a Manuel González («Polinesia») y su primo Tomás Nuñez, Salustiano Pérez, el Cayeyano y P. Domenech («Guacamayo»). Eran algunos de los nombres en las listas negras de Marchesi. Y López dijo: «Gabarain dice que has sido injustamente maltratada y que hace días se quemó tu casa. En el pueblo, hay unos políticos que no entienden a Joan Prim, su pariente. Pero el mismo Alcalde Chiesa me dijo que le diga que no tema. Que Carlos Gabaraim sabe lo que pasa».

Al sargento López, ya que Eulalia denunciaba el incendio, dieron noticias de la mala influencia de una negra dominicana que se escapó, con dos hijos suyos que había parido en la hacienda de Emilio y Casildo Vélez. «Será la mujer de Pedro».

Los peones de Los Velez de Cidral dijeron que, meses antes, vieron el negro Atanasio, el mudo, y chotearon a Manuel González (asociado a una junta revolucionaria). Incitó a pedir a que, en nombre del negro, se dieran manuniciones, si que alguno falta por tenerla, porque ya Emilio está muerto. La hacienda quedó al mando de Ximena, La Carañosa. «Que es una vieja estúpida, mujer blanda, sin carácter».

De contínuo, una vieja esclava que llamaban Cangara anduvo por tal hacienda, gritándoles a los esclavos en faena: «¡Se acabó la canga y el candombe!» Se refería con la canga al cepo de azotes y con el candombe al lugar de los tormentos y las ejecuciones. En la Xamayca («Tierra de los Manantiales»), desde los tiempos de la Compañía Real Africana y los piratas, la nigricia conoció que aquella vieja había soñado con su libertad y con momentos como éste. Recordaron que en el candombe, si azotaba a algún negro cimarrón, se tocaban los tamboriles iyesá estrepitosamente y se bailaba.

Preguntaron por Abraham, vecino de Pozas, casado con una Alers. Y Eulalia dijo: «El suda su pan y es bueno. No anda en revoluciones». «¿Quieren el nombre de un agresor e hijodeputa? Busquen a Tomás Nuñez, el incendiario».

Enero 1998

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Jimmy Meneíto

Todas tus ventanas arrojaron rosas lindas a mis pies,
se abrieron todas tus puertas y en ellas miré
cómo ponías en mis manos de tu granero la mies:
Sergio Sánchez Rivera (poeta), A Pepino con amor

No todos los guardias son unos caínes, hijos bravos del aparato autoritario del Estado. Jimmy es figurita, atlético y vivaracho. Le gusta caminar con un tumbao que es típico de quien tiene la pinta de fisiculturista, con morrillos bien tonificados. Le gusta el Pueblo del Pepino. Las muchachas son lindas y tiene colegas con quienes ronda con alegría y piensa que algo lo mancomuna: la simpatía, el choteo, el vacilón, la folla blanda, el echar plante, con el uniforme impecable, bien planchadito, con el color azuloso, como los ojos de su compañero el Guardia Ramos, hijo de Tito, el Alcalde marieño.

Jimmy González también es hijo de un Alcalde. Lo han mandado al Pepino desde Maricao. Lo recomienda Raúl Ybarra, Rosendo Cintrón y Daniel Coronado, alcaldes de La Pava, y hombres que han visto la necesidad de una policía profesionalizada, porque, por la praxis política, antes en manos de los republicanos de Poldo Feliú, Agustín Font y los hermanos Miguel y Juan García Méndez, había mucho abuso, especialmente, contra los nacionalistas. Estos últimos formaron los Cadetes de camisas negras y uno de ellos ajustició a un coronel que era un yankee, hijodeputa. Todavía en Pepino quedan algunos guardias de esos antipáticos, abusadores y anti-independentistas. Jimmy no es así. Ni Ramos ni Beltrán. Ni acaso el más viejo Echevarría. Son el buen trío que la gente saluda. Que bajan a la Loma de Stalingrado y chulean a las nenas de Millán, como si fueran damas con corazones intensamente puros y románticos.

Fey Méndez Cabrero, el Alcalde, aprecia mucho a Meneíto. Es policía serio, agradable, cachendoso y cuando viene Muñoz Marín al pueblo, él cuida la plaza con celo militar. Lo sigue, coordina el buen ambiente, para que el Vate / Gobernador poeta / se sienta bien y protegido. A veces, como si fuese el Gobernador y él muy íntimos amigos, hablan sobre el pueblo y su padre. No se queja de que en Maricao no suceda nada. Allá la belleza es tranquila. La gente campesina, melancólica como dulce guasa de la antigua indiada. En ese municipio, el Salto de Curet, las Montañas Lluviosas y el Lago Prieto valen la pena verse. «Faltan escuelas e industrias todavía; falta empleo, como se puede ver; pero queda el campo y la Indiera Fría».

Meneíto ha oído que el pueblo del Maricao mienta el nombre de un árbol. En realidad, lo que más ha visto, en su poblado natal, son los cafetos. Supo de la fama de las viejas haciendas como La Juanita y Las Delicias, con sus Fiestas del Acabe.

Desde el decenio del ’40, anda por andurriales pepinianos. A él lo elogian por su mirada con la que seduce a su harem de hembritas. El enamora. Lo afana ese julepe de ser enamoradizo, clavar su mirada en otros ojos, devolviendo o robando su luz y, a diez años de andar aquí, en Pepino, como Beltrán le dijo: «No te ofendas; pero la muchacha con que te embelesas ahora es la más fea de las que te he visto y hasta el apodo de su padre me repugna».

