Ví al hombre que no quería la Muerte,
que es la Vida que da cambios,
que transforma, que mueve los opuestos.
Ví al hombre en la inanidad de sus jactancias
y estaba en vivo en dolor, la aflicción
de la Maya, la ilusión del fracaso.
El se creyó el fundador de Efira,
pionero de Corinto y se hizo un símbolo
de gloria con el trabajo y el talento
de otros. El no era Nadie. Ni tenía
el secreto de Nosotros
y era avaro, mentiroso, homicida,
no conoció la humildad de morir
ni restringirse, él todo lo daba por suyo
y en su reinado hizo torres de arcilla
y prisiones de roca, junto a Mérope.
El se creyó el más astuto de los vivientes
y no quiso morir, porque, en verdad,
ya vivía la muerte y el tiempo humano
era su cadáver; él no necesita inframundos;
él ya era el inframundo de lo vano
donde no hay lucha por la sabiduría,
sino el repetirse de una mecanicidad
sin misterio, sin retos de nuevas
perspectivas. El era el fracaso
que sólo se adorna con autojustificaciones.
Y yo lo ví, pobre Sísifo, hijo de Eolo,
más sombrío que Tánatos en grilletes,
engañado, porque cualquier atadura
no es cadena para el que abre
los mundos desde la Muerte.
Y Tánatos mismo le llevó
la roca y lo hizo esclavo.
Puso la roca sobre sus espaldas.
«Sube a la cima con ella...
hijo de la Muerte.
Díme qué es ser hijo
del poder cristalizado».
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Indice: El libro de la amistad / Mandatos para los alfareros de Tiqquim Tareas de quienes gira la rueda del destino / Profecía de los pueblos hostiles / Bendición de los hijos de Abram
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