He visto a la sirena maya. Y no es un espíritu maligno. O sea, yo no creo en esas cosas. Es una mujer común y corriente, que sale de entre los bosques. Anda en busca de los náufragos. Hurga entre los escombros de cualquier barco o avión que se accidenta... La ví en Coyoacán y frente al Xtabai en Reforma... Coteje usted esas coincidencias con las que ya conté a usted sobre los personajes de Shakespeare... A una actriz que conozco dieron el rol de la bruja Sycorax en La Tempestad. Y yo que soy, Fernando quiero a Miranda, la actriz, como el ente real que es, pero se ha transfomado en bruja. Salgo con ella y es Sycorax, la auténtica demonia.
Jamás la pude acostar, hacerla mía. Siempre tiene un pretexto. Ahora si me doy cuenta, si me permite la falacia biográfica de identificarme con la literatura. Está sacando en el teatro su verdadera naturaleza. Más allá de lo situacional y la coincidencia de apellidos, en la ficción o en la realidad, ya no es la dulce Miranda de La Tempestad.
De un tiempo acá, es una prostituta pintarrajeada que asesina a los marineros cuando salen de beber en las cantinas. Le temo al hacha sangrienta que tiene por boca. Me hizo escenas de celos y tan fuertes son sus gritos que atrae moscas y los buitres la siguen. El poder de la bruja. Y luego, si salgo del Xtabai Club para darme unos tragos, que es mi costumbre, ella me espera a mitad de cualquier calle, me grita improperios y se esconde. También distingo que en mis sueños, no es agradable. Estoy como Ariel esclavizado. Le pregunto su nombre y me dice: The vomiting viper. Omphale's trouser snake. La amenaza de Calibán... En fin, me hace conocer al rudo Calibán de mi vida real... Ambos ella y él participan en favor de la fatiga y la angustia.
Ya no quiere saber de mí. Se identifica con La Piruja Pintarrajeada.
«¿Qué te hice? Has cambiado».
«Siempre he sido como soy».
«Beata no eres. ¿Te ofende que te pida amor, sexo, es éso?», le pregunto.
Esta relación ya me duele. Estoy transido, sumido en un mundo dionisíaco de mascarada, igual que el de ella en el teatro, que se supone sea una ficción. Ha preferido inunundar de plañideras, les clauqueurs, todo lugar al que voy y va riéndose de mí cuando me tienen en la piedra sacrificial, en el Círculo de Stennis. Shakespeare y Nietzsche se revolcarían dentro de sus tumbas si se entereran a merced de quiénes yo me encuentro. Los dioses del hormiguero, la gentuza canalla, las flappers y las feministas, que llevan a lo real su escenario.
Doctor, me tenderé en su sofá, como Hércules ante Tespio. No sea usted como un deifobo más, doctor. No me engañe. Estoy frustrado. Mi único delito es insistir.
«Nena, el sexo es expresión de amor».
Se lo contaré todo. Creí que nos reconciliamos.
«Sé que has estado nerviosa. Ese papel en La Tempestad te puso sensible; pero ya acabó la temporada teatral».
Le dije: «Te llevaré a cenar, luego bailamos... luego... un poco de cariño, de sexo».
Y fui en la tarde a buscarla, a inquirir. La ví en el patio como si preparara un barbicue.
«¿Estás lista, Miranda?»
La ví que golpeaba las tres piedras del tecuil, ardientes como estaban, y no sentía ningún dolor. Susurrando como una alofásica invocando a Sycorax. Las tres piedras, las que tiene en el patio, se le cayeron de las manos. Se desplomó y, cuando más clara estaba la noche, cayó una tempestad. Arreció una lluvia y tuvimos que suspender nuestros planes.
Esa noche me voló los sesos.
«¿No ves que llueve?», me dijo como si estuviese enojada.
Me hice ilusión de que, pese a todo, podríamos quedarnos y satisfacer mutuos sentimientos y los míos, más concretos, que son los de la carne, desde luego. No me gusta ni conviene que se hable del amor como algo inefable y celestial, como fuego de Heráclito, porque ambos somos jóvenes y ardientes, supongo. Yo la he esperado. Es un romance de seis o siete años y ya no es una niña.
«¿Me está diciendo vieja?»
«Claro que no.»
Otros que vendan y compren las entelequias fatuas, los mundos berkelianos y husserlianos. La virginidad. La decencia inefable.
«Tú eres una actriz. He visto tus escenas de besos y pasión».
Yo quiero realidades permanentes y sólidos cuerpos: la dulce bestia. Todavía hay muchos imbéciles que se gozan en seguir la norma que le dictó alguna vieja época cuando el «dulce amor, se pensó crimen». A los más sensuales y creativos amantes, a las parejas ejemplares, como sucediera ayer, también hoy se les olvida, se les oprime, se le ridiculiza. El amor suele manifestarse, sin los aspavimientos y sin las glorias de la comprensión pública y el beneplácito general.
