Saturday, March 28, 2009

Recuerdos de Mamá Claudia



A todos, mis pretendidos custodios, tuve que servir, ordeñé sus cabras, cargué como burro leña para sus casas, cajas de uvas para los Viñedos de Santo Tomás. Tuve quien señalara mis faltas a cada momento. Yo debía mostrar mi respeto y gratitud ante mis padrastros espirituales y hermanos mayores; pero fueron amos, disciplinadores por el corrupto y codicioso premio de mi obediencia. A la postre, yo fui desobediente. El niño armónico que describía Fredrika, «el niño de paz que Claudita nos ha dado», como dijo el Benefactor Molokano a su hijo, tenía su lado oscuro.

Mi cuerpo se hizo fuerte, exteriormente saludable. En general, dijeron: «Simón crece con hermosura y con gracia ante Dios». Dí las gracias, pero me sentí, secretamente, esclavo de tareas ajenas y, en desfavor, no faltaron los que alegaron que soy un inútil, indigno del pan que me llevara a la boca y de la educación que adquiría en sus escuelas. Ese grupillo son los influyentes bávaros.

Mi vida adolescente estuvo llena de sueños y, en cierto modo, de candor. Salí de mi hogar a los 17 años de edad. Me eduqué en la colonia menonita más que con el padre y la madre que perdí. A Mamá Claudia apenas me dejaron enterrarla.

Ella fue otra persona que me amó y por quien acepté la doctrina de Meno. La escuché de sus labios y había más dulzura en su exposición que en la de otras bocas, predicadores y veedores que me dieron una perspectiva miserable del mundo y de la interacción con los demás. Inclusive de mi interacción contigo, Pamela.

A mamá y a Pamela les faltó el valor de desertar. Lo propuse. Que confiaran en mí y me sonreían. La verdad es que carecí de las palabras convincentes para el sueño que forjé. «¡Vivir juntos fuera de Chichihuatl, trabajar para ellas, para las dos!» Vano entusiasmo. Llegué a pensar que yo sería capaz de dar techo y alimento a ambas, a mi madre y Pamela. Defraudé a Mamá cuando dije que tenía el derecho a robarme a la chica, de 14 años, y falté a la obediencia y virtud que me instruyó mi madre.

«¡Calla, hijo mío!»,
fue lo que me dijo. Fue como si dijeran: no puedes, porque no eres un varón dotado de las virtudes del segundo David. Fue como si sintiera que me acusaran por no servir para nada. Y no tener nada, sino mis manitas de pubertario.

En fin, para mi consuelo, Claudia Arhaus Delfzij [¡ay, Mamá si supieras!] no supo sobre mi desobediencia. No tuvo el tiempo para conocer todos los detalles de mi idilio. Oculté mis temeridades. Pamela y yo eramos muy jóvenes, acaso temerosos. A duras penas, yo aprendía a meditar, a planear. En verdad, debí ser un chicuelo, mas no tan inexperto como se me decía. Pamela me dio su confianza con la idea de forzar el paso a un nivel de respeto que yo quise y no había logrado... Soñaría despierto una que otra vez y sentí una rabia vergonzosa cuando mi virilidad se manifestaba y fui comparado con mi padre. Para ser un hombre con decencia, la aldea me pidió no jurara por mis estúpidas verdades e inquietudes. Ni invocara el nombre de Dios en vano. El mero hecho de arribar a la adolescencia se tomó como una amenaza. Las niñas me miraban con cierta curiosidad.

«Er sieht sehr gut aus», se dice sobre mí.

«Es ist schön», asintió Pamela.

Mamá no permitió que yo hablara mal de mi padre. A él lo aludí con amargura en ocasiones. Ha de ser difícil crecer sin el hombre que te da una genética agraciada y una visión que deja escrita, anticipada y sistemáticamente preparada para cuando valga, por la edad. Discutiría en sus méritos sobre qué ser hombre, honrar el trabajo y la comunidad y hacerlo cara a cara para exigir lo que se merece, inclusive un amor privado, la pareja. Una de las cosas que Mamá protegió fue un libro que él anotaba y del que hizo que leyera lo siguiente. «La comprensión crítica de uno mismo se obtiene, pues, a través de una lucha de hegemonías políticas, de direcciones contrastantes, primero en el campo de la ética, después en el de la política para llegar a una elaboración superior de la propia concepción de lo real».

