Después que recogieron los pedazos del cadáver de un niño de 14 años de edad que, al parecer, quedó atrapado en el invento de algún Artefacto Explosivo Improvisado (o como lo llaman en este pueblo, «AEI»), la noticia se esparció por Baram Chah, en Helmand, provincia cercana a Kandahar, donde el chico vivía. Ahora ya se sabe que fue huérfano, sin hermanos y solitario, que aprendió a leer sin la ayuda de nadie y lo recogió una tía, muy anciana, que hoy no admitió velatorios ni reuniones en su casa, ni pésames y que ha dicho a las autoridades que no conoció realmente al muchacho.
Los vecinos saben que no es cierto. Ella lo crió, así como a su madre, en un miserable cuartucho; pero el niño, el melancólico afgano, hoy tiene sobre sí una etiqueta: «Talibán» y ésto la mortifica al grado que niega cualquier relación con él, siendo que lo asocian a lo prohibido.
Antes, sólo entre los milagreros, se le decía el Melácolico. O el niño que lee árabe y ruso. La bomba que lo mató le separó la cabeza del cuerpo y no hizo daño a su rostro; pero el cuerpo, incluyendo manos y piernas, voló en pedazos y el caso es que alguien en Baram Chah lo reconoció y mandaron a dar aviso a Kandahar, donde su tía aún vive. Y la noticia parece más aparatosa que la bomba que lo mató. Se habla sobre una intentona conspiratoria, al estilo de talibanes-suicidas. El niño está siendo acusado, post-mortem, de conspiración y asociado a muchas presuposiciones.
Y una foto de su cabeza, rostro a la vista, circula de mano en mano. La muestran los nuevos milicianos que son designados como agentes de la Cooperación («Hamkari»). Desde que se iniciara la Operación Ataque de Dragón, en los alrededores de los distritos de Zharay y Panjwai, sobre el niño-suicida todos hablan en su vecindario. Y como Kadanhar fue residencia del más peligroso mulá de los estudiantes del Islam, estas preguntas se hacen:
«¿Es familiar este rostro?» ¡Ah, el melancólico! «¿Conoce usted sus amigos?» ¡Ah, el solitario! «¿Sabe si ha sido alumno de los musulmanes?» ¡Ah, si nunca fue a la escuela! «¿Quién lo indujo a fabricar una bomba del tipo AEI o quién le pudo suministrar explosivos?» ¡Ah, el niño bobo quo habla ni comulga con extraños! «¿Sabe quién es esta persona?» ¡Ah, no sé!
Había que explicar si era hombre o mujer, acaso por el rostro, casi rosado, semblante muy hermoso. Ojos azules y grandes, melacólicos... y siempre fue polémicamente inusual en este lugar de Kandahar, que fuera tan solitario como fue. Se supo que fue inteligente y quien no perdía el temple.
Un día, por excepción, ocultó un radiecito de pilas, cuando insistieron en preguntar dónde se lo había robado. En Kandahar todavía es casi objeto proscrito, casi anatémico. Ya es legal que se posea y escuchar la música que sale de él, o quererlo por alguna noticia. «No me lo robé». Por el incidente, se supo que tenía una tía anciana y que el muchacho no cayó del cielo y, siendo como es, no se dejaría robar.
El hecho es que Pashto Melancólico, jamás ha pisado un cine ni ha tenido televisor. Ha oído hablar sobre muchos inventos, pero, de lo poco que ha disfrutado es escuchar un aparatico de radio y sufre cuando se descargan sus pilas. En la villa no hay luz desde que iniciara la ocupación occidental. Escuchar su radio fue su diversión y ha sido el reto suyo investigar cómo funciona una pila. Quisiera fabricarlas él mismo.
Mas el pueblo se ha llenado de jóvenes provenientes de otras regiones de Afganistán. Vienen a reclutarse por 150 dólares mensuales como ‘malish' o milicianos, a fin de tener armas y municiones y un salario seguro, que es el 60% del promedio que percibe un policía. Estos jóvenes han sido quienes miraron con fascinación al muchacho, Observan la elocuencia y belleza que emana de él y lo toman como extranjero, o hijo de transterrados misioneros. Por tal razón, lo invitan a orgías / aventuras / en provincias tales como Uruzgan, Paktika, Herat y Farah. «Allá, en campamentos de los ingleses y americanos, están librerías y se pueden comprar libros, cosméticos y pilas, tener sexo con quien se te pega la gana. Los extranjeros son amistosos. dan propinas, venden licor y opio y no preguntan nada. «Los niños, como tú, son seda fina», le aconsejan.
No es mala fe. Estos jóvenes, fascinados con los cuentos de Azimi, vocero del Ministerio de Defensa afgano, aoyado por los 140.000 soldados la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (FIAS), y del brigadier de las fuerzas ocupadoras de la OTAN en Afganistán, Josef Blotz, no odiaría a Pashto, ni siquiera al Islam. Lo utilizarían en su favor para ameritarse con los invasores. Si estos jóvenes odiaran sería el Afaganistán Tradicional que no les garantizó el pan ni el empleo. Que no proveyó cinemas para divertirse. Ni parque. Ni radiola, ni televisor. Ni escuela para aprender a leer o vivir. O morirse con bien. Y en contraste se han autorizado tantas matanzas en este suelo. Todos son víctimas de guerra y miseria desde antes del intervencionismo soviético. Han sido heridos de neocolonialismo y por atropellos en las rutas del comercio ilícito de Todo / Droga / Gente / Vírgenes / para consumo occidental o del que pueda pagar.