«Es verdad. Cuando pregunto por ella, me avisan que es la hija de Coño Carajito».

«Eso no es ná, Jimmy. ¿No te has fijao qué es bizca?»

«¡Pero qué importa! ¡Tiene su cuerpazo!».

«No, Jimmy. Es bizca y le falta un diente. Tú ya tienes una hembra que no tiene defecto y es buena mercancía».

«Es que a ésa que admiras falta algo y la bizca lo tiene».

«Un diente es lo que le falta».

«Con esa sí que me caso».

«No lo hagas, Meneíto. Mira que si lo haces te quemas».

Oyendo ésto, él recordó una leyenda. Se cuenta con un gesto sentimental y literario. En su pueblo, aseguró: «La naboría taína quemaba a los traidores, a la gente que delata. María la india fue quemada, víctima del mismo amor, delator, con que me quemo». Es la leyenda de su pueblo, Maricao... y dice: Que un militar español, poco después de la conquista de esos montes, se enamoró de una indígena taína, con ojos bizcoriocos como maya. Una rebelión marcó la separación y el refugio de los indios en la Indiera. María dijo al militar español: «Cuídate. Mi tribu no quiere que me mires, pero soy yo quien no quiero perderte. Díme que amas aunque sea yo la que muera en esta hoguera, atada a un árbol».

Así sucede hoy, piensa Meneíto mientras camina con garbo por la Plaza Baldorioty y mira hacia el Gallo en el techo de la Iglesia. Este pueblo está poniéndole un reparo a la amada que él ha elegido. No entiende que ella / como María / vale. En asedios ofensivos, van cercándola. La quieren castigar porque su padre es el coño-carijito.

«No seas voluntarioso, Jimmy», insisten por mortificarlo.

«Mira que es bizca».

«No delates tu mal gusto».

Terminaban siempre haciéndola prisionera del mal nombre. «Y es la hija de Coño Carajito».

Entonces, adivinando lo caliente de la inquina, Meneíto imaginó que lo quemaban detrás de sus espaldas. Que a ella la ataban al árbol de las penas y los escarnios, diciéndole «Meneíto tiene muchas otras y no te quiere de veras». Escarnios para la taína María de la fría Indiera de los bucarabones.

«Además, por el diente que te falta te ves fea», vituperan. Ella no se merece este martirio. Lo que chisman.

«Ese culo lo vale. María es como la bizca de la Indiera Fría».

Ahora, juzga Meneíto, que los policías Beltrán y Ramos son par hostigadores. Buscan su vena. Lo hieren en su collejas.

«¿Por qué dejar a la buena hembra por la bizca?»

Le salió lo sangermeño de sus bucarabones: «... porque el ojo se lo mandó a operar y el diente se lo mando a poner». Dijo, sin pensarlo como el padre de su amada: «¡Coño, carajo!» y se echó a reir y siguió con sus planes de boda.

3-04-2003

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Moncho Botella

Tu código de moral
nos lleva hacia el recuerdo.
Son raíces de tu ayer
con fibras de sentimiento.

Tus labriegos pepinianos
han hecho hermosa tu historia:
Angel Alemán Cardona (poeta), Reflejos de mi Pepino

Se observa que es un hombre sencillo. Un alma de Dios. El habla acerca de cierta bondad natural cuando despacha y verbaliza, no se sabe si para sí mismo, que se nace bueno, o potencialmente bueno, y que, si se ha nacido de tal catadura hay que cooperar con el prójimo y, claro, de modo voluntario. «Esa cooperación nace, no se impone». Puede que Moncho Botella diga ésto porque vivía en Tablastilla y vio nacer ese vecindario. El espíritu de barriada donde la gente puede que sea bochinchosa, pero es buena todavía y se conmueve. Moncho creyó siempre en trabajar, haciendo lo que sabe, vendiendo verduras, recogiendo y lavando botellas, desafiando las miserias, con la honradez del trajín. En ésto recordaba a Clivillé.

Moncho no fue presuntuoso. «Ni aunque me hubiera educado, yo faltaría a otros el respeto ni los sobajaría», dijo en vida. Y el Pueblo lo quiso.

Desde Tablastilla, él creyó que conoce al que nació bueno y el que nació malo. Sólo, por la confianza que le brindan los que conocen a su hijo, quizás por justificarlo, lo compara con otros. Añade sus perspectivas. Da nombres, juzga, «hasta lo que no quiero, que es hacerlo». Le dicen que que Millán Matos no debe estar en Pueblo Nuevo, prostituyendo muchachas como proxeneta. Envilece a la barriada. «Pero peor fue su padre, Mercé Matos». Se quejan ante Moncho de ruidosos cafetines, billares, cuartillos para la ramería, y él no se asusta. «Eso no es malo; peor es en Estados Unidos. Allá hay heroína; se daña el jíbaro que se va y arrastra los vicios. Los contagia a otros. Mire ahora cosas que no había en el Pueblo».

