Tú eres la hembra que amé.
Juvenil eras, doncellez
perpetuada sobre roca radiante.
Tú, con desnudez tentadora,
entregaste la mañana a mi padre
con un vaso de oro y tu voz clara.
Bendijíste mi parto, lunar me hicíste.
Me llevaste a la noche, me díste luna:
«Bebe también de este vaso»
«Mira a mis soles; mira más alto;
por de pronto, tén toda mi plata».
Con tal advertencia me educaste.
Y me quedé en la puerta interna de la alquimia
cautivado contigo y tus aparentes mutaciones.
Juvenil eras, hermosa. Y dije: «Sémele, no cambies».
Imposible. Ella cambia. Me equivoqué.
Era mucho más que las jarras
del dualismo conveniente.
Altísimo secreto, libre albedrío.
Y ella: más que lo fue, más que sería y será.
Producción material, eterno cambio. Espíritu
En la octava Saturnalia me sorprendió
su llegada. Llegó el día retributivo y preguntó:
«¿Y tu ofrenda de sol? Me has derrochado».
«¡Cómo tiras la plata que te doy!».
Sobre el ombligo y los muslos de mi mundo,
derroché lo suyo, ni un solo Sol en cambio.
«Entraste a la tierra con la savia universal
de mi alborada y me defraudas». Y me juzgó
el Anciano de los Cielos con justicia.
Extendí las manos, como quien suplica.
Vino ella, sin nada, para mí. Y, al fin,
lo dijo: «No has transformado Tu Luna».
14-7-1998 / El hombre extendido
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Tuesday, April 01, 2008
Presunción y cosecha
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