Me dijo que papá lo escribió para los dos porque, a lo mejor, un día tendríamos que irnos del Valle de Guadalupe. Las Sombras, los ángeles de los umbrales, echaban raíces en algunas gentes, para que se nos dificultara la vida. «Llegará el día en que tendrás que exigir, no sólo pedir». Estúpidamente, exigí a quien me amaba y no se trata de eso. Por el contrario, es a quien obstruye a quien hay que demandar.

Claro, entiendo. Adán Redniz, hijo del Bávaro, es uno. Nacido en Ensenada, él adquirió las tierras de mi padre. Allí, donde tuvo sus corrales de gallinas, diez vaquillas y el consultorio médico de la aldea, se me dijo que yo no era tan escuincle, a la edad de 10 años, como para no aprender las tareas del granjero. Ese día me mintió directamente y yo le creí. «Tu padre me ha pagado con esta granja. El se está dedicando al juego, al vicio, se ha endeudado conmigo. Los narcos son sus verdaderos enemigos; pero, él no desea escuchar mis consejos y yo no quiero preocupar a tu madre. La Hermana Claudia no merece que yo la entristezca».

Trabajé (¡y no fue necesariamente coser y cantar!), sino que encallecieron mis manos; pero ya siendo pubertario, me dediqué a acariciar el bello rostro de mi madre, aprender a su lado die Geschichte der Seele, y soñar. Me cuidaba de comentar lo que Rednitz me dijo sobre los vicios y deudas de papá, porque ella «no merece que yo la entristezca».

Para que no me identificara con alguna tierra y me atreviera a pensarla que es mía, o fue de mi padre alguna vez, yo trabajé en los viñedos de Rednitz, en los ordeños de las vaquillas de los Güeldres [ahora propiedad de Rednitz] y, siempre tenía un nombre diferente la granja a la que me enviaba, porque yo sería el peón de todos.

Esperaron sus tancalotes llenos con mercadería: cada vez más acopios de uvas, huevos y quesos que apuntalaran los valores, servidos en Ensenada: trabajo, sencillez y familia. Habría podido ser feliz. Sí, yo aún creía en esos valores. Trabajar duro, uno de mis favoritos... pero quería bondad. Faltó que me amaran.

En las granjas de la Familia del Pacto de Meno no hacía falta un soñador lleno de parábolas: yo era el perro con cencerro del que se burlaba el hijo de Adán Rednitz. Soñador fue el Molokon y se le pagó mal. Nadie siquiera fue a su sepelio y se le tuvo que enterrar en Guadalupe, en cementerio ruso, no como a mamá que murió entre los suyos y se quiso su tumba entre los neerlandeses... Pero ella no soñaba como perra con cencerro... Supo que me enamoré de la chica que uno de los Rednitz, más o menos de mi edad, separaba para sí, sabiendo él que ella me amaba sólo a mí. Y la familia del niño advirtió: «No es bueno que Simón la visite; porque, esa hija del granjero Arnol, él la quiere para Adán, mi hijo».

Muerta mamá, fueron a ver la maestra Fredrika y, en cierto modo, le dijeron lo mismo. «No queremos que Simón se ilusione con la hija del granjero Arnol, porque es prometida de mi hijo Adán». Se esperó que yo aceptara un piadoso donativo monetario para que salga de Chihihuatl y me abra camino en otros rumbos. La ayuda de los hermanos para el huérfano fue parte del complot sutil contra mí. En un sobre que leía en el exterior «Para el niño Simón Güeldres», había unos fajos de dólares que no me habrían sostenido ni una semana.

Yo escupí el sobre y no lo acepté. Fredrika me abrazó y me dijo: «Eres un hombre». Yo me abracé al féretro y lloré porque no pude entender lo vacío de la sabriña. Sólo llegaron unos niños de la escuela de Fredrika.

