Wednesday, March 19, 2008

El brincó con su herida



Un día se vino al Norte como tantos.
Tuvo que esconder su cabeza yucateca.
Escondió una cuchillada que le dieron
en Tijuana bajo una guanga ropa.

Ocultó su frustración de ser un tarambana,
jornalero sin trabajo, sin diploma, sin tierra,
sin ninguno que reclamara los huesos
con que vivía, la fatiga de sus años,
ya era viejo, no anciano, adulto nomás
con el único tiliche existenciario: biología.

También se supo humano. «La necesidad», lo decía.
El quería ser productivo, aún carente de todo.
Sin desestrezas. Hizo todo lo que pudo:
lavar botellas, cargar de aquí o allá
pesados bultos, reparar cercas.

Y llegó a Tijuana, rumbo hacia el Norte.
Luchó con la culpa, todo hambre. No era nadie.
Como un perro, como un huérfano
y desvalido, indisculpado por las horas.
Y la miseria. «Es la necesidad», decía.

Ignorante de futuro, ignorante de pasado,
brincó la valla, el alambrado muro
en la frontera; así lo hizo, así haría; pensó
que al otro lado, todo será seguro.
Funcionaría con lo que sabe: hurgar en tarros
lavar botellas, recoger desperdicios,
reciclar la basura.

Y trepó, hiriéndose las manos a la luz
de la luna y brincó, hasta abrirse los sámagos
y empezó a sangrar la vieja cuchillada.
Y helicópteros alumbraron su agonía.

Le pusieron una inmensa farola
para identificarlo. Vio tanta luz que se pensó
en otro mundo, en el Cielo. Moría.
«Es la necesidad», su última palabra.

6-8-1984 / El hombre extendido

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