al conquistador Alonso de Ojeda (1465-1515)
Levánte, Alonso, que ya el olor
de nardos marinos, flores
húmedas y blancas, llama a la tierra llana.
Las navas te esperan en La Maguana.
Indios, de compasivo corazón,
te alabarán con nenias.
Por tu nombre preguntó Caonabó.
«¡Hojeda!», susurró él.
Su cuerpo, todavía molido a palos,
es penitente en conuco subterráneo de la muerte.
La naboría del Cibao,
en La Española, a la que avasallaste,
ladronazo, no quiere que mueras.
Los cadáveres no maldijeron tus huesos
por no verlos al lado de los suyos.
La materia es un residuo de creación.
Has de ser hijo / manantial /
energía, explicaron.
Tu nombre fluye del Golfo de Paria
al Cabo de la Vela y en aguas de Urabá
navegan otras voces enconadas.
Allí te quieren muerto, diezmado
con gendarmes de la Nueva Andalucía.
En San Sebastián de Urabá
existirá La Colombia, tú serás el pionero,
pero en La Española se implora tu regreso.
Vén, acompáñanos. Regresa.
Sin ojerizas ni mala voluntad,
te cantarán las Nenias.
Mataste a muchos, ¡ya basta!
y murió lo más valiente de la raza brava,
taínos que te dieron su oro,
su sangre,
sus mujeres
con el color del cobre
y que sufrieron, por obsequiarte,
el hambre.
«¡Hojeda!», ven a descansar
en la gran canoa, barca
que lleva al puerto de la dicha.
La muerte te hizo su necropsia,
estando vivo tú, vivo
y desdichado, olvidado
y triste, miserioso
y tosiente.
Los taínos se han reunido en La Maguana:
cantarán en areito, invocarán tu nombre.
Desde acá, se te ve flaco, hediondo,
en angustia y sin auxilio. No es justo.
«Regresa», balbucéan los que te creen
diosecillo todavía, blanco-barbado,
nefario acaso.
Dignifícate otra vez para que mueras.
¡Hasta los oprimidos te amaron!
Y ninguno más que ellos, ladronazo.
¡Esos arauacos dulces, quisqueyanos!
De Cuaderno de amor a Haití
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