Desde hace dos semanas, una brigada de obreros corta los árboles de pino que están frente a la casa de mi antigua novia. Años atrás, ella adoró la sombra, el olor y la grandeza del pinar. ¿Habrá cambiado tanto? Eché de menos el almendro, bendito entre los pinos. Fue lo primero que talaron. Pregunté a los obreros por qué tanta siega. Fue imposible que pasara de largo ante un patio que fue el marco para mi gran esperanza: su amor. Mas no pasé por verla. Había decidido que la olvidaría. Me detuve a husmear porque cortaron el almendro.
Ella llegó a colgarse de una rama del almendro. Se mecía con sus brazos extendidos, aferrada al penacho, y yo descaradamente le miraba al vuelo las nalgas. Por desgracia, comprobé que está tan hermosa como cuando la conocí. Quizás mucho más. Me escondí tras uno de los pinos que todavía no habían derribado. Y la ví que se alejó.
¡Ahora tiene su propio coche! Esta vez no hubo quien extendiera los brazos, agarrada de una rama, o se lanzara a los míos de tanto sentise niña y amada. ¡Yo sí la amé! ¡Con toda la estupidez desinteresada y el fuerte deseo que conforma el amor!
Desde que se murió su madrastra, ella y sus hermanas querrán cambiar muchas cosas. Observé que el jardín es más amplio. Hay una fuente de piedra labrada que no había visto antes. Instalarán cuatro torsos femeninos alrededor de la misma, torsos desnudos en mármol que serán las versiones de aquellos que Mateo Inurria hizo para el abuelo de la viejaa... Estuve tentado de entrar a la casa. Ví al viejo don Lucas, el mayordomo. Conmigo fue siempre cordial. De hecho, supongo que la idea de ubicar los torsos de Inurria alrededor de la fuente fue suya. Caminé hasta el pino más cercano que da sombra al balconcillo de la entrada y observé un arrieral sobre el tronco: ¡aquellas hormigotas, o tal vez una hilera de huitzileras, arriaban una mirringa, imposible saber qué porquería fue, pero sentí, reguácalas, mucho asco! Quise huir del jardín. Pudo más que el deseo de ver mi novia.
Todavía vive con ellas alguien que usted conoce, mogrollo peor que las hormigas, sólo que se cree un tepaneca de Acolhuacan. A él, no miento, lo ví comer las huitzileras varias veces. Seguro que se talan los pinos para quitar los hormigueros, eliminar las sabandijas y evitar que él se trague tales bichos... Si cometó ciertos erreurs amoureses con ella, él es culpable. No pudimos congeniar. Lo odiaba; sí... Y cada día fue más.
En el jardín, tuve una rara experiencia. Sin aparente causa objetiva, por el momento... Al pasar por el lado de un pino que los obreros golpeaban con sus hachas, percibí unos gritos horribles, tanto así que me detuve de golpe, con espanto y me torcí el tobillo. Huí de allí. Los gritos... ¡yo sé, yo sé! ... fueron imaginarios. El fingido tepaneca está vivo y con muy pocas ganas de morirse. Los miserables tienen suerte. Son intocables. El es uno de ellos. Con el pretexto de su enfermedad, dizque mortal, un cáncer terminal, fue absorbiendo la atención de mi novia. El la quería, casi incestuosamente, y dijo que me la quitaría aún después de muerto.
Recibió más comprensión y benevolencia que la que merece. ¡Yo sé! Y fíjese cómo llora desde la muerte. Supe que lo enterraron, pero escuché su llanto. Bueno, improbable sería que el alarido provenga de su boca. El está muerto. Quiero creer que sí lo está. Mas con cada hachazo, hiriendo al al árbol, su grito. Como si cumpliera la amenaza... Los árboles no sufren... Sin embargo, fuí yo quien, como parte de alguna discusión con él, dije: «Atis se transformó en pino». ¡Ay, Segaritis, clávate aquí!... Me burlé por asco a su amaricada espiritualidad, porque suerte tenía de absorber la atención de ella desde su mariconería. Le dijo: «No te cases con un macho como ese novio tuyo, porque apresuras mi muerte».
Me aburrí de sus consejas, sus delirios y sus discursos morales. Expuse mis ironías en torno al «divino Atis» en cada ocasión que le pude mortificar. Ni modo: nunca lo tragué. Para mí, él fue un tipo fundamental del eunuco, bloqueándome para que mi novia me dejara. Y por eso, me desbordé con las ironías hasta la vulgaridad. No se salvó ni el pino ni el almendro.
Una vez que forjé mis metáforas hilozoístas, me hallo como ahora creyéndolas y... fue su burla cínica ahora que no está.
Fui yo quien dije que un oso extirpó los genitales de Atis. Un oso hormiguero que buscó a un jovenzuelo insolente y amaricado como él.
«¿Cree que decir éso a un niño enfermo es gracioso?», me reprochó ella.
Discutí el por qué ciertas mujeres se divierten con el tema de nuestros güevos. Con el pene. Y es que siempre hay un pendejo convertido en la bellota del almendro y una chamaca que se cuelga del penacho y se mece. Les aludí. A mi novia por dejarse ver sus lindas nalgas por él, siempre pendiente de sus mecidas, como yo.
Se ha ordenado: «Corten el almendro». Fue ella para no recordar ni a él ni a mí. A la sombra del almendro, me dediqué a filosofar como un cirenaico. Me negué a creer que ella es una flapper. ¿Por qué tapar el cielo con la mano? Lo es. Y yo seguí siendo un filósofo cirenaico. ¡Y ella, una castradora cibeliana!
Cuando regresé al hotel, me sentí literalmente castrado.
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