Cuando se investigó, en mi ausencia, por qué pudo darse esta distancia afectiva entre los adultos, si Claudia Arhaus fue tan buena, se alegó que se supo el embarazo de Pamela y que yo había sido el responsable. El feto murió, pero no la deshonra. «Fue el castigo a Simón que se burló de ella».

Tuve muchos recuerdos de Mamá Claudia que circularon por mi mente cuando me acosté. Analicé si, en verdad, tenía una formación menos utópica que papá. Ella provino de una familia de artesanos, gente de arte, como los Arhaus y Delfnij. Estudió Bellas Artes en Rotterdam y, finalmente, enfermería antes de radicarse en Ensenada. Me conturba la idea de si tendré profesión, o algo más sofisticado que me haga útil para el trabajo, o ganarme la vida. Lo único que sé es que no prospero. Y seré un niño armónico, un soñador o perro con cencerro, pero ésto ya no sirve aquí. El único peón que vale es el que es dueño de la tierra que cultiva o del ganado que arrea.

«¿Cómo que estudiarás, o que lees en las noches? Tú no sabes qué es un televisor, no has ido a un cinema, no tienes, como yo, cassettes, no sabes bailar... no sabes conversar lo que le interesa a la gente, te ruborizas, te agüitas por nada y pareces un espantapájaros con ese oberol de tirantes... si llegaras a Tijuana, los paisitas se reirían de tí...», me había dicho Adán.

«¡Y así quieres casarte, no la amueles! ¡Madura, pendejo!»

También recuerdo la destreza de mamá al pintar. Cuando exigieron a Claudia que entregara a los veedores de la aldea, la cámara fotográfica de su esposo y todas las fotografías que él tomara antes de su muerte, ella dibujaba su retrato de memoria y me dejó sus bocetos hechos a puro carboncillo. Ví muchos de sus esbozos: retratos de mi padre, guapísimo, perfiles de sus abultadas y crecidas patillas, sin bigote, la sonrisa permanente, labios finos y mejillas que se arrugaban en hoyuelos de coquetería y sonrisas inevitables.

Ella recordaba, sin dar señas de sentirse ofendida porque se dijera en la aldea que atraía a otras damas y que inclusive, por celos de una mujer, lo mató un pistolero de la Mafia, Iván Güeldres transmitía una poderosa felicidad y seguridad en sí mismo. La educación amplió su encanto y valor. Era conversador y amable. El se olvidaba de la indiferencia que la colonia pedía ante asuntos del mundo. Lo enardecía la injusticia, los golpeadores prepotentes y, asimismo, los que atacaban por la vía de la crueldad silenciosa. La indiferencia. Lavarse las manos ante el atropello es el más vil y cobarde de los pecados. Según supo Mamá Claudia con el tiempo, Iván defendió a una mujer golpeada en cierta cantina. Que se metió donde no le llamaron, cierto.

«¿Y quién justificará al menonita que entra a un congal? Nos está escrito en la doctrina de Meno que nada debemos buscar fuera de nuestra aldea», preguntaron entonces.

Mamá fue hermosa. Su rostro, en particular. Posiblemente, ninguna mujer a papá lo atrajo más que ella. Y si bien entró a la cantina, no fue a procurar sexo, o embriagarse. Hay todavía bastante misterio en el asunto.

«Pero yo está muerto, hijo. Ora por él y olvida los hechos, no sea que se inspire venganza en tu corazón y por pistas desorientadoras , te veas en condena y con peores caminos», me aconsejó ella.

Cuando supo que yo noviaba, interesándome en Pamela, Mamá se explayó para compartir en torno a la maravillosa fisiología de la sexualidad y la idea del Molokon y mi Padre de que «con los hermosos cuerpos femeninos, se emancipa la erótica de los santos». Me dijo que era maravilloso oír a papá enamorarla con semejantes ocurrencias, aunque, con rubor tranquilo, se quedaba callada. Con sus ojos comunicadores, asintía a lo escuchado. Habló pues sobre una sexualidad, me dijo, que no he de confundir con lujuria ni fornicaciones.