Dicen que Moncho tiene la mentalidad de un verdulero. Que no está dañado con el conocimiento de la maldad del mundo. Le dijeron que Macuca, el que administra los billares de Lorenzo Gayá, es como un delincuente que vacía las bolsillos / o carteras / a quien trabaja duro. Jóvenes jíbaros del corte de la caña. Empleados de La Plata. Eusebio Macuca es billarista fino de la mafia y, por eso se va New York y Chicago. Lo pasean por Las Vegas y donde quiera que haya vicio. Y se hace de un dinero y siempre vuelve. Monchito dice que «nadie obliga a nadie a tirar el dinero». Hay formas más crueles de despojar a otro con el juego y de inducirle a caer en esos abismos donde se pierde lo bueno, o se gana el dinero tan fácilmente, sin consciencia.

La gente buena se ayuda una a la otra cuando es necesario. «A uno no le quitan, o lo despojan siempre, porque si uno da, el vecino te ayuda». Por cierto, que Moncho creyó en la providencia, parece ser lo que dice. Hay gente buena que es rica; hay gente buena que es pobre. Y recuerda que Doña Bisa, con su chofer o a patitas cuando no estaba tan gorda, bajó a la Loma y fue obsequiosa. Unía a parejas en pecado, a quien no se ha casado por la iglesia o el juez. Unía, seguido por la cola del Cura Aponte, y a los contrayentes les daba muy buenos regalos: el jueguito de sala, la estufa, o un dinerito a los más pobres. «Es caridad lo que practicara». Y así fue Nito Cortés, el primer alcalde que no nació entre los ricos «y ya vio usted la matazón que hicieron, unos malagradecidos».

El vio a muchos republicanos de La Cochoneta, crecerse y jactarse. Vivió una época donde el latifundismo era una corriente internacional y había esas ínfulas en Pepino y, cuando no la había, sobrevivía la nostalgia de acaparar, como si la gula, o el gusto por acumular se mamara de teta, o se clamara desde el vientre. Vio a mucha gente con hambre en los decenios del ‘20 y los ’30. Y sabía que eso «era mundial». El Maestro Ponce fue quien se le dijo, lo pudo haber dicho Don Nito el Alcalde del pobre, el socialista, con quienes los ricos practicaron sus sortilegios de dominio y por eso puso un asta de hierro en la esquina de su casa y, en lo más alto, el talabartero Ponce enarboló una bandera del Jacho.

El Jacho podía verse desde los callejoncitos de Stalingrado y, mucho más, desde La Loma. Y a Moncho Botella le gustaba ver ese bastión del Maestro Ponce y, con él, conversar y aprender, repasar algunas ideas con las que líricamente formó su alma: Que pobre, o rico, hay que planificar un poquito, para guardar para el sepelio. Y decía guardar poquito, chavito a chavito, no ser un miserable como los que son latifundistas y viciosos. También advertía: «No todos los Cubero son malos», no todos los camarones, le decía a la gente. «Don Funda tiene eso malo: Que le gusta el dinero y facilito. Es como usted dice, amigo Ponce, la propiedad corrompe».

«La sociedad no es mala, Ramón. Malo es el Estado en las manos equivocadas», enseñaba el maestro talabartero.

Moncho Botella tenía un hijo que era jugador compulsivo. Botó más de un millón de dólares. Todo lo que pudo su padre heredarle. Todo se lo dejó al muchacho y la gente se pregunta por qué...

«Monchito, tú no le des tanta cosa a ese mandulete. No le hace caso al buen consejo».

«¡Ay, no me hables de él! Es como si me hablaras de algo que hice mal. Yo, que he aconsejado a todo el mundo, ese hijo me vino como castigo. Ahí sé que en algo habré fallado. No le supe responder cuando me dijo: «El que está a las duras, está a las maduras». Si esa fue la filosofia de mi hijo, no lo supe desmentir, porque, en apariencia es lógico, el provecho, malo o bueno, se obtiene con sacrificos. A veces, hay que sacrificarse para en el futuro tener algo bueno; pero él tuvo tanta prisa, con tan poca esperanza, que no sabía ni agradecer. «La vida es corta, papá, y los sacrificios me parecen tan largos». Con ésto él falseaba la misma realidad del sacrificio. «Tú piensas mucho las cosas, papá, y un día la muerte viene de un soplo, te apaga, te quita todo, aún las memorias del sacrificio. El tiempo es malagradecido. Yo voy de prisa sonando. Ojalá yo pudiera empujar al tiempo, ponerle el pie en la boca, o patearle los güevos».

«Cállate, hijo. El Tiempo no pasa en vano. Instruye sobre muchas cosas».

«El tiempo humilla. Trata de tenerte oprimido. Te envejece, te dobla, Te cansa».

«Cállate, hijo. Que el Tiempo es Dios enseñándote, sin sistemas de conceptos».

«Yo tengo ya mi sistema: prisa para ganarle al tiempo. Y olvídate de ponerle MAYUSCULAS al tiempo. El tiempo es lo que ocasión a que todo venga falseado y la esperanza luzca tan fea como una pordiosera. Más linda es la Suerte. Es esa es la que merece las mayúsculas. Nada te da a migajas. Es súbita, generosa. Se derrocha para llenarte las manos... Lo demás, papá, es dolor, dolor de perpetuarse jodido. Como tú. Yo lo apuesto todo por la Suerte. La suerte es Dios, si que Dios existe».