Y ellos saben lo que Pashto les insinúa, con sus tristeza y sus lacónicas y bravas palabras. Este bicho lee y ha visto y les estruja en sus caras: «A devastating portrait of the failing war in Afghanistan, revealing how coalition forces have killed hundreds of civilians in unreported incidents. At least 919,967 people have been killed in Afghanistan and Iraq», citó de memoria este texto y lo tradujo y, finalmente, les dijo: «Si quieren ser de las ‘malish' del Hamkari, seánlo; pero no maten inocentes y civiles, no ultrajen no mueran por vicio. Eso me duele y prefiero no tener ni para pilas de mi radio, y pasar hambre y no tener que matar porque me lo pida la OTAN o los talibanes».
... y los mozalbetes, con cierta vergüenza por tan pocas veces que escucharon al moscamuerta, al que creyeron maricón y pendejo, se sorprendeen. Ante los mismos jefes extranjeros de la FIAS y jefes locales de la Operación Ataque de Dragón, lose reclutadores, el Pashto es sagrado. Y sí aseguraron: «Te traemos las pilas, amigo». No insisten más en que sea él quien se vaya a prostituirse con los invasores, a vender el culo por un televisor, o unos libros, o más alimento para la anciana, o un sueldillo de $150 al mes.
«Es que eres santo y verdadero Pashto / alumno del Islam», le dijeron. «Y, siendo blanco y de ojos azules, eres mercancía fina para que el invasor te saquen de aquí, la miseria y la guerra de Kandahar. Si lo quisieras, melancólico, te transportan a Londres, a España, a Francia».
«¡Moriré aquí!», citó quien más lo trató después que dijo que el niño no es mudo y que lo llaman el Meláncolico, el tierno».
En el pueblo, su tía alguna vez dijo: «Tiene los ojos azules. Es maldición de quien ultrajó a su madre y la condenó a muerte». Ciertamente, su padre desconocido fue un soldado soviético. En ese entonces, Afganistán había sido invadido, desde 1979, por rusos y, cuando los Talibanes tomaron el poder en el 1996, ocurrieron los hechos muy confusos que pusieran a su madre en entredicho. La asesinaron por tener un radio de pilas eléctricas, por decidir que lo conservaría como su único regalo a Pashto, el Melancólico, que todavía ella, siendo madre buena, cargara en sus brazos.
La Tía dice que, así como a su madre, los talibanes no creyeron que la radio es un recuerdo de una experiencia de ultraje, «¿entonces, por que no quiso echar a la basura?», preguntaron. Es que el ruso se encariñó con ella, a pesar de haberla violado. Además su vecindario de hoy es tan brutal e intolerante como aquellos talibanes del régimen político-militar-religioso que gobernara alrededor de 90% del territorio de Afganistán.
Ella recuerda y no dice lo que él dijo: «Mamá tía, voy hallar el secreto, cómo se fabrica una pila». Ella no diría que hay educarse para saber sobre la tecnología. Ella nunca vio una pila ni una radio (excepto cuando su sobrina la trajo). Todavía a la fecha de hoy ni un televisor. Nunca fue a la escuela y no hay escuelas, ni públicas ni privadas en el suburbio de Kadanhar-sur que ella conoce. Cuando su sobrina mostró inquietudes de educarse, a la misma edad que Pashto, tropas de los mal llamados «guerreros santos» o mujahidines que lanzaron la cruzada anti-soviética, con apoyo de los Estados Unidos, destruyeron la escuelita privada donde la madre de Pashto obtuvo unos libros y diccionarios de ruso. Poco antes, se condenó a pena de muerte a misioneros que enseñaban rudimentos de cristianismo y inglés y ruso para los afganos.
«Tu madre tuvo tantas ambiciones y buenos deseos para tí. Mira que te regaló un radio, días antes de que dispararan balas sobre su espalda». Y Pachto, al escuchar esta confesión, dijo que amará a su madre y su radio para siempre; pero... le tocó crecer en días de pánico, a partir del 9 /11 y la crisis que se desatara, desde 1996. Bombardeos. Y él... vivía con el desafío de Prometeo, apetente de sacar el secreto al fuego, robándose pilas y químicos (o AEI, como se dice por estos rumbos del sur de Kandahar, ciudad en que viviera el mulá Mohamed Omar). Hoy no se sabe si vivo o si muerto.
Y le trajeron pilas. Polvo de pilas. «¿Eso querías, niño?» Los amigos le trajeron pilas en abundancia y robaron, a hurtadillas de la agencia de los Malish, explosivos de una fábrica en Baram Chah, y le dijeron: «Averigua cómo se utilizan. Son los materiales para hacer baterías. Son peligrosos químicos, cuya energía dura para siempre, si no es que mata al imprudente».
Y el científico melancólico comenzó a esperimentar y halló la muerte cuando creyó que su radio se comunicaría con las ondas hertzianas de la libertad.
1998 / De Microrrelatos
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