En el altar del Templo, incensado
por adaptaciones evolucionarias,
a la que dije divina, la ví entre los taínos.
La hallé en el Golfo de Guinea, la escuché en tambores
de Haití, antes en Frigia y siempre la llamé
con gran respeto Argucia, prudencia.
Era Metis salvaje, habitante de una llama,
sacerdotisa del fuego y las flexibilidades cognitivas.
Era la chopa y nodriza de la buena voluntad,
cooperadora; era universal, era humana,
era la alegría, la inocencia, el sacrificio bueno.
No necesitaba el clero,
ni a Duvalier que le diera unos rangos.
Yo la ví, cuando era taína, yo la ví cuando no habían
arribado los esclavos de Guinea, ni el bokor
se jactaba de hacer resucitaciones
con el mingaco de la vida. El vudú era santo,
no santero; era como Baubo, o Metis,
o la ninfa de un río,
cantadora y benéfica. Era como tú fuíste,
Cacica Anacaona.
No dijo: Sea como un zombí el hombre.
Esclavizaré al que nace y al que muere.
Sólo se dijo canon ovular, esa es la magia,
la alquimia, la sadhana, no unos
flecos robados a la jiña,
o unos paños colgados en ventanas.
El deseo, cuando es bueno, es el tejido,
el afán de levar anclas
y flotar como nenúfar en las charcas
y riachuelos. Yo la ví y era taína.
Te inventó, Vudú, para el consuelo.
Gozosa fue de ser limpia. Su religión, tan simple:
ser oceáno de paz en el vientre de lo oscuro,
pujarte, niño, acurrucarse contigo
y repartir sus besos.
Bendecir los ombligos colgantes
de la indiada; enterrarlos a los pies
del árbol-nagual; yo ví a las santas de la tierra
pidiéndoleS los secretos a la esencia.
Las supe al habla con el sistema animista
de las yerbas y las flores, oyendo
en caracoles las voces de los Loas
antes que viniera la magia del Ochá,
la Umbanda y el Cadomblé.
Hoy es distinto: ya no confían en tí.
Negro y mulato están en son de guasábara,
siempre en son de explotación y venganza
y te entregan un puñal de metal
(al que han bruñido con sangre derramada,
sangre cómplice, homicida, que envenena,
que mata y neutraliza e invalida
la argucia originaria, la prudencia).
Su religión está llena de rencores,
de amarguras y cadenas). No admitirán
lo que digas, a menos que digas: ¡Muerte!
El puñal verdadero lo escondes todavía
(en las vedijas, bruja, ahí es que lo escondes).
Con puñal de tu carne es que amas.
Así controlas la ansiedad de todos,
así es que huyes de la manía, así es
que la magia armoniza, reconstruye, sana.
Necesitas el fiel amante, inocente, bueno,
comunidad a la que laves sus conductas motoras
con el baile de caderas en secreto,
con las dulces noches de memoria en el tálamo).
Pero estos negros, blancos en santería,
¿qué saben de neolíticas artes
y cosmologías, ni cómo se regula la atención
en los cortes prefrontales de tus meditaciones,
qué saben si quieren muertos / zombies / usufructos
adquiedos por rito criminal, con la macanda,
qué saben si todo lo ofredan a los amos demónicos
a quienes les desgastan la fe y la lealtad
y aprenden sus engaños? ¿Qué te piden?
¿A qué vienen a tí, sacerdotisa, voz
de la primera esposa, madre generosa de los hombres,
a qué vienen? Respondan a qué vienen
si sus manos son ya puñales enardecidos
contra el pasado, flexible, etéreo de tu llamada,
si sus manos estrangulan tu garganta
cuando conversas con las semillas de la tierra
con himbos y lenguajes colaborativos,
largamente adaptativos, paciente diálogo
entre taínos y africanos, acumuladas
sendas antiguas de las olas...
26-12-2000 / Cuaderno de amor a Haití
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Saturday, October 04, 2008
Los templos contaminados
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