Moncho recuerda estas conversaciones como si hijo lo emplazara a darle todo, porque él trabaja para él, ayudarlo en su futuro, cuando siente cabeza con una muchachita buena, de campo, que no se avergüence de que su padre sea un botellero. Y él que no siente coaccionado por la física urgente de las necesidades primarias, le dijo: «Pues te tengo un secreto».

«¡Dejémonos de cuentos! Ya me aburre tanta moralina».

Lo emplazó a una estrategia de juego: díme un truco de suerte. Díme cómo se hace uno se hace rico, aunque no tenga méritos.

«Eso si que no sé. El mérito, duramente, se conquista con trabajo».

«¿Ves qué mierda me enseñas? Y encima dfel trabajo, el sacrificio y, encima de esas dos cosas, paciencia y tiempo. Moncho, nacimos para estar jodidos».

«Es que el trabajo es santo».

«Santo trabajo que pasa uno para ser santo».

Para que no lo tuviera tan en menos, el buen Moncho Botella le dio todo lo ahorrado. A él que no lo merecía, pero era su hijo. «Aquí ienes, todo de un jalón, esa es la Bolsa de la Suerte, voy a quedarte con un puñito de mérito, con la esperanza de que tú utilices bien lo que te doy, pónte un negocio, busca lo útil, lo que sea seguro y noble, ambición buena... no lo juegues, no lo tires. Es casi un millón de pesos. Lo he tenido secretamente guardado».

¡Qué triste el destino de Moncho! A pocos años, vino el hijo como un chucho pelado. No dejó ni un solo dólar de Aquella Bolsa de la Suerte, exento a crédito. Todo lo había perdido, derrochado, y vino más infeliz a ver al viejo. «Y ahora, ya conocíste el tiempo con minúscula; ahora sólo puedo darte del Tiempo Eterno, de la esperanza que nunca se acaba, el buen consejo».

5-4-2002

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El fantasma de Mingo

San Sebastián, yo quise ser algo para tí
para ponerte en el más alto pedestal,
pero sé que esa esperanza yo perdí
como se pierde una lágrima en el mar:
José A. Cardona Soto (poeta),
A San Sebastián

A Domingo Liciaga (1882-1914)

«Aquí falta don Mingo, el hijo de Idelfonso», así decía Padró Quiles el Negro. «El se murió durante una marcha, sorda, no oída hasta hoy que nos reunimos. Murió demasiado joven; pero con grandes sueños». Padró Quiles y Liborio Rivera, en 1917, organizaron a los primeros militantes socialistas. Y Domingo fue quien más quiso que se viera ese día en que la gente del pueblito perdía el miedo.

El Alcalde Rivera Negrony, el hacendado, quien estuvo haciendo la barriada Pueblo Nuevo, lo veía bajar por la Loma, buscándolos a ellos. «A mí sí me gustaría que nos pongamos a tono con la idea. Yo no lo digo a nadie; pero yo conozco el socialismo verdadero, el de las Escuelas laicas de Gabarró, que es lo más moderno y tengo algunas gacetas que publicaron Soledad Gustavo y Federico Urales en Madrid».

Ahora Domingo Liciaga es sólo el fantasma que otros han temido. Se murió hace unos años. Dicen que fue de gripe española, microbios en alguna carta o paquete de la gente que escribira desde España. O fue la influenza que sacude con sus faldas una vieja Gitana que llegara a las ferias. Una que leyó las barajas del Tarot y conversó seguido sobre problemas mundiales, la matanza de anarquistas en Chicago, la Internacional o las guerras en Europa, como es ésta en que los EE.UU. ha de meterse. Seguramente, que ella a Mingo lo mató con sus apasionadas emociones porque así mueren los poetas y los músicos. Son sensibles, se emocionan cuando oyen que la vieja La Polaca declamaba, con esa convicción y fuerza de una bakunista o un valenciano de las federaciones ácratas. A Domingo ella le enseñó sus baúles: él hojeó los ejemplares de la La Revista Blanca y editoriales de Juan Serrano y Oteyza. Han dicho que, previendo su muerte, se apoderó de uno esos baúles de la vieja, se encerró en ellos a leer, lo tomó de ataúd y se volvió un fantasma.

Cuando se persiguen los fantasmas, llegan los reconocidos espiritualistas. Los poderosos como Don Lion y Guilimbo. Los farsantes que sólo meten miedo. Los piadosos como Aguedo Vargas y Baldomera. Y allí, en medio del olor a cuero de la zapatería de Antonio Nuñez, empezaron a platicar de un socialismo que tenía más de coraje que de pensamientos.

«Aquí falta don Mingo Liciaga, el gran conocedor de la trágica Procesión del Corpus que pasó por la Calle Cambios Nuevos en Barcelona». Una bomba fue echada al paso de la Procesión y, porque hubo víctimas, se atribuyó el acto a criminales anarquistas. «Aquí falta Mingo para que explique, ¿qué piensa en verdad el socialista del asunto de La Mano Negra, ese invento de odio fabricado por la Guardia Civil de Andalucía y la represiva mano de Juan Antonio Hernández Arvizu? ... pepiniano nativo, quien desde audiencias judiciales, tan apañadas, en Jerez de la Frontera, enviaba a campesinos inocentes a los presidios del Africa.

«¿Y qué del proceso llamado de Montjuich del que hablan los Prat de Mirabales? Y ¿qué de Ferrer i Guardia, francmasón en sus orígenes, anarquista y socialista verdadero?»