«Pero ya nos toca, Miranda».
Entonces, le dio un ataque de ira. Y la ví. Era la Sirena Maya. Sycorax. Una bruja, envejecida, maldiciente, y me corrió con un hacha de su casa. Y sentí moscas como una tempestad sobre mi cabeza y sus risotadas.
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Jamás la pude acostar, hacerla mía. Siempre tiene un pretexto. Ahora si me doy cuenta, si me permite la falacia biográfica de identificarme con la literatura. Está sacando en el teatro su verdadera naturaleza. Más allá de lo situacional y la coincidencia de apellidos, en la ficción o en la realidad, ya no es la dulce Miranda de La Tempestad.
De un tiempo acá, es una prostituta pintarrajeada que asesina a los marineros cuando salen de beber en las cantinas. Le temo al hacha sangrienta que tiene por boca. Me hizo escenas de celos y tan fuertes son sus gritos que atrae moscas y los buitres la siguen. El poder de la bruja. Y luego, si salgo del Xtabai Club para darme unos tragos, que es mi costumbre, ella me espera a mitad de cualquier calle, me grita improperios y se esconde. También distingo que en mis sueños, no es agradable. Estoy como Ariel esclavizado. Le pregunto su nombre y me dice: The vomiting viper. Omphale's trouser snake. La amenaza de Calibán... En fin, me hace conocer al rudo Calibán de mi vida real... Ambos ella y él participan en favor de la fatiga y la angustia.
Ya no quiere saber de mí. Se identifica con La Piruja Pintarrajeada.
«¿Qué te hice? Has cambiado».
«Siempre he sido como soy».
«Beata no eres. ¿Te ofende que te pida amor, sexo, es éso?», le pregunto.
Esta relación ya me duele. Estoy transido, sumido en un mundo dionisíaco de mascarada, igual que el de ella en el teatro, que se supone sea una ficción. Ha preferido inunundar de plañideras, les clauqueurs, todo lugar al que voy y va riéndose de mí cuando me tienen en la piedra sacrificial, en el Círculo de Stennis. Shakespeare y Nietzsche se revolcarían dentro de sus tumbas si se entereran a merced de quiénes yo me encuentro. Los dioses del hormiguero, la gentuza canalla, las flappers y las feministas, que llevan a lo real su escenario.
Doctor, me tenderé en su sofá, como Hércules ante Tespio. No sea usted como un deifobo más, doctor. No me engañe. Estoy frustrado. Mi único delito es insistir.
«Nena, el sexo es expresión de amor».
Se lo contaré todo. Creí que nos reconciliamos.
«Sé que has estado nerviosa. Ese papel en La Tempestad te puso sensible; pero ya acabó la temporada teatral».
Le dije: «Te llevaré a cenar, luego bailamos... luego... un poco de cariño, de sexo».
Y fui en la tarde a buscarla, a inquirir. La ví en el patio como si preparara un barbicue.
«¿Estás lista, Miranda?»
La ví que golpeaba las tres piedras del tecuil, ardientes como estaban, y no sentía ningún dolor. Susurrando como una alofásica invocando a Sycorax. Las tres piedras, las que tiene en el patio, se le cayeron de las manos. Se desplomó y, cuando más clara estaba la noche, cayó una tempestad. Arreció una lluvia y tuvimos que suspender nuestros planes.
Esa noche me voló los sesos.
«¿No ves que llueve?», me dijo como si estuviese enojada.
Me hice ilusión de que, pese a todo, podríamos quedarnos y satisfacer mutuos sentimientos y los míos, más concretos, que son los de la carne, desde luego. No me gusta ni conviene que se hable del amor como algo inefable y celestial, como fuego de Heráclito, porque ambos somos jóvenes y ardientes, supongo. Yo la he esperado. Es un romance de seis o siete años y ya no es una niña.
«¿Me está diciendo vieja?»
«Claro que no.»
Otros que vendan y compren las entelequias fatuas, los mundos berkelianos y husserlianos. La virginidad. La decencia inefable.
«Tú eres una actriz. He visto tus escenas de besos y pasión».
Yo quiero realidades permanentes y sólidos cuerpos: la dulce bestia. Todavía hay muchos imbéciles que se gozan en seguir la norma que le dictó alguna vieja época cuando el «dulce amor, se pensó crimen». A los más sensuales y creativos amantes, a las parejas ejemplares, como sucediera ayer, también hoy se les olvida, se les oprime, se le ridiculiza. El amor suele manifestarse, sin los aspavimientos y sin las glorias de la comprensión pública y el beneplácito general.
«Pero ya nos toca, Miranda».
Entonces, le dio un ataque de ira. Y la ví. Era la Sirena Maya. Sycorax. Una bruja, envejecida, maldiciente, y me corrió con un hacha de su casa. Y sentí moscas como una tempestad sobre mi cabeza y sus risotadas.
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