Tuesday, March 24, 2009

Donde los dioses mueren

a mi exprofesor Dr. Germán Delgado Pasapera

La estancia más grande en el territorio de la Costa Oeste, que bordea el camino hacia la islita sureña de La Mona, es la de Don Luis de Añasco. De Santo Domingo, según informó ya, viene el hermano de Jacome Castellón, el genovés. Y, por tal razón, Luis de Añasco calcula que pronto se sembrará caña y se traerán cientos de esclavos. Jacome y Miguel de Castellón han enriquecido y, siendo genoveses, sabe de ingenios de caña azúcar y de cómo disciplinar a los esclavos.

«Este es el sueño que me confiaron Miguel de Toro y los Sotomayores. Una villa cristiana en Porto Rico y ese puñado de indios bautizados, del mayor al menor», recuerdan para beneficio de Añasco para que se informe a Juan Ponce y luego a Nicolás Ovando, cualquiera que, pese a rencillas, se quiera primero.

«Tal vez no sea mi generación la que pueda con los indios perezosos. Con el indio no se puede contar, aunque con amagos de amistad se distancía». Se pasan reunidos en el Chorro de Agua Encantada, invocando a Humata, hija de su antiguo cacique. Creen en talismanes de buena suerte y en cemíes-espíritus... se niegan a aparearse entre sus mismos grupos y sus mujeres no quieren parir y alegan que hay espionaje de jigües. «Cuando pueden, se escapan a las islillas del Oeste o a Cuevas que aún no conocemos»... Para el blanco de las Canarias o los andaluces, que es población exigua en la región que se llama Yagüeca, los indígenas no trabajarán ni menos con azotes. «Hará falta que vengan Franciscanos, tal vez sea error nuestro», se quejaría Luis.

El fabrica un licorcillo pintorrero y que, siendo liquipálido, ataranta y, así cura las tensiones. Se turnan para beberlo y temen ofrecerlo a la indiada. «Enardecerlos con licor, no. No son tontos. Mucha es la bellaquería de sus silencios». Asegura que los taínos, con sus bohiques y curanderos, hechizan con la mirada y quitan la virilidad aún de los mozos, aún de los ardientes y lujuriosos como Salcedo. «Aún de los negros», se alarmaría.

Lo que no se imagina es que Diego de Salcedo está en la mirilla de la indiada y el Cacique Urayoán pide que se le vigile. Es obvio que a Diego le gusta sentirse tratado con distinciones, pese a que es déspota y se pasea a caballo, cuando no está bebido. Lo hace tranquilamente porque, como dicen algunos indios, parece un dios. Es más vanidoso que el Capitán Gobernador, Juan Ponce.

Diego de Salcedo espía a las indias cuando se bañan en los manantiales. Y muchas de esas niñas hermosas, con su pelo negro y largo, su piel bronceada y suave, sus bocas dulces con dientes blanquísimos como pulpa de coco, le miran como a esos gachupines que hablan tan distinto a ellos, grito tras grito, como si la vida fuese un enojo y un permanente desprecio por los otros. Tiemblan cuando le ven. El trata de ser amable, por procurarse sexo, pero inspira miedo. Eso es parte de los atributos divinos. Codicia e ira indiscriminada para los indios, caribes pardos y negros.

Sólo, en apariencia, Urayoán tolera a Salcedo. Estudia con interés la casa que Luis de Añasco construyó, sirviéndose de siervos africanos. Resiste las tormentas. Curiosea si el negro es orgulloso como su tribu valiente de taínos. Ni los caribes, en su negrez, se comparan siendo tan fuertes. El Gran Cacique de Borinken, Aguaybaná, le dijo: «Tén la paciencia necesaria para atacar su altea y evitar que edifiquen; ellos no tienen paciencia; pero sus armas son superiores a las nuestras. Matan con fuego; pero el agua obedece, si es mágica... Y por eso Yagüeca será lugar de sangre. Veo sangre sobre los mares y piratas nuevos, con otros lenguajes».

Entendía, sin haberlo visto cumplirse, que el Gran Cacique profetizaba sobre los corsarios que vendrían en años los 1528, en mayo de 1538 y 1554. Y que aúm los caribes aterrorizarían la villa que mudaron al sur en colinas a las orillas del río Guanajibo.

Desde que llegaron, con Ponce de León, sin embargo, el cacique ha desconfiado y visto con sus ojos cuán crueles son los guamikenas y gachupines cuando beben y discuten, cuando se invaden y se juran odios, de siglo en siglo.

Mucha de la información que Mabodamaca y Agueybaná recaudan viene de lo que se oye en Santo Domingo. Allá se queman las edificaciones que el gachupín edifica. El indio lo hace; pero muchas veces el blanco para forjar pretextos de matanzas y fingir heroísmos que pueden utilizarse para decirse negligentes, incompetentes, o insurbordinados a la autoridad de alguno. Se pelean entre sí. Todavía no han cambiado el nombre al lugar que ahora tienen y siguen porfiando que éste el Sitio del Yagüeca, bajo la autoridad de una Reina.

«La codicia es enorme; pero la Villa de Sotomayor no prosperará», concluye Agueybaná. Ha instruído a Urayoán, uno de sus guerreros, que ejercite, su sangre caribe y guerrera en las venas, oliscando el ser mortal de los invasores. No son como Yocahú. No son dioses.

Inmortal es, como se piensa ahora, una hija del Cacique, recién fallecido en el Guaorabo. La tribu entera avizoró que la bella indígena, enamorada de Dagüey, su amante traidor y mentiroso, emergió entre las aguas y mientras se alisaba su pelo con un peine de concha levitaba sobre el río. La traición y el desengaño le dañaron la alegría porque su corazón, al despedazarse se volvía germen para enormes pedruzcos y sus lágrimas, demasiado abundantes, formaron la cascada. Con el corazón roto en mil pedazos, fluyen y se asienta en el fondo gránulos de piedras a montonales. Antes no había una cascada sobre el Guaorabo. Desde que ella, visita en vestimenta de inmortalidad, año tras año, el lugar de su primera aparición, el Chorro crece. Se le oye su gemido y cómo conversa con Yocahú, el Inmortal.

Urayoán dijo, un día de 1510, «ya sé cuál ha de ser el lugar donde los dioses mueren». Y mandó a seguir la pista de Salcedo por última vez. Utilizó a vírgenes taínas que tentaran su mirada, cruzándole el paso, induciéndolo a los atajos, en aras de sexo, y aprovechó a uno que otro indio, de los más fornidos, que se unieran a la asechanza del remate final, porque no precisamente pensaba él ir al Río Guaorabo ese domingo.

Allí, en medio de las aguas, por seguir a una de las doncellas, se metió. Cayó en la trampa y se aseguraron que se ahogara. Por siete lunas y siete soles lo observaron para que no resucitase ni escapara a nados, si así fuera. Al fin, con tambores de guasábara, verificaron su muerte y sucesivamente declararon la guerra.

«¡No son dioses, no son dioses!», fue un canto de alegría; pero las tribus lucharon hasta la muerte hasta que no quedó ni blanco ni indígena en el Valle del Yagüeca.

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