Un día se asomó don Narciso, quien era del Partido de la Unión. Vio a aquellos hombres tristes: la cara de Alejo Cabán o Juan Abad, por ejemplo, y les dijo: «Así no se puede hacer un partido socialista». Y le explicaron que Oronoz Rodón y Gayá Domenech ya anunciaron que el servicio militar va a ser obligatorio. Que en la Guerra del 1914 los EE.UU de Norteamérica. darán su temerario paso hacia adelante. Va a involucrarse porque el peligro es rojo. Ya tienen su nombre y apellido: Red Scare y la neutralidad ya no procede.

La Vanguardia, el periódico que administra Juan B. Angulo Meléndez, como vocero de la Unión de Puerto Rico, anunció el cuarto empréstito «Por la Libertad», «¿y de dónde este pueblito va a sacar $22,000 o $34,000 para dar donativos? ¿Quién hay, además de La Central y los bancos, que tenga activos que generen ingresos? Por algo es que nos asociamos, si lo que tenemos por ahora es sólo gripe española e influenza y entierros».

Don Narciso, antes que Padró Quiles, propuso que se hiciera una banda cantarina, con bombos e instrumentos de viento. Anunció que Francisca Angulo le enviaron unas cornetas. Son para Juan Angulo y como el músico fue Domingo, Pepino tendría una banda musical en estos tiempos aciagos y depresivos.

«Lo que yo vine a decirle, Cheo Padró, es que no dividan el Pueblo con ideas socialistas. Usted por años me sonsacó a Domingo y a él lo necesité para la orquesta, no para ese grupillo que forman, o han formado. ¿Y para qué? Ya hay demasiados politiqueros... Ustedes saben que este pueblo sufre desde el año de las quemas del '98, se quema a cada rato y que aquí Yare Yare, el asesino sueldo del cacique de Añasco, ocasiona su miedo. Ha dicho que va por Saturnino Robles, lo matará y a su paso traerá más caos y violencia y sólo hay tres policías en el Pueblo… ¿No ven que la guerra real ya viene en ciernes?... ¡Yo no he querido ser un mal Alcalde ni tampoco Riverita! Vamos a olvidarnos de ésto, de su socialismo. Quitemos, por lo menos, esas ideas a Don Mingo. Es gente que queremos».

De este modo que haya música en el Pueblo. «Es que este pueblo siempre arde en llamas. Este es una villa de huracanes y de incendios».

Don Victor Primo, cuando llegó de España, dijo: «Malas noticias les tengo al Pueblo de Pepino. Manuel Liciaga, el doctor, no volverá. Se quedará en Barcelona. Fue el mismo Neco Elpidio quien me dijo. No lo esperen». Con el tiempo, precisamente, poco antes de la época en que se fundaba a Pueblo Nuevo, él se sintió como todos los que hoy observara. Hombres tristes que escaparon del fuego; hombres arrepentidos de acudir a la violencia, hombres que quieren ideas para organizarse, pues, están estremecidos y espantados del Desastre de 1898 y los han colocado a todos en mismo caldero al que van a arrinar nuevas brasas. Hay que tomar un respiro, después de las quemas y los robos.

«Vamos por de pronto a formar una banda de músicos», había insistido Narciso, «porque estamos, como pueblo, tensos y divididos».

2.

En 1882, en el Pueblo había una división tan grande como este abismo que Victor Primo observó y que don Narciso ha reverificado. Esta fue la razón por la que Manuel Elpidio Liciaga se fue a España y dijo «que se hunda el mundo antes, pero a Pepino no regreso». Había elecciones para diputados y los alcaldes locales, José María Caballero y Luis García representaban a la clase de los más ricos comerciantes y nuevos terretenentes, casi todos vascos, antiguos esclavistas, anti-republicanos y anti-obreros. Habían sido isabelistas durante el régimen del General Serrano y, después, en la tradición de la antigua dinastía sabayona, se abrogaron la licencia secreta del Papa, para fungir como católicos masiones. Dizque compaginan la religión y el ocultismo.

Eran herméticos los Laurnaga Sagardía (ahí el caso de Francisquito, antes de su regreso a España), Pedro Arocena, Juan Rodón, José y Brauilio Caballero Ayala. No faltaba Oronoz ni los Mantilla Yparraguirre. Pepino había dejado de ser de los obreros, artesanos y pequeños propietarios, la mayoría canarios que doblaban el lomo; pero que empobrecían. Los afueristas llegaron y traen dinero de Lares y Aguadilla. Pepino no escuchará voces locales. Los Alcaldes han de ser los que mandan y serán como una logia, con su grupito selecto de amigos y parientes. El voto no valdría si lo invocara una Constitución de radicales. A Manuel Epifanio le robaron los votos. Lo desacreditaron.

Vale, desde la muerte de Prim, la secreta alianza de masones, católicos en el siquitrillaje. Por fin acabaría el carlismo desangrante; pero, con ellos también el circo de los republicanos. Ya casi no queda ninguno que recuerde lo que fue el Casino de San Sebastián: la primera gran institucuión del elitismo, en menos de estos vascos que han arribado para hacer el trabajo de Masones Católicos, en un pueblo que prefiere a reyes extranjeros. Da lo mismo. La verdadera reina es la «Iglesia y el Gallo».