Me alentó A que no hablara contra mi padre ni menos creyera en lo que dice la gente que lo envidió o lo conoció muy poco. Me dijo, además, que si él viviera, me habría instruído para que comprendiera lo que llamara la «fisiología maravillosa de las hormonas». A juicio de Mamá Claudia, a flor de piel se observa que tengo su bondad, su ingénita gracia hereditaria, quizás no su alegría ni su espontaneidad, porque su muerte marcó mi carácter. No sé. Y el trabajo desde niño en el campo.

¡He sido triste, introvertido y limitado, sin él! Ella lo nota. Pero pese a trágicamente inesperado de vivir sin él, tengo sus virtuales atractivos. No su imponente estatura ni la diversidad de su cultura, pero «inspiras respeto: tienes una inclinación al cultivo de ideas propias».

A la sinceridad de mi padre la confundieron con rebeldía; de la mansedumbre aparente, ya se sospecha que es un misterioso potencial, ¡el espíritu!

Cinco años más joven que mi padre, mamá fue una raíz profunda que se hundía en tierras espirituales, en suelos indescriptibles. Supe que crecía en fe, en paciencia, en fondos oceánicos. La paciencia la perdí cuando mi madre murió y no sé cómo me obseden ambos. ¡Pero la amé y, posiblemente, más que que a der Artz, Vater Iván!

Mamá Claudia, al verme trabajar en rudos oficios del campo y después clavado en los libros de mi padre, no se extrañó que a la edad de catorce me interesaran irme del Valle. Sea a Tijuana, o los EE.UU., o la misma Holanda.

«Con mi alemán y mi español, puedo salir a la ciudad y estudiar con mi padre; si me hubiese dicho, házlo, no me iría a menos que viniese ella conmigo».

«Adán me dice que parezco un espantapájaros. Que no estoy a la moda. Que ni siquiera otra gente que no está a la moda viste tan ridículamente como nosotros».

«¿No me repites que Pamela es preciosa? Y ella no viste a la moda. Ni sabe lo que es una minifalda ni sabe de modas... fíjete que es maravilloso que veas belleza donde otro no la ve. No la ropa lo que hace al hombre o a la mujer entes hermosos...»

Para ir fortaleciendo mi sentido de independencia, Mamá Claudia, me habló sobre «la principal piedra del ángulo, escogida y preciosa», la piedra viva, que se llama Sión y fue valiente al decirlo: la Sión verdadera no es necesariamente una colonia, o una aldea. Es una palabra del corazón, la misma que yo estuve buscando para decir Te amo, atiborrándo un cuaderno («Das Notizbuch») con memorias sobre ellos, cartas enviadas y poemas, confesiones sobre un papel porque me sentía víctima de escarnios, maltratos y prejuicios.

Cuando mi madre me reveló que la piedra viva, la cabeza del ángulo, jamás me permitiría quedar por siempre avergozado, mis palabras se soltaron y los edificadores que desecharon como indeseables los dones que había en mí comenzaron a temer y alejarse.

«Cuando te aislan es porque te temen y respetan».
Octubre 5, 1975:
Es hostil el sentimiento de creerse un vecino ejemplar, decente ciudadano. Es pesadillesco decir con alguna jactancia ... ¡al fin triunfé, lo tengo casi todo, útiles a la mano, la concreta excelencia del producto! ¡Cautela! pues de pronto el ideal regulativo de la comunidad, su voz orientadora, revienta con sus voces acusantes y la imagen más secreta y más querida por secreto empeño de belleza y de cuidado, sale a flote; te escupe la cara... Por una curiosa desviación, que es pasado al que díste la espalda y cariño que tuvo manos ávidas y ojos feroces y ambiciosos, se te dice: ¡Ya se supo, vuelve y díle al rey, aquí estoy y vengo a decir perdón y avergonzarme, ya se supo! El tenía una niña y era preciosa como Claudia, y también otra señora (que no le amaba tanto y lo encaró a las violencias, al orgullo ordinario, a los pequeños botines de las irreflexiones, a las valentonadas de lo nuevo y precario). Bajo el encubrimiento, todo fue tan infiel como el capricho, todo fue improvisado e ingrato, ¡el pasado cuando vuelve es la tristeza; el presente lo vuelve desperdicio! ¡Pero yo sólo soy el desperdicio suyo!

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