Saturday, October 30, 2010

Las juderías / 17 / El Moisés cornudo

De Las Juderías / novela de Carlos López Dzur

17. El Moisés cornudo y sin timbales


Cinco senderos son, sus dedos ricamente teñidos de pasado; otros cinco, hábiles comunicantes con futuro.

A su epidermis se añaden: el cielo de las uñas con su color de pétalos rosados e insinuante red de venas azulosas; también el verde imperceptible, la esperanza tejiéndose en lo oculto, utópicamente vital, señera, en su imperio.

Sus dedos largos, tan finos, tienen el rastro de edades, sus muchos alcoiris y en terso corazón, labios melodiosos. Ella es una piedra que juega con los lirios.

A sus manos las desplaza suavemente como si fueran ramas lentamente acariciadas por el viento. Ella se sabe un árbol, o una hidríade... (aún es graciosa cuando atrapa la pureza de las cosas y se rebela contra el estío del mundo).

Los nudillos, cinco besos son, los más sólidos, apasionados y fieles y las yemas de sus dedos, mapas, geografías, viajes trazados en la carne que buscara horizontes (donde abundara más el amor que las cosas).

Yo no creo que su cara tenga arrugas, sino pecas, besos de mariposas, revuelo de muchos gestos que visitan su rostro y escriben en la piel su amor y la llenan de memorias y relámpagos. [Carlos López Dzur: A las manos de mi abuela, 1980]

Al finalizar el día sábado, las especies (que había molido en el almírez) mi padre nos las daba a oler y, al apagar una vela, ungiéndola en una copa de vino, decía que la eternidad había sido separada del tiempo «con las horas», igual que el gozo y la discordia, el descanso y la faena, y con tal havdalah, cada perico a su estaca y cada chango a su mecate. Se dividía al día santo así, con rito de separación, de las otras horas, las que él llamaba horas inmundas de la Historia.

No me gustaba que dijera que la historia tiene horas inmundas. Acepto la realidad como es: «Si un elucidario de horas acontece en la historia para el aprendizaje», decía Mamá, reprendiéndolo, algo que también se le habría dicho Benavito. No tiene que ser una condena la horas, si uno divide lo agradable de lo que no lo es... No, no es que quiera juzgar a mi padre, e imponerle ideas; pero yo le busqué diálogo para consolarlo cuando le miraba amargado y, en su lugar, me desautorizaba con malas palabras. «Usted se pone a estudiar mis libros de biología y se deja de jeringar con pendejadas».

Para ese tiempo, un viejito siempre esperaba al tío Andrés que de viejo adquirió la manía de mascar tabaco. Dicha amistad mía que salía a avisar, si acaso Andrés estuviese en la casa, no agradaba a mi padre. El Cotorro me parecía un viejo simpático y divertido. Mas si entiendo el punto de vista de Abram. Con el pasado de Benavito, sus mujeres y la mentada Paquira y Rosa Belén se entretuvieron los tabaqueros y con los cuentos, pasados de boca en boca, se enteró El Cotorro. Este viejo, lector de La Partagá y Regalías El Cuño, todo lo cuenta a su modo. Se mete en lo que no le importa («y nos toma de punto»). Entonces que se vaya a chacotear a otra parte, que «somos gente decente».

El fue quien me contó que mi abuelo había vivido caricaturizando a Antonio, su primo de Cárdenas, y sobre los odios que éste sentía por la España represora del Carnicero Weyler y, poco después, su rencor por los yankees. De hecho, Leopoldo le parecería otra versión de Antonio, sólo que sus odios se concentraban en destacar el rol de las falanges anti-comunistas en Europa. Y creía que Occidente debía, aliarse con los comunistas, y destruir el fascismo y el nazismo. «Y Leopoldo, por dinero yankee, le vende el alma al diablo, porque no es nada consistente con lo que cree».

También fue el Cotorro quien me narró, por primera vez, que Leopoldo se personó en La Habana, tras su primer viaje a Texas, y se peleó a golpes frente a La Bodega y tuvo que salir La Sueca y evitar que se mataran, a puros puños, aquellos dos viejos. A esta historia se la tituló sobre cómo y por qué le salen cuernos a Moisés. «Todo este asunto es una mala traducción del Exodo y sobre el momento en que él descendió del Monte Sinaí, con las tablas de piedra en que escribió el nuevo pacto, explicó Benavito en un texto que leyó en una sinagoga de La Habana. Benavito avizoró, con ojos de nueva profecía, que el Altísimo, el que es Luz secreta, traía a una mujer luminosa y, en su experiencia de fe, tan personalísima, sería La Sueca o una mujer como ella, con la piel suave e inefablemente hermosa.

Tal vez sería por una de esas bromas acerbas de Leopoldo que, si dicha por confianza, produjo una violencia indeseada: «¡Ah, Benavito! tú glorificas a esa mujer, mi hermanastra, y tú no sabes con qué puta madre se la buscaría Otilio, mi padre, que después de parirla, la envolvó en unos paños y la dejó frente a casa». Y aún dudó que fuese hija de Otilio. Fue la razón para que se enfrascaran a golpes. Sugirió, en adición: «Que las suecas están imbuídas de liberalismo e ideas modernas sobre la sexualidad», dijo Leopoldo.