¡Cómo se alegraron en el Casino cuando en Madrid, específicamente en la Calle del Turco, abatieron en 1870, en un atentado en Navidad y en anonimia, a Juan Prim. El Casino hizo su primer baile de galas y se personaron los pudientes del campo, esclavistas de hueso colorado, y comerciantes de Aguadilla y de Lares. Allí estuvo Juan Carbonell Amell, Clemente Hernández, Pablo A. Luiggi, Agustín Battley Amell, Domingo Santoni y Francisco Juliá.

Esto lo había vaticinado Manuel Elpidio Juarbe y ese Liciaga, pobre, que fue Domingo, el hijo de Idelfonso.

«Se reunirán y hará escarnio». Cumplida profecía. En el Casino de San Sebastián festejaron que la prosperidad del café ya está a las puertas con la alianza de familias Sagardías, Laurnaga y Zagarramurdi; y el día es feliz, Juan Prim ya ha sido callado para siempre; se revolcó en su sangre. Desde hoy en España y en Pepino muere el peligro de la república unitaria, así como años antes otra republiquita se abortó en Lares. También ha de morir la república federal, y la fórmula indefinida. Se ha despreciado a Espartero, el Achacoso, a la Infanta María Luisa. Ahora se tiene lo ideal: a P. A. Sagasta y Ruiz Zorrilla. «A este pueblo no le gusta vivir en los extremos. Al español que sea decente y católico, le gustaba ese pasado. Somos civilizados, cautelosos, vigilantes y es mejor como es ahora. Muerto el perro de los pronunciamientos y el carlismo, se acabará la rabia. Cada vez que haya un problema, busquemos una dulce melodía».

Pascasio Moreno fue la nota discordante. Creyó que él podía dividir el Casino / el casino que llamaron la Nueva Vasconia / porque allí estaba Laurnaga y su grupito, los Arocena, los Oronoz y Rodones, los Caballero, los Aldea Berenger y los García Mantilla. Y como Amadeo de Saboya ante el cadáver de Prim, exclamó: «No entiendo nada; éssto es una jaula de locos». El formó su grupito.

«¿No gobernaste con Ramón Lugo? ¿No fuíste Alcalde ya?», preguntaron a Pascasio.

«No. Yo renuncio», así como Amadeo, mientras lloraba la reina María Victoria, porque «si ahora renunciáis, pasaréis ante España como el peor de los mediocres». Trágica gracia fue este figurín de la Casa de Saboya: Ninguno de sus súbditos le vio méritos ni concedió la menor oportunidad para que gobernara. Hubo seis ministerios en dos años que duró su reinado y lo mismo sucedía en Pepino, desde que abolió la esclavitud durante la Administración del Alcalde Irizarry.

«Usted no sabe que no se puede gobernar sin el Casino».

«No. Recuerde que Saboya tenía la Corte entera y los votos y quiso unir lo que no se armoniza, ya que son como el aceite y el vinagre, y se tuvo que ir». Y citó del discurso que Saboya, al lado su reina. Renunciaba por causa de «todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación», siendo españoles. «Todos invocan el dulce nombre de la patria; todos pelean y se agitan por su bien, y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible… hallar remedio para tamaños males»

3.

«Aquí falta don Mingo, el hijo de Idelfonso», así decía Padró Quiles el Negro. El pensamiento de Liciaga tenía una música de banda marcial y porvenir. Tenía sus propias notas entre aquellos socialistas que Padró Quiles al fin organizó, junto a su hermano Ramón y Liborio Rivera, en 1917.

Cuando Victor Primo conoció a Domingo y fue años antes le dijo, sin saber que tan cercana estaba la muerte: «A don Manuel Epifanio Liciaga le habría gustado oírte. Tú eres la esencia nueva de los Liciaga Juarbe. Eres de los músicos y políticos de Pozas».

Pudiera haberse referido a don Cecilio (n. 1854), a Edelmira, su hija, a doña Ramona, a su madre; o a la cepa, que, en sus comienzos, fue tan poderosa en el sector hacendatario, la del ex-Alcalde Manuel María y Juan José Liciaga, su hermano.

«Usted es una persona de talento. Todos son con tal que sean Liciaga».

Los sucesos de las partidas incendiarias y del hambre en los campos tenía el obreraje asustado. Algunos se avergonzaron de su coraje sin rumbo. Lo más consciente del Pepino iba yéndose del pueblo. «Se huyó, como se dice, hasta Juan Tomás (Cabán Rosa) con el rabo entre las patas para que Rabell no lo metiera otra vez preso», comentan los incrédulos..

Cheo Padró Quiles dijo: «Usted no tiene fe en mí, Don Narciso. Eso se entiende. Pero ya es mucho tiempo. Sea con Mingo, o sin él, organizaremos a los artesanos. Hablaremos en favor del campesino. Haremos el Pueblo Nuevo, no sólo construyendo más calles, o poblando; formaremos el pueblo nuevo en el contexto de principios». Tanto Rabell como Martínez González ripostaron: «Ustedes no están aptos. Ustedes no son tribunos. No formarán oradores de la talla de Castelar o Práxedes Sagasta. Y es mejor que no lo hagan revolucioncitas ni se les meta viento. Ahora gobierna un Aguila, madre de todo poder y progreso. Con Cuba y sus mambises se limpió el trasero... Todavía hay peligros rojos, don Cheo, y Pepino no está preparado para nada bueno, no para otra cosa que el pistolerismo».

«¡Que pesimismo, carajo!», dijo Liborio.

«A Domingo lo jalaron para que no se les uniera; eso no va conmigo», insistió Padró.

«¡Qué mala suerte!»

Ya era el 1917, según una nota en las Actas del Partido. Mingo fantasmeaba por las calles fuera del baúl de una gitana. Hasta el mismo Rabell Cabrero y Víctor Primo regresaron. Habrían oído sus voces. Y le dieron esta grave rememoración: Hoy se cumple el aniversario tercero. Murió Mingo Liciaga. Como ya le habían dicho: Si fundaran el Partido y la escuela laica ya no será con él. El pueblo está de luto.

«¡Es mejor que dejen eso!»

«Ya nos lo dijo, don Narciso. Ahora sin Mingo, vamos a echar pa'lante este proyecto».

Las calles del poblado tienen un Mingo el farolero, pero del farol de la consciencia socialista es Don Mingo Liceaga, el hijo de Idelfonso. Obrero. Director de la Banda Musical. Amigo de una Gitana, estudiosa de Bakunin, Pi Margall y La Revista Social y libertaria.

«Aquí falta don Mingo, el hijo de Idelfonso, falta el poeta y la alegría», dijo Cheo Padró cuando pidió que se guardara un minuto de silencio.

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El loco Cancel

Universal morals are objective. They are not based on opinions of the author or anyone else. Universal morals are not created or determined by anyone. Feelings and emotions, on the other hand, cannot be considered as standards, absolutes, or morals: Frank R. Wallace

Ya dieron la queja al director escolar de la Escuela Narciso Rabell Cabrero. El Loco Cancel está más que arrebatado. Se efectuó inclusive una reunión con padres y maestros.

«Es necesario que ésto no vuelva a repetirse».

A Alfredo, por su culpa, lo observan con las caras largas. Es un momento incómodo.

«Entiendo que la calle es libre, pero, ¿es posible que no se acerque más a estos predios?»

Su hermano, el profesor Cancel, enseña en el plantel. Es buen hombre, intachable y si bien hoy le llenaron la cara de vergüenza, no es culpa suya. Lo que hizo Esteban, como a sus vicios, él no lo justifica. A él mismo lo avergüenza. Se abrió la bragueta delante de unos niños, sacó el pene de un pantalón meado. Vino a ligarse a las colegialas, pero con su traje que huele a rayos. La chaqueta raída, sucia. La corbata grasienta.

Una niña del plantel se atrevió a gritar: «¡Báñate!»

El entendió que le dijeron apestoso. Esto fue más terrible que si lo hubieran regañado por borracho. ¿Qué clase de mujercitas da Pepino hoy que no saben que él, aún bebido, no quiere ser grosero? Un poquito de ilusión en su pecho es lo que lo mantiene vivo, con ganas de mirar a sus alrededores y ver las cosas lindas del mundo. Las muchachitas, por ejemplo. Gráciles, formándose con bellos cuerpos, caritas tersas, haldearcillos sensuales, que inspiran, por lo tanto, que él les diga sus piropos.

Dios bendiga ese andarcito sandunguero,
ay, trigüeña, porque me
inspiras, te quiero...


Tiempo atrás nadie se habría quejado de él. Se tenía cierto respeto por su padre. Don Julio Fagundo dio 32 años a la docencia en el pueblo. Antes trabajó en Salinas, Rincón y Mayagüez. Hace cinco años que murió. Junto a Tomasita Henríquez, su amada esposa, crió catorce hijos. Todos son personas ejemplares, algunos profesionales... pero éste, sí, Estéban, en quien tantas esperanzas se tuvo, tiene la cabeza a las once. Se ha vuelto cuaco, cabeza de toro que es. Tan bien que iba, bien comportado, cuando de la Iglesia Católica fue monaguillo. ¡Hasta dijeron que era santo! Fue Sacristán Mayor y don Julio y Tomasita, con alguna ilusión, pregonaron que Pepino va a dar un nuevo sacerdote. «Que no vengan de España, aquí podemos cosecharlos».

Queda ese lugar tan santo para escrutar a las almas sin desprecio. ¡La Iglesia!

Dentro de sí, don Julio Fagundo Cancel tenía la fe, porque él sufrió mucho. Con el sueldo de un maestro, ¿cómo hacer? Muchas bocas en su casa dependen de unos bajos salarios. Unos funcionarios con menos educación que él, desde los años '20, se empotraron en un sistema injusto. Burócratas, inspectores escolares, superintendentes, gente que de pedagogía y métodos, de amor a la enseñanza sabía un comino, entraron al sistema de enseñanza pública por la puerta ancha, con promociones y privilegios, con mejores sueldos. A veces sin octavo grado. El, Julio Fagundo, desde 1919, tenía un Bachillerato. Era brillante, indiscutiblemente un maestro preparado.

Sí, pero era negro.