«Explícame qué es lo que quieres decir! ¿Cornudo porque la casé demasiado jovencita y ya soy viejo? ¿Que ella me haría cornudo? Te digo que ella no provee cuernos, ni a mí ni a nadie, porque no hay pendejo que la ofenda», le dijo Benavito, se vale que la proteje y comenzó a bendecir las manos de su esposa que le daban devoción y cariño, como si fuese un mozalbete todavía.

«No se vale que me digas pendejo porque me basta que se haya criado en casa para que yo la respete, como ahijada de Otilio, mi padre».

«Tierra buena es esa mujer, gloria para mis manos».

«Bla bla blah», lo burló. «Lo que dije es que ella ha pintado a un monigote asexual y cornudo».

Y con ésto se aludía al quod cornuta esset facies sua que, de seguro, ambos habían leído del libro de Habacuc. de una mala traducción latina. Se maltraducía «manos» por «cuernos», por lo que, según decía Benavito, Otilio y él, como esposo, trajo a Dios de Temán y la señal de su Santo del Monte de Parán «y su gloria cubrió los cielos, y la tierra se llenó de alabanza y el resplandor fue como la luz; rayos brillantes salían de su mano. Como fue en medio de la primera Guerra, dijo que allí (una mujer hermosa para el Caribe) había escondido su poder; aunque «delante de su rostro había mortandad y a sus pies salían carbones encendidos. Se levantó y midió la tierra; miró e hizo temblar a las gentes; los montes antiguos fueron desmenuzados. Los collados antiguos se humillaron».

«Sí, primo. Recuerdo todo eso. Lo hablaste en la sinagoga; pero, glorificas a una mujer mortal, ordinaria, una que yo conozco. No compares la Señal del Monte de Parán y la gloria que cubrió los cielos con ella. ¿Qué de especial observas en mi hermanastra, a no ser su guapeza y juventud? ¿Que pinta con sus lindas y delicadas manos? ¡Pues, yo diseño planos! y soy mejor arquitecto», dijo con un tono machista.

«Tú lo que eres es un hablador. Juzgo la situación de la viuda de tu padre y, ¿quién si no mi esposa es su única compañía? En llorar a Otilio, como una rata en la planta baja, se le ha sido la vida a tu madre... ¿No ves que mi reina es la consoladora? Para pintar y consolar tiene las manos».

Al llegar e intalarse en La Bodega con Benavito, la mujer de la discordia trajo consigo sus libros de arte. Alguna vez, muy niño, abrí uno de los libros que pertenecieron a ella y que se almacenaron en un sótano de la casa. Ví una reproducción del Moisés cornudo (de Miguel Angel) en una página; seguramente, de donde ella sacó la idea para pintarlo al óleo.

«¿Y dónde están las gandumbas del hombre que habló con Dios? si es que te crees Moisés, Benavito, y piensas que es a tí a quien ella pintara», había preguntado el provocador.

El Moisés que fue dejado en un canastillo y rodó por los ríos de vida, sin saber que habría de ser el judío más luminoso, cubierto de velos, para que pudiera hablar a las gentes en los campamentos de Aarón... «no soy, Leo, porque yo soy más temperamental y te parto la cara y te rompo las Tablas de la Ley en las narices... pero deja a la mujer que yo adoro, a la hermana que vilipendias, fuera de tus puercadas y blasfemias, ah»

Y se trenzaron a golpes.

«¡Qué poca pinga!», pensé. Ahora, sin querer, imagino el tipo de conversaciones que Benavito sostendría con los gentiles y que sacaban sus indiscresiones, ¡ay, qué abuelo! cuando iba a arreglarse las barbas con el padre de Lleó. Y como era, cuando quería un poeta y, cuando no, albayalde, le dijo a Leopoldo, con insultos, hasta del mal que moriría. Sin duda, del barbero supo y le contó a El Cotorro que el falso Moisés es Leopoldo, un liberador de pueblos en base a la sangre de su hijo Leopoldín y sus empleos mercenarios con los yankees de Texas, es que lo es. Benavito sacaba de su albarda, el nombre de Miguel Angel, pero si su versión de Moisés careciera de cojones con tamaño, en su pintura, o escultura, y tuviera con dos cuernos, seguro que el modelo mienta a Leopoldo y les dijo más: «Que no jodan conmigo porque conozco los nombres de todos los herniados de vejiga, víctimas de la vesicocele y la anorquidia, que hay en la cuadra».

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31. La dura reconciliación / 33. Bartolo tiene una flauta / 18. Llegó con gran euforia el hermano esquivo / 19. Presentaciones de rigor / 20. Sara de Riga la Abejita y la Bodega / 21. Antonio: La jactancia de un macho estéril / 22. La moral descuartizada / 26. ¿Quién es el faraón? / 28. «Ya veo por donde van tus sincretismos»

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