Aunque, desde niño, Estéban dio indicios sicóticos, verbalizó ante su padre sus alucinaciones con tánganas angélicas, diablazos que pelean con el sistema que Dios propuso para el mundo, teofonías que lo inclinaron a la iglesia, Don Julio lo ubicaba en la tierra, en lo que existe, la realidad de lo dado. Dijo: «Mo utilices tu imaginación para negar el mundo; la realidad existe independientemente de nuestros deseos; no confíes más en lo que oyes que en lo que puedas tocar con tus manos; no confundas la decencia con las poses del beatón o el místico; decencia es el aseo, la dignidad con que te miras a tí mismo, ser honesto en hecho y en palabras».

«Aplícate en tus estudios», le dijo, «haz como tu hermano», añadió refiriéndose a Alfredo.

Sin embargo, se dedicó a perseguir las voces que le hablaban desde los tabucos. «Lo que fuere, sonará y, con espíritu de Dios en mí, hasta nos oirán los sordos».

Se integró a la Iglesia, conoció los misales y, por la vía de una sotana, quiso explicar el miedo, la visión de los dioses, los contenidos de lo pesadillescos. Dijo que Dios le hablaba. Que en visión vio a Moisés bajando del Monte Sinaí y oyó de su propia boca la lectura de las Tablas de la Ley. Y mezclando berzas con capachos, explicó al Padre Aponte su deseo de negar la carne y apartarse del pecado.

Y Don Julio, incrédulo, dijo: «No creo que mi hijo sea santo».

Y menos santo creyó al Cura Aponte, quien le metió por los ojos el sacerdocio porque éstos alcanzan más poder que los alcaldes y conservan el habla esencial (que es «Dios hablando por la boca de los justos») y el ver comprehensor de la poesía, la apófansis trascendental, aún en lo simple de ser-ahí que se ve, se toca, se desenmascara, presentándose tal como es y no interpretado por los incrédulos de la Palabra de Dios.

«Usted está insinuando que su hijo es un demente, don Julio», le dijo el Dr. Franco.

«Lo he observado. Conozco los niños como la palma de mi mano y él no es normal. Duro es decirlo».

«Déle entonces una oportunidad a Dios para que trabaje en su alma, si es que su alma está confundida por causa del pecado original. Dios transforma la piedra bruta en un diamante por la obra del Espíritu».

Y, entonces, don Julio calló.

También el Dr. Muñiz tomó cariño al mozancón de Estéban porque, como Sacristán Mayor, parecía entregado en carne y en espíritu y honraba así a la iglesia, en días de prueba y desconsuelo.

... por ejemplo, cuando Alicia, la hija del Doctor Franco, murió en el templo, degollada al pie del Altar por un cuadro caído, resbalado, y entonces Cucán y el Cura Aponte, se acusaron enojándose, dispuestos a abrir sendas cloacas de pecado.

Y, por ese amor de la grey católica, Esteban fue a un seminario. En San Juan estuvo, poco antes, porque cayó en «atrición mística, en dolor por el mundo», pero, al fin se repuso.

«Tenía razón, don Julio», dijeron los feligreses que oraban por aquel que tuvo hasta prestigio de santo.

«Es que ya está jovenzuelo. Es la etapa rebelde e insegura de los jóvenes».

Había bebido. Llegó a la Misa borracho.

«¿Qué enferma al hombre?», preguntó antes de morir don Julio. Fueron a verle muchos de la Iglesia el día en que Estéban regresó a Pepino, abandonando el seminario.

«¡El pecado! ¡El pecado!»

No. No. Movía su rostro, con desaprobación, el viejo maestro.

Dijo que victimizó a su hijo no otra cosa que la mente que ha dejado de crecer por estar atrapada en invenciones creadas, sin base real. «Yo le dije que confiara en realidades verdaderas. No en fantasmas. Que descreyeta a quienes sembrara ese deseo de cargar con unas culpas que no existen. Aponte lo fascinó con el pecado original y con idolatrar a hombres en la cúspide del éxito, sin haberse juzgado cómo llegaron a dónde están; a veces victoriosos por el fraude, la racionalización del sinsentido y medios deshonestos».

«No hable así, don Julio. Es duro con su hijo».

«Con él no. No es con él».

Viéndose libre de aquella atadura del servicio en los altares externos, lejos ya del Padre Aponte, a quien llamara la Sotana del Diablo, alborotaba los cafetines de Millán. Se metía en los cuartitos de los mataderos. «Amor con dinero se paga», le dijo.

«Mira si crió cuervos el curita», se reía Matos del muchacho.

Con los años, ya muerto Don Julio, el gran maestro, Cancel el Loco está más arrebatado. Lleva quince años o más ligando las nenas en la Rabell Cabrero. En la Plaza de Recreo predica ya los piropos, no los salmos. Siempre con elegancia, aunque lo púdico apenas sobrevive en la dignidad de lo trajeado. El pudor es la epidermis del alma, pero el alma la trae ya desbraguetada. Es mejor dejarlo solo. Siempre piensa en la hermosura de las niñas y en los poemas que a ellas que hay que decir para halagarlas.

Son las doce del mediodía. Va rumbo a la escuela.

Le dijeron que ni se asome. Que si vuelve a mostrar el pudendo se le va arrestar por faltas a la moral. Se hará sin miramientos.

Huele su traje a sudor viejo, alcohol rancio. Ya trae los calzones cagados. El ni cuenta se da. Quiere echar bendiciones. En su mente sólo cuenta el evangelio. Ha visto a Dios en una trigüeña que tiende un andarcito sandunguero.

12-11-2005

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